VERANO12 › CLAUDIA PIÑEIRO

Bendito aire de Buenos Aires

Podría no haber llamado. Podría haber continuado todo el día con sus rutinas habituales, lo de siempre, trabajo, obligaciones domésticas, trámites varios. Hacía más de una semana que en la tintorería estaba listo el único traje que le quedaba bien a su marido después de haber bajado tanto de peso. Ella le había insistido que tenía que ponerse a dieta. Y él, más que nada por darle el gusto, se puso firme y bajó diez kilos que no le lucieron, pero dejaron fuera de uso todos los trajes menos el que había usado para su casamiento. Era mediados de noviembre, así que sus hijos, con el poco entusiasmo por el estudio que les quedaba, definían en esos días si se llevaban materias o no, algo que influiría directamente sobre las vacaciones familiares planificadas en Brasil. Ella estaba harta de la playa, pero a qué otro lugar podía ir con Jorge y los chicos. En la editorial, al trabajo habitual se le sumaba la visita de Pedro Landó, un escritor español que por razones literarias y de las otras no estaba entre sus preferidos. Sí estaba entre los preferidos de sus jefes, más aún, era el preferido dentro de los preferidos: el sesenta por ciento de la facturación anual de la editorial en todo el mundo se debía a lo producido por la venta de sus libros históricos, siempre adornados con una trama secundaria erótica y con alguna intriga policial menor, pero suficiente como para garantizarle un lugar en los principales festivales de novela negra del circuito europeo.

No había motivo aparente, sin embargo a ella, ese preciso día, se le ocurrió llamar a Vanina. Fue un rato después de dejar a los chicos en el colegio, mientras tomaba un café y leía el diario en el bar donde solía hacerlo todas las mañana antes de entrar a la editorial. Llamó, con la naturalidad de quien se acuerda de una amiga que hace tiempo no ve y la llama, sin un objetivo claro, para ver cómo está, qué es de su vida, nada importante más allá de la ceremonia del contacto que hace que una amistad perdure en el tiempo. Si hoy quisiera recordar por qué ese día Vanina Sarásuri se le cruzó por la cabeza, no podría. Le apareció su cara, o su nombre, el recuerdo de algunos viajes compartidos a festivales literarios, el libro que le había prestado y que ella aún no le devolvió. Vanina no publicaba en la editorial donde ella trabajaba, así que tampoco esa aparición tenía vínculo laboral de ningún tipo. Pero ante lo imprevisible e inevitable de esa imagen que irrumpió, se dijo, ¿cuánto hace que no hablo con Vanina?, ¿un mes?, ¿dos meses? Y con el último resto del café en la boca se puso a hacer cálculos en el aire. Cinco meses, porque la última vez que se vieron fue en el Festival de la Palabra de Bogotá. Sí, ahí. Ella no sabía que su amiga estaba invitada. Debería haberlo sospechado: aunque Vanina no tenía muchos lectores, ni la crítica especializada se había ocupado de ella sino como una integrante más de su generación, ese año fue la escritora más solicitada, la figurita difícil después de que Cándido Garibaldi, eterno candidato mexicano al Premio Nobel de Literatura, dijera que era la mejor escritora viva de habla hispana. Ella, en cambio, había ido porque se presentaba una antología poética que su editorial había publicado poco tiempo antes y que por el momento no había logrado una reseña en ningún suplemento cultural. Y sus jefes tenían la esperanza de que la participación en el festival bogotano, uno de los de moda en el circuito, le daría al libro alguna presencia en el mundillo literario que les permitiría, aunque sea, cubrir los gastos de edición. A Vanina la encontró la primera noche, en una cena de honor para todos los participantes del festival. Le habían asignado una mesa mucho más importante que la suya. “La mesa de los figurones, un aburrimiento supino”, le había dicho su amiga cuando se pasó a su lado, sin que ella se lo pidiera, en una mesa mucho más apartada del centro de la escena, arrastrando, Vanina misma, una silla, el plato y los cubiertos. Esa noche se quedaron charlando y tomando vino hasta tarde en el patio del hotel de Vanina, y luego ella la acompañó a su habitación y la metió en la cama, cuando su amiga tomaba de más no podía consigo misma. Le sacó los zapatos, la tapó con una sábana, le acomodó el pelo sobre la almohada, y se fue a su hotel.

