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Viernes, 16 de julio de 2010

No pasa naranja

Con la acidez del cítrico emulado en ese color sin explicación alguna, el cronista se sumerge en la marcha fundamentalista y emerge rápidamente en busca de mejores aventuras.

 Por Diego Trerotola

Todavía faltan ocho cuadras para llegar a Plaza Congreso y ya se cruza la primera cuadrilla naranja: un grupúsculo integrado mayormente por adolescentes de un colegio secundario lleva una pancarta reclamando su derecho a tener un papá y una mamá. Hay pecheras o remeras arriba de camperas y pulóveres del uniforme que los revisten de un naranja casi flúo. Pienso que no pueden ser de los que les perdonan la falta por ir al acto, a no ser que vayan a escuela nocturna, porque el turno tarde debería haber terminado ya pasadas las 18.00. ¿O les dieron el día libre para que vayan? No lo sé, pero el desgano infinito que ponen para ir al Congreso me confirma que su compromiso en la marcha es poco genuino, que ese día es lo que es, un martes 13: una vieja y morosa película de terror adolescente que ya no entusiasma a nadie, incluso no sirvió ni la promesa de los obispos de que en este caso el protagonista iba a ser el mejor villano, el Diablo.

De lo que no había duda era de la utilería, porque al llegar a la Plaza Congreso se veía que el color dominante de la puesta en escena estaba bien definido: globos, remeras, pechera, cartel, pancarta, bandera, vincha y gorra, todo naranja, ¿a qué viene tanto naranja? Me acerco a un cura hablando con tres mujeres y un varón y les pregunto qué significa el naranja. Me responden al unísono que no tienen idea. Se preocupan, ponen cara de estar chupando un limón. Igual me quedo firme esperando una respuesta más válida. El cura, con el pelo teñido negro ala de cuervo en composé con su sotana, intercede por los que pecan de ignorantes: “Esa no es la pregunta que tenés que hacer, tenés que preguntar por qué estamos acá. Preguntale a él”. Y señala al único varón de los que lo acompaña, con su dedo infalible como brújula misógina. No quiero confrontar, obedezco la palabra del sacerdote y le hago la pregunta al treintañero señalado. Sigilosamente se aparta del grupo para responder; dice que está para apoyar una verdad que es científica. Me doy cuenta de que se aparta para que el cura ni las otras personas lo escuchen, porque lo suyo no era una cuestión de fe. Y sigue: “¿Vos alguna vez armaste un rompecabezas? Bueno, la familia es como dos piezas que encajan, y la ley de matrimonio gay quiere hacer encajar dos piezas que no encajan. La familia es una cuestión de cóncavos y convexos, es matemática pura”. No lo podía creer, alguien me estaba explicando, con total seriedad, la base de la familia de la forma más pornográficamente infantilista que se podía esperar. Es que, mientras seguían llegando los carteles, veía que la cosa iba por ahí, que todo era de una escolaridad radical. Y la charla del muchacho insistía en su metáfora de geometría obscena con figuras abotonadas unas en otras, repitiendo toda la obsesión con la genitalidad del discurso biologicista-natural y religioso, es que parece que cuando tiene que argumentar no tiene pudor. Así que cansado de su cantinela, lo interrumpo con un “Aaaah, pero vos sos científico”. Y, sin parecer advertir mi tono sarcástico, me dice: “Sí, soy de la Universidad Tecnológica Nacional”.

A Gabriel Pacheco, un feligrés sanjuanino, cincuentón y bien dispuesto, le pregunto si el color se inspira en algún movimiento internacional, y me responde con seguridad que “el naranja se creó en Argentina para identificar a la familia”. Lo dice orgulloso. Su frase me suena a esa absurda petulancia nacionalista de los que enumeran invenciones argentinas: el colectivo, el dulce de leche, las huellas digitales, la birome y el naranja para la familia. Toda la marcha y ni una respuesta muy convincente sobre el color. Yo sí había pensado una teoría, claro, tal vea un poco forzada, que tenía que ver con que Anita Bryant, la pionera en construir un movimiento homofóbico pro familia heterosexista en Estados Unidos, se hizo famosa a través de una publicidad de naranjas. Y por eso, inspirándose en ese liderazgo marketinero, alguien pensó que era un color válido para identificar a la organización “Familias Argentinas” (¿la sigla será FF.AA?). Era como esas telenovelas del viejo Canal 9 de los ‘80 que presentaban una “idea original de Alejandro Romay” pero si uno investigaba un poco sabía que era una versión poco jugosa de una serie estadounidense. El Zar de la TV se había quedado con la cáscara. Ufffff, me salen ahora metáforas infantiles, me estoy dejando influenciar. Es que tanta escolaridad es contagiosa y de tanto disfraz y globo esto da carnaval monocromático, casi casi que me entretengo alucinando que estoy en un concurso de drag queens para elegir a la reina del cítrico. Pero la realidad me sopapea de nuevo, esto es una marcha demasiado aburrida para compararla con casi cualquier evento glbti, le faltan como cinco colores.

