Viernes, 6 de diciembre de 2013 | Hoy
Por Fito Páez
Urda era el más salvaje de todos. “¡Qué ganas de comerme una buena poronga!”, resuena aún su vozarrón a través del tiempo mientras se le iluminaba el rostro de materias pecaminosas y sus manos se extendían revolviendo el aire a lo ancho de su espacio circundante. Escritor soberbio, nos regaló muchos poemas y piezas de teatro que se convertirán en clásicos argentinos contemporáneos. Hermano menor de Gasalla y Copi, pero también de Niní Marshall y Lord Byron. Anoche, hubiera tirado al piso su propio ataúd, fantaseábamos algunos colegas y amigos mientras recordábamos tantos momentos delirantes vividos en común durante más de treinta años. Era un rey díscolo. Un hombre perdido en sus infinitos huracanes. Y prodigaba belleza durante las formaciones eólicas de su espíritu, que nunca cesó de ir y venir de una orilla a la otra, entre la lucidez y el absurdo. Lo vamos a extrañar mucho y, como bien dijo Lucrecia Martel, el mundo ya nunca brillará como antes.
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