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Viernes, 16 de julio de 2010

La calle y la palabra

 Por Alejandro Modarelli

La calle exige la gimnasia de la tolerancia frente a ese infierno que son Los Otros. Si no hay erotismo o feliz curiosidad en las miradas que se cruzan o se esquivan, será entonces necesario contar hasta diez cuando el horizonte se puebla de imbéciles o malparidos. Difícil imaginar el saludo de la paz mientras duran los abrumadores monólogos de taxistas asaltados por pensamientos existenciales, cuya formulación exacta o su solución encuentran fundamento en el comentarista paleolítico de la radio.

En el vórtice de grandes acontecimientos, como es el debate parlamentario por el matrimonio igualitario, la calle nos ha puesto todos los días a prueba, incluso a quienes caminamos un poco en posición de perfil egipcio. Titulares estratégicos de diarios, portadas éticamente encendidas, panfletos arrojados a la vereda, afiches donde los colores revelan tanto como las palabras. Del arcoiris al naranja, las insignias pueden ya prescindir de explicaciones. Este papelito es de los maricones, éste de los curas. El Vecino Naturalmente Indignado, para quien el uso de la palabra es un derecho suministrado por la usina del sentido común, entiende ahora que las uniones entre los raros pueden tener su reconocimiento jurídico sin que a él le cueste un peso, y que esa cierta repugnancia que le despiertan sus maneras y sus amores no tiene por qué estar también rubricada por el Estado. Algo de reciclado espiritual se ha conseguido en la Gran Aldea, a fuerza de militancia Gltbi y de cosmopolitismo mediático, y pocos pueden ya fingir ingenuidad ante el término homofobia.

No obstante, ay, para el Vecino Naturalmente Indignado, el tema de la adopción afea un debate que debería quedar inscripto en la minuta más o menos banal de las elecciones afectivas perversas entre dos-adultos-que-por-suerte-no-somos-nosotros. Allá ellos los homosexuales con sus gustos, pero con los niños no. Y aquel morochito sucio, que un rato antes le había tratado de meter sin suerte la estampita de San Roque entre los dedos, adquiere ahora el carácter de Sujeto Sagrado que debe tener un papá y una mamá, pero como único derecho humano. “Pero entonces que también críe a un pibe una pareja de simios, total, si todo da lo mismo... Además, qué tanto hablan los homosexuales de los chicos de la calle, si seguro van a querer adoptar rubiecitos y de ojos celestes”: el taxista ha meditado el tema con las herramientas de la tradición oral; los gays somos gente fina que transitamos entre la ópera y los perfumes de free-shop, y a otro con el cuento de que vamos a aceptar decorar un cuarto infantil para caripelas del altiplano. O vaya a saberse si el comentario tenía como objeto describir un gusto estético que devendría en gusto sexual. Así son de morbosos los normales en sus ensoñaciones, como lo fue en su mesa, esta semana, la señora Mirta Legrand inquiriendo a Roberto Piazza sobre posibles violaciones infantiles. El estereotipo del gay blanco, de clase media, concupiscente, vence cualquier evidencia que pueda uno presentar como descargo. Y ni hablar cuando al estereotipo se le suma la acusación de representar apenas una sexualidad “a la moda”, como si el gusto por la pija pudiera tener su correlato en la última camisa que ofrece en su vidriera el local de Tascani. Las argumentaciones dentro del taxi fachistón ingresan entonces al escenario del ridículo, y no vale la pena gastar más pólvora en chimangos. Por eso, la ventanilla vuelve a ser el único interlocutor posible.

El martes pasado, el Vecino Naturalmente Indignado robó cámara con su bronca difusa y mimética en la Plaza del Congreso: la inseguridad también es meter ideas raras sobre la feliz familia tradicional ideal, ese paraíso alacrán perdido desde siempre. Somos para ellos ladrones de un botín histórico, los niños conceptuales. Habrá que entregárselos, todo por culpa del Gobierno. No hay argumento que no se crea sabio y popular en boca de los apasionados manifestantes antimatrimonio igualitario, concentraciones paranoicas sobre clausuras del linaje humano, complots del sionismo kirchnerista montonero, reversión del orden natural, por el cual “el chico en el colegio tendrá que explicar que su papá tiene un pilín, y su mamá tiene también pilín”, el morbo jocoso fijo en la entrepierna. Tradición, Familia y Pilín. Un obispo académico habla de kulturkampf, lucha cultural, donde nosotros, los raros, pasamos a ser instrumento del destructor de las cosas, que es siempre el materialismo histórico.

¿Cómo tomar la palabra en una ciudad donde el Vecino Naturalmente Indignado se atribuye el poder de decirlo todo antes de que uno pueda siquiera abrir la boca, porque cuando él habla, cree que habla la comunidad entera? Como el extranjero del libro de Julia Kristeva, nos quedamos con la rabia oprimida en el fondo de la garganta, callados aunque sea a medias. Nuestra opinión minoritaria o es muy poca o es demasiada, y por incomprensible o mal comprendida siempre resulta una insolencia.

En una entrevista en C5N, Elisa Carrió se lamentó de que “la comunidad” (en estos días pareciera que los únicos seres que merecemos esa nominación somos los gays, las lesbianas y las trans) se obcecase con el matrimonio igualitario en lugar de agradecer la oferta de derechos en liquidación por parte del Senado, algunos tan bonitos como los que otorga el matrimonio: “Dicen que prefieren pelear por la palabra, aunque tengan que perder por eso los derechos”, aseguró, y con la mentira la Sibila del Impenetrable no se puso más naranja que de costumbre.

El 14 de julio, sin embargo, los gays, las lesbianas, las trans, tomamos la palabra, y nos quedamos afónicos de tanto festejo. Tomamos la palabra, y con ella todos sus derechos, incluido el derecho a no querer casarnos. Con la palabra, tomamos también la calle y corrimos alrededor del Obelisco, porque dejamos de ser, al menos dejamos de sentirnos, el extranjero silencioso de Kristeva. Quién sabe, las amargas lágrimas de la senadora Negre de Alonso en la derrota acreditaban que la Argentina se hacía por fin extranjera para sí misma, junto con nosotros. Miren, si no, cómo la hegemonía sexual se ha quedado sin lengua y sin sello. La marea naranja católica del día anterior en la Plaza del Congreso, donde vociferaba el Vecino Naturalmente Indignado contra el matrimonio igualitario, en nombre de esos niños conceptuales sometidos a la tiranía de los famosos dos pilines, tuvo que resignar el uso exclusivo de los nombres, que ya no serán para ellos lo mismo. Estarán ahora perdidos en el laberinto del lenguaje, como estuvimos perdidos nosotros, y tendrán que aprender que el universo ya no les pertenece.

Va finalmente mi recuerdo hacia el adolescente conchetón de remera naranja, sonrisa beata y crueldad bien administrada, que una tarde de éstas, en la 9 de Julio, me ofreció un volante lleno de esa cantinela de un papá, una mamá y un orden natural. El chico parecía aupado en una paz inconmovible, como quien camina por encima de la farsa de un mundo que, no obstante, sabe que los suyos mantienen bajo custodia. Yo iba a discutirle, pero me di cuenta de que sería inútil, porque él era subsidiario de la razón suficiente. Lo miré con la misma tranquilidad con la que me hacía el convite de la propaganda, y le dije “metétela en el culo, así los dos quedamos en paz”. Después me dio un poco de pena, verlo tan necio. El angelito de la remera naranja, pobre, estaba luchando contra el Angel de la Historia.

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