Pero eso fue, entonces, cinco meses atrás y ese día, sin más explicación que el azar o la desgracia, antes de entrar a la editorial, marcó su número y esperó con una sonrisa, anticipando el “hola, ¿cómo estás?” con que Vanina respondería a su llamado. Dejó sonar varias veces, pero no atendió. Ella no dejó mensaje. Seguramente cuando Vanina viera la llamada perdida le contestaría. Pagó el café y subió a su oficina. Sacó algunos temas pendientes, contestó mails atrasados, logró cerrar un presupuesto que se excedía de lo previsto en varios rubros, terminó de resolver la campaña de un libro de investigación periodística que a ella le parecía un bodrio. Estaba apurada porque después de almorzar tenía que pasar a buscar a Landó por el hotel y llevarlo a un programa de televisión. Cerca de las doce volvió a llamar a Vanina, el teléfono sonó varias veces, dejó mensaje: “Hola, linda, cuánto tiempo hace que no sé de vos, llamame”. Reflexionó un rato acerca de por qué esperaba con tanta ansiedad que le devolviera el llamado si no había entre ellas ningún tema urgente, si hasta hacía unas horas ni siquiera se le había cruzado por la cabeza Vanina Sarásuri. Pero no encontró motivo, sino la evidencia de que lo que importaba ya no era el llamado sino la falta de respuesta. A la una llamó otra vez. No dejó mensaje de voz, pero cuando cortó le mandó uno de texto. A lo mejor Vanina era de las que nunca revisaban su buzón de voz, pensó. En realidad no lo sabía, hasta ahora cada vez que la había llamado su amiga la había atendido. Pero para asegurarse, no le pareció de más mandar también un texto.

Landó la esperaba en el lobby, estaba tenso, se quejó de que nadie le había mandado “lo que él había pedido”. Y aunque a ella no le había pedido nada, supuso que se trataba de merca o de mujeres, las dos debilidades de Landó. Le envió un mensaje de texto a su jefe: “Landó se queja de que no le mandaron lo que pidió”. Revisó de paso si no había respuesta de Vanina, a lo mejor había entrado su mensaje y ella no había escuchado, concentrada en Landó y sus quejas. Pero no. Llegaron al canal con el tiempo necesario como para que Landó se maquillara. En el set no había señal. La entrevista se demoró, pero a ella le pareció imprudente dejarlo solo. Ni bien salieron revisó otra vez los mensajes. Había uno de su jefe: “Decile a Landó que esta noche, cuando lo pase a buscar para ir a cenar, le llevo lo que encargó”. Merca entonces, pensó, no lo veía a su jefe bajando del auto con mujeres para su escritor estrella, y menos que fueran todos a cenar juntos.

La agenda de Landó estaba cargada: una entrevista telefónica con una radio y dos entrevistas para suplementos culturales en el bar de una librería. De la agenda cargada él no se quejaba, más bien todo lo contrario, “A eso vine, a que se vendan mis libros”. La entrevista para la radio la hicieron desde su teléfono y ya subidos al taxi. Ni bien cortó ella chequeó los mensajes. Ninguno nuevo. Se preguntó si Vanina podía estar enojada por algo. Empezó a barajar distintas hipótesis. ¿Podía haber dicho algo que le hubiera molestado? ¿Cuándo? ¿En qué circunstancia? No, imposible, ella jamás habló ni hablaría mal de Vanina, no tenía motivos. Landó bajó la ventanilla y se puso a respirar “el bendito aire de Buenos Aires”. Al escritor le gustaba el juego de palabras: aire, Buenos Aires. Ella le sonrió; era una suerte que ese hombre fuera de poco hablar, al menos con ella. Tal vez trascendió el romance clandestino que Vanina mantenía con el director de otra editorial, casado él, y haya pensado que fue ella quien cometió la infidencia. No, lo descartó también, si hubiera trascendido ese romance a ella le habría llegado el chisme, el mundo literario en el que se movían era pequeño y ávido de noticias.

