VERANO12 › RODOLFO RABANAL

Las Medias de Astrid

Para Astrid.K

En la primera época de su residencia en la aldea, todo el mundo convino en que Astrid había sido seducida por la pampa, arrebato espiritual no infrecuente entre nórdicos imaginativos y, al mismo tiempo, un lugar común casi turístico y vagamente romántico que los mismos nórdicos se sienten, a veces, obligados a cultivar. Astrid, una atractiva rubia de unos cuarenta años sumamente juveniles, alternaba los gastados jeans universales con unas bombachas criollas ajustadas a la cintura mediante rastras de plata, calzaba alpargatas negras con suela de soga y se adornaba con un chaleco “estanciero” color habano, de bordes dorados. Su figura elegante y un tanto pintoresca gracias a su atuendo, la volvía entonces inconfundible.

Cuando llegó a la zona vino en compañía de un marido banquero, alemán como ella, que le puso una casa en la playa y volvió a partir. Las malas lenguas comentaron que el hombre le extendió a su mujer un cheque en blanco y partió en silencio. El marido había llegado en busca de clientes para su banco en Suiza pero lo cierto es que no encontró tantos candidatos como había supuesto.

Lo que hizo entonces el banquero fue comprar la casa junto al mar y huir de inmediato, como si los dos hubiesen pactado vivir a distancia.

Una vez instalada, Astrid empezó a cabalgar, a jugar al tenis y a echar las cartas entre las damas ociosas de la comarca. Y esto último cimentó las bases de su reputación. Rápidamente se habituó al asado a la brasa y recibía en su casa cada vez que venían amigos de afuera. Al poco tiempo era ya un personaje distinguido en este sitio que sólo vibra dos meses en verano y después se apagaba alegremente el resto del año.

Una noche de marzo nos invitó a una pequeña reunión. Había un reducido grupo de gente desconocida y media docena de vecinos. La noche olía a jazmines y a césped recién cortado y removido; el asado se hacía despacio en el patio de atrás, protegido por una pared contra la brisa del mar. En el salón se escuchaban temas de otros tiempos: “Fly me to the moon” y “You make me feel so young”, entre otros, entonces supe que Astrid era extravagante y adoraba la nostalgia.

Más tarde, esa misma noche, supe también –y supimos todos– que su extravagancia no se limitaba a los temas bailables de otra época. Todo empezó porque un angloargentino que tiene tierras muy cerca del pueblo dijo que la vida rural enciende en las personas de la ciudad un tipo de fantasías que ellos mismos se rehúsan a admitir. Es como un embrujo, dijo el hombre, y Astrid quiso saber a qué tipo de fantasías se estaba refiriendo. El hombre juntó los labios y puso cara de pensativo, al cabo: “Las relaciones amorosas, por llamarlas de algún modo, son impares, rudimentarias y variadas... Pero muy fuertes”.

A Astrid le pareció interesante y rápidamente, entre risas, todos se pusieron a citar casos probablemente inventados, pero no inverosímiles. Luego, alguien dijo que las relaciones amorosas son siempre mayormente impares y que, por otro lado, no había manera de juzgarlas ya que la intimidad de las parejas es, invariablemente, una verdadera sorpresa.

Cuando sirvieron el asado –en pequeños trozos bien cocidos– Astrid, seguramente alentada por el vino que ella misma estaba tomando y que todos, en realidad, no dejábamos de tomar, contó una historia de su pasado llena de inesperadas precisiones.

La historia empieza siendo ella una muchacha de veinte años a punto de casarse y arranca una tarde calurosa de primavera en Hamburgo cuando regresaba a su casa después de abandonar el gimnasio donde jugaba al tenis tres veces por semana. Vestida de blanco, con una falda muy corta y un simple impermeable echado a los hombros, Astrid tomó el tren suburbano en las afueras de la ciudad y se instaló cómodamente en una butaca para cuatro personas. Con las piernas cruzadas y los ojos puestos en la ventanilla, se olvidó del gentío que la rodeaba y se abstrajo recomponiendo el impacto de sus saques, a los que consideraba todavía algo endebles y poco certeros; dominaba la raqueta pero le pesaba el golpe de altura y su impulso, en ese caso, se asemejaba más al de detener la pelota que al de lanzarla contra el campo adversario. Sus defensas eran mejores que sus ataques, y era eso lo que debía corregir.

Subsanaba mentalmente el defecto cuando, en la segunda estación, un hombre se sentó frente a ella sin que ella, por su lado, lo advirtiera mucho más de lo que se advierte una sombra en movimiento. El, en cambio, no vio otra cosa que las largas piernas desnudas y apenas bronceadas, los jóvenes muslos, la delicada curva de las pantorrillas y aquellos pies, enfundados en unas medias cortas de algodón blanco que no alcanzaban a cubrirle los tobillos porque, flojas en los bordes superiores, cedían hacia los flancos altos de las zapatillas, igualmente deportivas y blancas como el resto del atuendo. La piel rubia de Astrid, tenuemente encendida de sol, mostraba una delicada película de transpiración que la humedecía con un fino fulgor de seda.

