UNIVERSIDAD › OPINION

Protestas y democracia liberal

 Por Marcos Novaro, Vicente Palermo y Alejandro Bonvecchi *

El artículo de Sebastián Etchemendy y Philip Kitzberger publicado por Página/12 el 3 de abril plantea una crítica de argumentos que los autores denominan “liberal-democráticos” y que serían voceados por dirigentes y columnistas en distintos medios. Según esta crítica, “los liberal-democráticos” condenan como incompatibles con la democracia liberal los piquetes de desocupados pero no los piquetes rurales, la incursión de D’Elía contra los caceroleros en Plaza de Mayo el pasado 25 de marzo, pero no el lockout agrario por tiempo indeterminado, la identificación lisa y llana de los caceroleros con golpistas en el discurso presidencial pero no el desabastecimiento “antisistema” perpetrado por los dirigentes ruralistas. Para los autores, estos argumentos “liberal-democráticos” son inconsistentes con la democracia liberal y marcan que sus proponentes sólo prefieren ese régimen político cuando están del lado de los ganadores. Ocurre, sin embargo, que esta crítica invierte, casi puntualmente, las valoraciones atribuidas a los “liberal-democráticos” y, por eso mismo, coloca a sus autores en una posición que sería, también, incompatible con un punto de vista democrático-liberal.

Esta inversión de las valoraciones sobre cada uno de esos actos o interpretaciones tiene lugar por medio de un procedimiento que los autores llaman “poner en perspectiva”. Puesto en la perspectiva de que los ruralistas integran, para los autores, los sectores socioeconómicos dominantes, el uso del piquete como forma de protesta es injustificado porque los ruralistas tendrían a su disposición otras formas de protestar. Podría concederse ese punto, pero hacerlo implicaría condonar el uso del piquete como herramienta, cuya legalidad y legitimidad resulta ampliamente discutible, y que para nosotros no es tal. Puesto en la perspectiva de que los ruralistas producen y controlan el alimento que consume el resto de la sociedad, el paro por tiempo indeterminado aparece como una medida excesiva y desestabilizadora. Podría, de nuevo, acordarse con ello, pero hacerlo sin condenar inequívocamente otros comportamientos equivalentes como la incursión de D’Elía en Plaza de Mayo alentada y avalada por el gobierno implicaría condonar la violencia de abajo porque es de abajo –y creemos que ningún comportamiento violento debe condonarse, y en particular no el de fuerzas de choque paragubernamentales–. Puesto en la perspectiva de que en 2001 el cacerolazo precedió a la caída de dos gobiernos, la protesta en Buenos Aires y otras capitales del interior resultaría un acto de desestabilización institucional, que busca comunicar el deseo de derrocar al actual gobierno nacional. Podría, una vez más, concederse que tal asociación haya pasado por la cabeza de alguno, pero ello implicaría atribuir, sin fundamento empírico ni criterio alguno más que la existencia de esa misma asociación en la mente de los autores, tales intenciones a los caceroleros, y creemos que semejante atribución equivale a una acusación de “crimen del pensamiento”, al decir de Orwell en 1984, práctica que entendemos completamente incompatible con la forma de vida democrática.

El argumento de los autores se acerca, así, al tipo de manipulaciones y falsificaciones históricas de que está plagado el discurso presidencial –en ocasión del conflicto con el campo pero, lamentablemente, también mucho antes del mismo–. Esas manipulaciones tienen, invariablemente, la misma forma: plantean una distinción entre “el primer gobierno en la historia que garantiza plenamente la vigencia de los derechos humanos” y “la derecha golpista que quiere volver”, y la superponen con prácticamente toda opinión opositora acerca de cualquier tema de debate público. El resultado de la manipulación es doble: por un lado, las opiniones opositoras quedan deslegitimadas por su identificación con “la derecha golpista que quiere volver”; por el otro, la acción del Gobierno o de cualquiera de sus aliados en contra de estas opiniones opositoras queda justificada, precisamente por la radical ilegitimidad de esas opiniones. Ello permite justificar la acción de D’Elía en Plaza de Mayo, pero también los piquetes contra empresas, la destrucción del sistema estadístico, la “letra escarlata” destinada a los columnistas disidentes, etc. Estos comportamientos son, para nosotros, también incompatibles con la práctica democrática, que requiere de los gobiernos el resguardo de los derechos de los ciudadanos y de los actores colectivos, no su violación o puesta en riesgo por mano estatal.

Por último, las manipulaciones que el artículo condona son también problemáticas porque consagran falsificaciones graves. Este Gobierno dista de ser “el primer gobierno en la historia que garantiza plenamente la vigencia de los derechos humanos”: no sólo porque otros que lo precedieron desde 1983, y también antes, lo han hecho, sino también porque esa garantía no es, como sugiere el discurso gubernamental, tarea ni mérito exclusivo del Poder Ejecutivo, y proponer que lo es resulta deletéreo para la división de poderes y el imperio de la ley, que están en la base del estado de derecho. Este Gobierno dista de apoyarse, como sostienen los autores, en una “alianza con sectores populares organizados”, salvo que se considere que los grupos económicos a los que ha protegido y compensado con su política económica y su esquema de subsidios, y que son los que financian su superávit fiscal y su campaña presidencial, merezcan esa denominación. Este Gobierno dista de poder arrogarse el monopolio de la virtud moral, salvo que se considere que el éxito presente de algunas de sus políticas lava los pecados de las que la mayoría de sus miembros implementó en el pasado. Estas falsificaciones pueden formar parte de discursos políticos que tengan como estrategia reescribir la historia, pero no cabe confundirlas con la historia. Al condonar estas falsificaciones, los autores hacen un flaco favor al Gobierno que apoyan: le dan argumentos para insistir en visiones del mundo y cursos de acción que justifican la violencia como forma de acción política, la persecución a las ideas opositoras y la identificación del punto de vista del Gobierno con el interés general de la nación. Y con esto le hacen, también, un flaco favor a la democracia argentina.

* Novaro y Palermo son sociólogos (UBA-Conicet), Bonvecchi es politólogo (UTDT).

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