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Viernes, 6 de diciembre de 2013

CABARET

Canciones que odiaron los nazis

El espectáculo Canciones degeneradas, de Fabián Luca, revive el talento y el grito de guerra de los invertidos, los judíos y los disidentes que perturbaron al cada vez más oscuro Berlín de los años ’30.

 Por Kado Kostzer

¡Degenerado! Degenerado. Cinco sílabas que forman un vocablo que hoy desde los claustros científicos, pasando por el diván del psicoanálisis televisivo y llegando a la brutal calle, prácticamente está desterrado. Hasta se siente un poco de nostalgia no escucharlo de bocas probas y dignas, lo mismo que vergüenza ajena cuando alguien lo pronuncia. Este anacronismo que lleva implícito –según diccionarios– “perder el mérito, el valor físico o moral, pasar de un estado a otro inferior” tuvo su funesto apogeo en la Alemania nazi, que lo unió a otra palabra que por su nobleza uno la piensa en mayúsculas, ¡ARTE!

En el comienzo

Concluida la primera contienda bélica mundial, y con la instauración de la República de Weimar, Berlín, capital de Alemania, abandonó su carácter provinciano para convertirse en una inmensa metrópolis. Gracias a la inauguración en 1924 del aeropuerto de Templehof, la ciudad estuvo conectada con Budapest, Constantinopla, Moscú, Londres, París... En apenas un lustro el número de pasajeros pasó de 17 mil a 50 mil anuales.

Berlín era como un imán, que atraía a artistas (y a aspirantes a), de todo el mundo. Fresco está en el recuerdo de los cinéfilos la imagen de Michael York (que no es otro que el alter ego del inglés Christopher Isherwood) en Cabaret, llegando a la capital alemana con el propósito de convertirse en escritor. Y no sólo era el mundillo literario el que quería beber de esa fuente aparentemente inagotable de sueños, desenfreno y delirios, sino mucho más importante ¡de realizaciones! Los plásticos, los cineastas y los compositores tenían también un marco propicio para su consumada o incipiente creatividad. Pero también estaban los que, instalados en una envolvente bohemia, que disimulaba el fracaso personal, no contaban con medio alguno de subsistencia. Las estadísticas de 1927 consignaban más de dos mil artistas que recibían ayuda del municipio.

De 1924 a 1931 la vida cultural de Berlín, rica y diversa, sólo podía compararse con la parisina. Esos pocos años registran el nacimiento de dos instituciones verdaderamente vanguardistas: la Bauhaus, centro dedicado al diseño, creado por los arquitectos Gropius y Breuer, y el Instituto para el Estudio de la Sexualidad, dirigido por Magnus Hischfeld, gran defensor de los derechos homosexuales. Surgen obras notables en el teatro y el cine, La ópera de tres centavos, Nosferatu, El ángel azul, Metrópolis, El gabinete del Dr. Caligari... Erwin Piscator, Bertolt Brecht, Franz Werfel, Max Reinhardt, Eric Maria Remarque, Thomas Mann... La escena, el diseño, la cinematografía, la literatura conocen un período de esplendor.

Ismos perseguidos

Los teatros, los cines, los restaurantes, los music-halls, las galerías de arte, los comercios... ostentan un modernismo envidiable. La vanguardia y el gigantismo, sin embargo, no alcanzan a esconder la crisis social. La miseria y la criminalidad reinan en los bajos fondos con un colorido friso de prostitutas, minusválidos, dealers y mendigos: allí la cocaína no discrimina fosa nasal o ano alguno. Las obras de notables artistas plásticos como George Grosz, Emil Nolde, Ernst Ludwig Kirchner y Otto Dix reflejarían ese submundo. “La deformidad, la depravación y el vicio elevados al rango de ideal moral”, diría en 1937 el pensamiento del III Reich. En la muestra Arte Degenerado, inaugurada en Munich, las obras de estos pintores compartieron los muros de la Haus der Kunst con las de Kandisky, Marc Chagall, Edvard Munch, Paul Klee... Cubismo, dadaísmo, expresionismo, surrealismo y otros ismos se daban la mano en telas que desvirtuaban la “pureza de la belleza clásica”.