Cualquiera hubiera dicho que aquel hombre reflexionaba mirando hacia el suelo como quien no tiene nada más interesante que hacer u observar y se abisma en sí mismo con la cabeza gacha. Según pudo recordar Astrid, era un hombre de unos cuarenta años, vestido de manera corriente y de acuerdo con su aspecto general, un aspecto nada extravagante sino más bien todo lo contrario: anodino y correcto. Tanto es así que, aun en el caso de que alguien lo hubiera sorprendido mirando las piernas de Astrid, no habría sospechado en esa actitud nada desconcertante o suspicaz: después de todo, también esas miradas forman parte del orden corriente de las cosas.

Salvo que, si alguien hubiera prestado mayor atención, habría advertido que el hombre sólo miraba aquellas piernas, recorriéndolas con sus ojos una y otra vez sin que el objeto de su atención fuera desplazado por ningún otro en ningún momento. Pero nadie se tomaba ese trabajo, de modo que nadie se dio cuenta de que el hombre, sin cambiar su posición ni modificar su actitud, se dirigió de pronto a la chica en los siguientes términos:

–No deseo molestarla, pero necesito hacerle una propuesta.

Al principio, Astrid no creyó que le hablaran a ella. Su mente visualizaba la red divisoria y escuchaba con atención el rítmico golpe de las raquetas en una jugada idealmente sostenida donde era ella quien llevaba la delantera. De modo que sonrió para sí como quien oye algo que no le incumbe. Entonces el hombre insistió mirándola a los ojos y ella lo vio realmente por primera vez sin que tuviera el tiempo suficiente para que la sonrisa –sonrisa íntima, pero al mismo tiempo automática, resultado, sin duda, de un perfecto mecanismo basado en la cortesía y en el arte asimilado de agradar– se le desdibujara de los labios. El hombre tenía un rostro de rasgos regulares y una expresión clara en los ojos y le hablaba correctamente. Pero lo que dijo a continuación no parecía tener nada que ver con esa cara:

–Le ofrezco un billete de cien marcos a cambio de esas medias que lleva puestas.

Astrid se sintió tan sorprendida que frunció el ceño como quien hace un esfuerzo para comprender de qué le hablan. Pensó que se trataba de un malentendido y luego, de inmediato, prefirió suponer que era una broma absurda y atrevida y también un galanteo bastante fuera de lo común. Pero este pensamiento atravesó su mente a una velocidad tal que no le permitió sentar una estrategia y desviar la dirección de la propuesta con un gesto o una palabra cuya suficiencia desmantelara la seguridad del hombre. Tan fugaz fue el pensamiento, que en ella prevaleció la actitud primera, la actitud abierta y cortés de su naturaleza, habituada a respuestas limpias y frontales, aunque normalmente amables y discretas. Fue así que se descubrió a sí misma aceptando el trato como quien consiente un juego que no había imaginado nunca, o como quien se pliega a la comisión de un acto insignificante y sin consecuencias. Y entonces se oyó decir a sí misma:

–Muéstreme los cien marcos y le doy las medias.

Y mientras decía lo que acababa de decir, otra voz, la voz más honda y no fácilmente traducible de su conciencia vigilante le reprochaba el escándalo de la transacción, la extravagancia del trato, la ostensible impudicia de aceptar esa descarada proposición. Proposición inocultablemente sórdida y mezquina, lo cual tornaba a la propuesta menos indecente que enfermiza. Sin embargo, una vez más, la luminosa celeridad del reproche había quedado reducida a sombras bajo el vértigo de la acción en que de pronto se veía envuelta. Casi hundida en un perfecto vacío emocional y atrapada en un instante de veleidad sin razón ni propósito, se vio a sí misma interpretando un papel espontáneo en un episodio sin argumento para el que jamás se había preparado anteriormente.

De manera que al mismo tiempo que ella completaba su frase cerrando el trato, el hombre hacía aparecer de uno de los bolsillos interiores del saco un flamante billete de cien marcos. Astrid –casi como para emular esa urgencia delictiva– se quitó rápidamente las zapatillas y aún más rápidamente las medias, y las entregó al hombre quien, de manera impalpable, las escondió en el interior de su saco. Y ella tomó el billete y lo hundió en uno de los bolsillos del impermeable. Toda la operación no había durado ni quince segundos.

