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El cuento por su autor

Este cuento como otros que integran el libro El Cielo y el Infierno, publicado en el 2003, surgió a partir de mi experiencia corta pero intensa por lo dolorosa en un juzgado penal en 1977 y 78. Los personajes, la atmósfera, los diálogos y la trama están tomados de lo que viví en esos años.

Yo estudiaba abogacía y pensaba que me gustaba el derecho penal, pero pronto me di cuenta de que lo que me interesaba eran las historias para transformarlas en literatura, sobre todo como valor testimonial.

En la época en que transcurre el cuento me aparté bastante de los estudios, ya que las cátedras de derecho político, economía y constitucional cambiaron la diversidad ideológica por una uniformidad fascista disfrazada de liberal. No sólo me quedé sin facultad sino que también cerraron la escuela de cine donde yo había empezado a estudiar para matizar un tanto la formalidad del derecho. Para no quedarme aún más aislado decidí continuar en tribunales, yo cosía expedientes y atendía a los abogados en las mesas de entradas. Corría 1978, sabía que el Mundial era una cortina de humo, una gran mascarada que escondía los crímenes de la dictadura, pero me aferré a los goles de Kempes, como un grito de auxilio doloroso e inútil.

Una tarde, el juez convocó a los empleados y a las dos ordenanzas para decirnos que una rata había salido de las enormes pilas de expedientes, entre ellos cientos de hábeas corpus donde se pedía por los desaparecidos. Urgente llamó a la Corte para que el día sábado vinieran los encargados de la desratización.

Me tocó estar ese sábado, con el auxiliar, un joven que sólo hablaba de rugby y de las chicas monas que iban a los partidos en San Isidro y también con el secretario, un personaje oscuro, violento, con aspiraciones de actor, que elogiaba a la dictadura y como la mayoría en 1978 se la pasaba hablando del Mundial. Proclamaba que el mundo debía saber que la Argentina era una tierra de paz donde se había exterminado a los “subversivos”.

Ese sábado el juez llegó más tarde, se definía como nacionalista y no le disgustó en su momento el peronismo de derecha. Eso le costó que no lo nombraran juez federal y que otros amigos de su rango a modo de chiste le obsequiaran una foto de Isabelita con Perón, con la sigla, “la yegua hija de puta, igual o peor que la Eva y el mayor hijo de puta que nos trajo a la subversión”.

El juez se instaló en su despacho y en todo momento temió que lo afectaran las sustancias que inoculaban los empleados con sus tanques y mangueras. Así ocurrió, según el ordenanza se habían excedido en la aplicación del veneno.

Poco a poco la situación se hizo insostenible, el juez, cuyo padrino era un almirante de la dictadura, comenzó a arengarnos leyéndonos la revista ultranacionalista Cabildo, incluso unos párrafos que decían que el Holocausto era una invención de los judíos. Al poco tiempo renuncié a mi puesto de meritorio.

Muchos años después estos episodios y otros vividos en tribunales me sirvieron de disparadores para cuentos y una novela que está inédita. Es el caso de “La de-sinfección”, que tiene por protagonista a un juez que como tantos de la dictadura siguieron durante la democracia. El texto, como otros que escribí, tiene la pretensión, tal vez vanidosa, de testimoniar una época nefasta con el objetivo de mantener viva la memoria, sin la cual no se puede construir un presente digno.

Hoy, 22 de diciembre de 2010, cuando escribo estas líneas, se han dictado dieciocho sentencias a represores condenándolos por crímenes de lesa humanidad, entre ellos a Videla y Menéndez, quienes recibieron perpetua y cárcel común. Es un día histórico, tal vez inimaginable para los personajes reales de mi cuento, esos empleados de los milicos que al rechazar los hábeas corpus avalaban el genocidio.

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