En eso pensaba, en la pequeñez y la avidez del mundo literario al que pertenecían, cuando llegaron a la librería para las entrevistas. Landó se bajó y entró delante de ella, la espalda erguida como si estuviera montado sobre un caballo, mirando a un lado y otro para ver si era reconocido. Por suerte la librería había puesto sus libros en lugar destacado y una gigantografia con su foto en medio del pasillo principal, así que rápidamente se la acercaron algunas mujeres a pedirle que le firmara lo que sea: libro, servilleta, el ticket del estacionamiento. La cita con los periodistas era en el bar, al fondo del salón. Pero ella bien sabía que en ese lugar no había buena señal. Así que sentó a Landó frente al periodista y se excusó: “Me voy así los dejo charlar tranquilos”. No había mensaje, casi un día entero sin respuesta no era un código habitual entre ellas. Tampoco era que se comunicaran tanto, pero cuando lo hacían, cuando alguna llamaba, la otra respondía casi inmediatamente. Debe estar fuera del país –pensó en algún momento como una iluminación– presentando su nueva novela apañada por los dichos de Garibaldi. Llamó a una colega en la editorial que publicaba a Vanina. No sabía con qué excusa, pero en cuanto la atendió le habló como si supiera: si ellos iban a participar de la Feria de Santiago de Chile, si llevaban stand propio, si ella viajaba, que sería bueno coincidir en el mismo hotel. “Vanina seguro irá a presentar su novela, ¿no? De hecho debe andar como loca presentándola por todas partes”, logró meter entre tanto comentario inútil. “No, este año no quiere viajar más, dice que de Buenos Aires no se mueve por los próximos seis meses.” “Ah, yo la suponía en alguna otra parte.” “No, y mirá que invitaciones no le faltan. Que disfrute estar un poco tranquila que con el espaldarazo de Garibaldi ahora su libro se vende solo.” “Me imagino.” “Nos vemos en Santiago.” “Sí”, dijo ella, aunque no tenía idea ni siquiera si su editorial iría ese año a la feria.

Vanina no estaba fuera del país, estaba tranquila porque a su libro le iba fantástico, la vida le sonreía. Ahora que Garibaldi le hizo crecer las tetas, la escritorita no contesta, ¿pero por qué mierda?, se preguntó en el momento en que el periodista que seguía en la agenda se acercaba y le daba un beso. “¿Ya está desocupado?” “¿Quién?” “Landó”, dijo y se sonrió. “A esta altura del año estamos todos quemados, ¿no?” “Ah, sí, sí, bah, creo, estaba con otra entrevista, te acompaño.” Cuando llegaron al bar, el periodista anterior había desaparecido y Landó se sacaba fotos abrazado a dos mujeres que ardían de admiración. ¡Landó!, pensó ella. Vanina despreciaba a Landó, consideraba que su literatura no merecía el éxito que tenía, se lo había dicho varias veces antes de que apareciera Garibaldi: “Yo no vendo un libro y mirá este pelotudo”. Sospechó que tal vez su amiga estaba molesta porque ella lo acompañaba a todas partes. Pero promocionar a Landó era su trabajo, Vanina no podía reprocharle eso, no era de ese estilo de mujer. Llamó otra vez, dejó sonar todas las veces posibles hasta que saltó el contestador, no dejó mensaje. ¿Y si fuera al revés?, pensó, ¿y si Vanina, a pesar del desprecio quería que ella le presentara a Landó que tenía tan buenos contactos en Europa? Al día siguiente había un almuerzo con unos pocos escritores, casi todos de la editorial, a lo mejor Vanina se enteró y se ofendió porque no fue invitada. Agarró el teléfono en el momento en que entraba la llamada de uno de sus hijos, la canceló sin atender y marcó el número de su amiga, esperó a que saliera el contestador: “Hola, Vani, ¿cómo estás, linda? Mañana hay en la editorial un almuerzo con Landó, sé que no es de tus colegas más admirados, pero a lo mejor te divierte conocerlo, ¿querés venir? A mí me encantaría que vinieras. Llamame. Te quiero, amiga”. Un mensaje demasiado largo, pensó, pero no podía dejar margen para otro equívoco.