Cuando se atrevió a levantar la vista, el desconocido ya no estaba allí. Sus pies lucían desnudos y la gente, sin disimulo alguno, la miraba ahora con un interés molesto y un tanto lúbrico. Se volvió a calzar sintiéndose vejada y escapó del coche en la primera estación donde el tren se detuvo.

Ya en su casa, ni siquiera se atrevió a tocar el billete. En lo hondo de su corazón deseaba olvidarlo, o quemarlo, quemando así el extraño episodio. En algún momento de esa misma noche tuvo la intención de contarle la historia a su amiga más íntima, porque intuía que no tendría sentido hablar de cualquier otra cosa antes de aclarar esa situación que consideraba anormal.

No obstante ¿cómo contarla? ¿Habría que adoptar un tono ligero, como si aquel encuentro (¿encuentro?) careciera de toda importancia? Y si así fuera, ¿entonces por qué no contarlo? Tampoco deseaba que su novio se enterara. Le sonaría absurdo y disparatado, además de indigno.

Se fue a la cama y procuró dormir, pero volvió a construir el momento en el tren, tratando de ensayar las distintas respuestas que hubiera debido dar al hombre, todas exitosas y concluyentes aunque, por cierto, totalmente inútiles porque esas respuestas ya no podrían alterar el pasado.

Antes de dormirse imaginó que le preguntaba al desconocido para qué deseaba sus medias, aunque ella sabía muy bien para qué. Imaginó que buscaba al hombre y lo descubría jugando con aquellas medias, e imaginó –sin poder controlar cuanto imaginaba– que ella se plegaba al juego y que el hombre, después de ofrecerle nuevos billetes de cien marcos cada uno, la dejaba desnuda y la poseía de forma progresiva y minuciosa, de una manera hasta aquel momento inconcebible para ella.

–Ahora –dijo Astrid para todos nosotros, que guardábamos silencio–, debo confesarles que es la primera vez que hablo de esto.

Tal vez la noche de verano, el alcohol y los temas musicales de otros tiempos o quizás el hecho de estar tan lejos de Hamburgo, en un pequeño lugar marítimo y semirrural de Sudamérica la alentaba a hablarnos de aquel modo. De todas maneras siguió hablando y la historia transcurrió de esta manera:

En los días que siguieron volvió a tomar el mismo tren a la misma hora y ocupó el mismo coche que había ocupado aquella tarde, esperando que el desconocido apareciera una vez más. Ahora sentía claramente que alguien –el fantasma de un hombre– había obtenido su cuerpo y esta conjetura la perturbaba y la avergonzaba sin que la vergüenza pudiese en ningún momento sobrepujar a la perturbación excitante que la encendía.

La espera fue inútil porque el desconocido no volvió a presentarse y si lo hubiera hecho tampoco ella lo habría reconocido. Su litigio la enfrentaba a una figuración viciosa que era toda su ilusión, y a un secreto vergonzante y solapado que debía guardar celosamente: el deseo irrefrenable –debió admitir sin poder contener el llanto– de entregarse a desconocidos que le pagaran por un instante fugaz. Pero este sentimiento, enjuiciable tal cual ella lo consideraba, pertenecía ahora a su naturaleza, le había sido revelado en la ordinaria rutina de la tarde de un perverso y llevaba consigo la fuerte atracción que produce todo lo desconocido. La curiosidad la devoraba.

–Yo quería saber –confesó Astrid– qué se siente al vender el propio cuerpo, mi curiosidad me empujaba, como dije antes y, si vamos al caso, todavía hoy me empuja.

Estuve a punto de preguntarle algo que me pareció demasiado íntimo y brusco y entonces me contuve y permanecí callado. Pero, curiosamente, ella interpretó mi silencio o, mejor dicho, la pregunta que mi silencio velaba: “Te puedo decir –comentó sin mirarme– que he conocido momentos extraordinarios”. Entonces quise saber si se sentía feliz, o si esos momentos la hacían feliz. Movió la cabeza manifestando duda y, al fin, murmuró: “Lo poco que sé es que un accidente de quince segundos puede ser suficiente para definir un destino. En cuanto a lo otro, no se trata exactamente de felicidad, se trata de algo más simple, creo. Es el placer, y nada más”.

En medio de un nerviosismo inocultable, sobrevino entonces una discusión trivial sobre los aspectos diversos de la sexualidad en las mujeres y en los hombres, se habló de la influencia del medio en el comportamiento erótico de las personas y hubo mujeres que se atrevieron a competir con Astrid exaltando un presunto aspecto “mercantil” del erotismo femenino. Poco después, mientras volvía a sonar “Fly me to the moon” y empezábamos a irnos, Astrid nos dijo que había sido una noche espléndida pero creo que cada uno de nosotros sintió que se burlaba un poco amargamente de todos y también de ella misma.

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