Me pongo a leer carteles y pancartas, a ver si las consignas proponen alguna idea. Casi todos repiten la fórmula “papá + mamá = matrimonio” o la consigna oficial de “Todo niño tiene derecho a tener un papá y una mamá”. Nada nuevo bajo la luna, excepto una organización o sigla que no conocía, FFF, dos carteles aclaraban su significado: uno decía “Familias Formando Familias” y el otro, “Fieles Felices Fecundos”. ¿La misma derecha con distintos nombres? ¿De la Triple A a la Triple F quiere decir que hubo una evolución en la historia de la derecha argentina, alfabéticamente hablando? También estaban los que pretendían ser insultantes y belicosos, como los que trajeron aquella que nos recordaba que una mala traducción del Levítico dice que somos una “abominación”. Y el cartel terminaba con la pregunta “¿Van a cambiar la Biblia?”. No, quédense tranquilos, la Biblia la cambian ustedes para tratar de encontrar una manera divina de insultarnos, pero a nosotros y nosotras nos corresponde cambiar las leyes civiles, para que la democracia argentina quede fuera de dogmas vetustos, son un testamento tan antiguo como la pancarta “Argentina = Sodoma”. Igual, trato de preguntar y la gente no conoce el Levítico, no sabe por qué exactamente está ahí. No puedo sacar un testimonio coherente. Dos mujeres jóvenes sostienen un cartel que dice que “La familia vale la pena” con figuras recortadas de tres modelos de familia, donde se reparten pantalones y polleras en los distintos monigotes irregulares en una versión figurativa que desciende a niveles preescolares, salita naranja. Me siento que tengo que ir a esos subsuelos para hacerles una pregunta: ¿Ustedes que tienen pantalones están representadas con las figuras que tienen pantalones? Miran el cartel como por primera vez y se miran a ellas mismas. Me dicen que “es una representación”. No sé si se refieren a ellas mismas o al dibujo. Pero no importa, porque lo que quedó más en evidencia es que esas familias son el logo de una empresa sin empleados que puedan cumplir sus funciones supuestamente naturales. Quedó dicho, la familia heterosexista es un dibujo. Y el acto del escenario es su caricatura. Cantan “Los sesenta granaderos”, férreo patrioterismo escolar. Después, a la canción que Coca-Cola hizo para el último mundial de Sudáfrica 2010, le cambiaron la letra tratando de que antes del ohohoh se entienda que dicen “mamá y papá”. La gente sólo podía cantar el ohohoh.

Ahora todo tenía el color de un presagio desafortunado, por eso, a pesar del Himno y algunos otros rituales de rutina, todo se desconcentró temprano y tristemente. Un hombre con un perro desde la vereda veía pasar a la gente, me pongo a su lado para leer los carteles en retirada, mucha iglesia de provincia de Buenos Aires y del interior del país. Ahí me doy cuenta de que hablé con gente de varias provincias y que ésta era una marcha nacional. ¿Estos fueron todos los que pudieron juntar desde los púlpitos de todo el país? ¿Sólo les dio para apenas llenar la Plaza Congreso?

Miro al perro a mi lado y tiene una suerte de delantal naranja que dice “Yo tengo papá y mamá”. Me parece el mejor chiste de la noche. Le pido permiso al dueño para sacarle fotos al perro. El se llama Pablo y no quiere salir en las fotos ni dar su apellido. Me responde que vino porque respeta el trabajo del cardiólogo Justo Carbajales, el que convocó a través de Deplai. Me lo dice que una seriedad que tengo que quebrar preguntándole: ¿No te parece que lo del perro con esa frase es una burla a todo esto? Me dice con la misma seriedad que no, que “los perros no discriminan y que ojalá los hombres amaran como los perros”. Ah, bueno, la zoofilia llegó a la familia argentina. Desde ahí todo me parece desopilante aunque él se esmera en explicar sobre una monja que se llama Pauline Quinn, que inspira su terapia psiquiátrica sobre la relación de los animales y las personas y otras tantas cosas más. Entonces, le pregunto si además de psiquiatra era católico y me dice que sí, pero que la mayoría de la gente de ahí lo quemaría en la hoguera. Y, acto seguido, me escupe su interpretación de la Biblia: “¿Sabés cuál es el primer milagro que hizo Jesucristo? En una fiesta, convirtió el agua en vino. ¿Y sabés por qué? Porque la fiesta era un embole”. No les puedo explicar el tono en que contó esto, pero les aseguro que lo dijo con una completa seriedad, sin un milímetro de ironía, con el rostro de piedra. ¿Estaba frente a una estatua viviente de Jorge Corona? ¿O le había agarrado un brote psicótico silencioso y el cerebro le estalló para el lado del humor absurdo? No importaba, si seguían las declaraciones con ese nivel de delirio tenía salvada la noche. Así que cuando me empezó a decir que tenía un amigo gay, lo saludé con respeto a él y a su perro y partí. Y, por primera vez en mi vida, seguí los consejos de Cristo, me fui a buscar un buen vaso de vino, porque esto era un embole.

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