Cuando Landó terminó la última entrevista lo acompañó al hotel y luego se fue a su casa, otra vez sin el traje. Los chicos miraban televisión. Lautaro finalmente no se llevaba materias, pero Gastón se llevaba cinco. “Ah, qué bueno”, respondió, y Gastón se la quedó mirando. “Cinco, mamá, son un montón, y dos a febrero”, repitió su hijo. “Dos a febrero, mamá”, reforzó Lautaro enojado y entonces ella reaccionó y empezó a los gritos: “¿Cómo que cinco, cómo que dos a febrero?”. “Te lo acabo de decir”, respondió Gastón. “¿Te das cuenta de que con eso arruina nuestras vacaciones, mamá?”, dijo Lautaro y se pusieron a discutir con su hermano. Ella ya nos los podía escuchar. Se fue, subió las escaleras, dio un portazo y se encerró en el cuarto. Revisó los mensajes, nada. Le mandó un mensaje: “Perdoname que insista, linda, pero tengo que confirmar los lugares en el almuerzo de mañana, ¿te cuento?”. Ni bien terminó de escribirlo se obligó a apagar el teléfono, no quería seguir pendiente de Vanina. Se dio una ducha y luego bajó a preparar la comida. La cena fue difícil, su marido trató de poner paños fríos sobre el asunto de las vacaciones: “Nos podemos tomar unos días en marzo después de que Gastón apruebe todas las materias”. “¿Y yo por qué me tengo que ir de vacaciones en marzo si no me llevé ninguna?”, se quejó Lautaro. “No seas garca”, le dijo Gastón. “Garca sos vos que nos cagaste las vacaciones.” “Basta, por favor”, pidió Jorge. “¿Vos qué pensás?”, le preguntó a ella. “¿De qué?” “De las vacaciones.” “Ah, lo que vos decidas está bien”, dijo. Lautaro y Gastón se tocaron por debajo de la mesa limando asperezas ante la sorpresa que les provocaba la actitud de su madre. Jorge se la quedó mirando. “Me voy a acostar, me duele la cabeza”, se excusó ella y se fue al cuarto. Encendió el teléfono, nada. Tomó algo para dormir y durmió.

Al día siguiente pasó a buscar a Landó por el hotel para llevarlo a la editorial. Se lo veía rozagante. Debía haber pasado una buena noche. Dudó de si llamar otra vez a Vanina. Le escribió un mail, tal vez fuera tan solo que no le andaba el teléfono, o que había cambiado la línea. Escribió más o menos lo mismo que ya había dicho: “Hola, amiga”, etcétera, etcétera, y la invitó al almuerzo. También antes de firmar dijo otra vez “te quiero”. Y envió. Al llegar a la editorial le pidió a su asistente que chequeara con los invitados si vendrían, e incluyó a Vanina en la lista. Esperó lo que pudo. Llamó a la asistente para verificar si había confirmado las invitaciones. Le faltaba contactar a un par de escritores. “¿Vienen todos?” “Sí, menos Ricardo Anua y Vanina Sarásuri.” “Ah, Vanina no.” “Dijo que ayer recibió los mensajes, pero que tenía otro compromiso.” “Recibió los mensajes”, repitió ella. Los recibió pero no le contestó. La llamó otra vez. Sin respuesta. No encontraba explicaciones. Hubiera preferido no tener que comer con Landó y sus invitados, pero no había excusa posible. En medio del almuerzo, alguno de ellos mencionó a Vanina y ella se puso alerta. Dijo que la había visto hacía unos días, que estaba espléndida. Landó escuchaba, pero era evidente que no sabía de quién hablaban ni le importaba. Ella miró el teléfono. Aunque sea, Vanina debería haberle contestado el llamado por educación, por cortesía. Los varios llamados. Pensó en escribirle y decírselo, en mandarle un mail correcto, educado, sobrio, pero donde no quedara duda de que se estaba comportando como una reverenda hija de puta. ¿Qué le había hecho ella para que la tratara así? Pero no lo hizo. “Esta tarde participa de una mesa con Obligo y Marcus, en el Malba”, agregó el que hablaba de Vanina. El horario de la mesa coincidía con la de Landó. Le pidió a su jefe un reemplazo, él la miró con asombro, no podía haber nada más importante para ella que la presentación de Landó. “¿Algo grave?”, le preguntó. “No, grave no.” “Entonces olvídalo.”