Ya sea por la naturaleza “degenerada” de sus expresiones artísticas, por ser judíos, comunistas, homosexuales o simplemente disidentes con el régimen –o por más de una de estas razones–, luminarias de todas las disciplinas artísticas se vieron obligadas a abandonar Alemania. En 1933 el poderoso Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, se dispuso a “eliminar todos los elementos política y racialmente indeseables” del arte. Tantos talentos despreciados enriquecerían culturalmente a otros países, especialmente los Estados Unidos, que los hicieron propios. Si bien a mediados de los ’20 Hollywood había invitado a Ernst Lubitsch para reinstalar su “toque” en la comedia americana, otros artistas escaparon para salvar sus vidas. Fritz Lang y Murnau tiñeron de expresionismo alemán el cine negro norteamericano. Siempre eclécticos, Otto Preminger, Michael Curtiz, Douglas Sirk, Billy Wilder, Robert Siodmak, William Dieterle, Fred Zinnemann... brindaron obras memorables. En los mismos sets alternaron con otros exiliados, Marlene Dietrich, Peter Lorre, Hedy Lamarr, Luise Reiner.

La música

Como todo régimen totalitario, la Iglesia Católica fue la primera en legislar por escrito, en el año 1100, sobre “cómo tiene que ser la música”. San Bernardo de Claraval pontificaba: “El canto debe ser pleno de gravedad, evitando la mundanalidad, la brusquedad y la simpleza. Dulce, aunque no superficial. Que complazca al oído, pero que a la vez llegue al corazón”. El nazismo, que veía degeneración por todos lados, también tuvo su receta. A la cabeza de lo prohibido estaban los compositores judíos, los enrolados en corrientes modernistas que se apartaran del sentido de “tradición y progreso” hitlerianos y especialmente el temible jazz por la negrura del Africa.

Con un afiche de infame e irrisoria elementalidad –un músico negro con primitivo aro que en lugar de tener una flor en su ojal ostenta una estrella de David–, en mayo de 1938 se inauguró en Düsseldorf la muestra itinerante de Música Degenerada. Fue una semana plena de conciertos de la música que el nazismo consideraba ideológica y étnicamente pura. Se incluía además una exhibición de caricaturas, partituras, afiches y retratos que demostraban el carácter “subhumano y la inferioridad” de los trabajos de compositores de formación clásica como Arnold Schönberg, Alban Berg, Stravinsky, Ernst Krenek, Paul Hindemith... Tampoco faltaban Kurt Weill, Ernst Toch, Walter Goehr, Allan Gray, Franz Reizenstein... y los que se dedicaban a suplir material para el “despreciable” género del varieté.

Hoy, aquí

En Clásica y Moderna –que tiene mucho y poco que ver con el Café Romanisches y otros legendarios ámbitos berlineses–, tres magnéticos cantantes, Alejandra Perlusky, Diego Bros y Malena Lenoir y un pianista/violinista de mágica digitación, Santiago Martínez, nos traen resonancias de la República de Weimar. Canciones Degeneradas recupera con cuidado criterio estético –mérito del director Fabián Luca– el repertorio que los nazis abominaron. Hollander, Tucholsky, Eisler, Kreisler y Weill, reflejan con ironía punzante, mordaz crítica y provocativo sex-appeal toda una época de ebullición creativa y conflicto social. Tampoco falta Mischa Spoliansky, un verdadero pionero que en 1920 compuso –bajo el seudónimo de Arno Billing– “Das lila lied”, el primer himno homosexual.

Ecos de sinagogas se mezclan con la negrura del jazz de Harlem, acordes tangueros conviven con la deliciosamente evocativa música circense, contagiosas melodías con algún arranque vanguardista. Esta ensalada ¿rusa? rítmica tiene un experto chef en el director musical Gaby Goldman. La velada es deliciosa e inquietante. Un caramelo ácido. Voces y cuerpos se ponen al servicio de un material rico y variado donde ningún sentimiento está ausente.

Canciones Degeneradas
Los viernes de diciembre, a las 21,
en Clásica y Moderna. Callao 892

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