Fue a la presentación, se ocupó de que empezara puntual aunque por usos y costumbres ningún evento literario empezaba en Buenos Aires sino con media hora de retraso. La sala estaba semivacía y eso puso a Landó de muy mal humor, pero a medida que corría esa media hora los lugares se fueron completando, hasta que quedó gente de pie. “Vengan, avancen”, decía Landó ahora orgulloso y los invitaba a que se sentaran en el pasillo. Quince minutos antes de que la presentación terminara, ella le dijo a su asistente que se tenía que ausentar por un rato, que se ocupara de la firma de libros, y que si todo estaba bien la encontraba en la cena. “¿Algo grave?”, preguntó la asistente, y esta vez dijo que sí, no quería que le pasara lo mismo que con su jefe, “pero creo que lo resuelvo rápido y vuelvo”.

Paró un taxi y le dijo que fuera al Malba, ella le indicó qué camino tomar. Cuando llegó la charla estaba terminando. Se sentó en la última fila. Vanina brillaba en medio de los otros dos oradores, radiante como siempre o más. Ella en cambio se sentía una piltrafa. Sacó un rouge de su cartera y se retocó los labios, se acomodó el pelo con las manos abriéndolo para que no pareciera tan aplastado. Menos de cinco minutos después el presentador dio por finalizada la charla, los oradores dijeron muchas gracias, saludaron y la gente aplaudió. Ella no se movió de su asiento. Vanina fue avanzando hacia la salida en medio de gente que le acercaba su libro para que lo firmara. Cuando pasó a su lado la vio, le sonrió sorprendida, “Hola”, dijo, “¿cómo estás?”, y se inclinó para besarla. Su corazón se detuvo un instante y luego empezó a latir con más aceleración. No está enojada entonces, pensó y sintió alivio, pero no atinó a decir nada. Vanina fue la que dijo “Nos vemos”, y se dio vuelta a saludar a alguien que le tiraba de la manga. No mencionó los mensajes, ella tampoco. No dijo algo concreto, por ejemplo “te llamo la semana que viene y comemos”, ni “hola, linda, te quiero”, dijo sólo “nos vemos”. Pero a ella le alcanzó, si Vanina la saludó y le dio un beso, entonces todo estaba bien.

Miró la hora, qué pena, ya no tenía tiempo de pasar a buscar el traje de Jorge. Salió del Malba y paró un taxi. Mientras viajaba por Libertador para sumarse a la cena de Landó, bajó la ventanilla y respiró el aire de Buenos Aires como lo había visto hacer a él. Tal vez tenía razón y ese aire era distinto. El bendito aire de Buenos Aires. Quién sabe, uno no sabe tantas cosas. Sólo unas pocas. Si Vanina no la llamaba en una o dos semanas, la llamaría ella. O le mandaría un mensaje.

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Imagen: Jorge Larrosa
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