VERANO12

La Cuisson

 Por Juan Pablo Bertazza

Luego de calcular la hora dirigiendo una mirada al cielo, Aguilera se dejó caer sobre los leños que acababa de reunir para dormir una siesta. El mastín francés seguía dando vueltas sobre su eje, casi franco, sin desatender del todo alguna pista sumergida entre los juncos.

Minutos antes de dormirse, Aguilera se había mirado en el espejo del agua, atraído por la abulia de ese lago de donde volvería a tomar, al día siguiente, otro ejemplar de su género más grandioso: la trucha. Siempre preparada con puerro recién cortado y crema de almendras. Pero para eso faltaban más de veinticuatro horas, dos anodinos platos y quizás otra inspección infructuosa a las profundidades del cuerpo de Elba.

Dos ráfagas de viento sacudieron la quietud del lugar y el descanso de Aguilera que, con desmaña, se incorporó consciente del descenso de temperatura. Decidió prender una pequeña fogata bajo la sombra nasal de los pinos. Desde ahí ya no se divisaba el lago pero sí la cima nevada del último cordón montañoso. Sacó los fósforos, juntó las ramas y, luego de un solo intento, el fuego se prosternó ante sus manos.

Las partículas se dispersaban a lo lejos y hacían bucear al mastín por las cicatrices de la tierra húmeda. Aguilera estornudó entrañable: cerraba y abría las palmas de su mano tan a menudo como daba apertura y clausura a sus fosas nasales. Movidos casi por inercia, sus dedos invaden la intimidad de los arbustos y se complacen al exhumar profundas raíces hasta que saca una pequeña flor de margarita. Aguilera la guarda.

A pesar de la lluvia, el frío aun no se había vuelto insoportable, como si la tormenta estuviese aguardando que Aguilera terminara de reincorporarse. El mastín encontró algo y empezó a cavar raudamente: dos patas, hocico, cuatro patas, orejas; el pozo era cada vez más hondo y el mastín casi sonreía. Aguilera se levantó despacio, y con un poco de la arena húmeda que su perro había excavado, apagó la fogata. Aguilera ni tuvo que llamarlo y el perro ya iba adelante, con expresión alegre y movimientos sombríos.

Volvían a casa para el almuerzo.

A pesar de conocer muy bien el camino, luego de remontar los cuatrocientos metros del sendero, Aguilera se resbaló con una superficie rugosa. Los rayos de sol se organizaban para interrumpir las penumbras alrededor de los alerces. Se detuvieron frente al portón cobrizo y entornado, justo cuando los bordes blancuzcos del cortinaje azul se corrieron de manera fugaz.

Primero entró Aguilera, seguido por el mastín que prefirió husmear la atmósfera de la cabaña.

–Es hermosa –dijo Elba, cuando Aguilera le dio la flor, y antes de agacharse para desatar los cordones de las botas de su marido–. Parece que va a haber alerta.

Los pliegues de su vestido desagotaban una sombra aceitunada.

–Al menos hoy sí nos habría venido bien el caldito –dijo la mujer entre suspiros.

Mientras reposaba la mirada en un tapiz artesanal, Aguilera intentaba entender.

–¡Ah! No te imaginás nada –se mofó Elba.

El tapiz representaba un conventillo porteño de la década del veinte. En el patio se mezclaban baldecitos desbordados de agua y genoveses hacinados en aguas turbias.

–Trucha al puerro –articuló Elba, mientras torcía de una forma espantosa la boca y sus ojos celestes y saltones se abrían sin piedad.

–Hoy es martes –balbuceó Aguilera.

–Sí, está claro: pero de mañana, cuando terminé de lustrar el piso y abrí el congelador, lo primero que vi fue la trucha. Enseguida te pensé.

Aguilera no dejó de sentir una especie de traición. Como si detrás de la palabra que más nombraba descubriera algo totalmente distinto a lo que debía haber. No dijo nada. Agachó la cabeza y sentado en un gran sillón de mimbre comenzó a hacer cálculos sobre una servilleta. Estaban por cumplirse cinco años de su unión con Elba. Tres años habían pasado desde el día que llegaron a la cabaña, una noche con nieve. Al encontrarse con una casa en ruinas decidieron levantarla y quedarse ahí por mucho tiempo.

Los primeros años fue la desesperación por el salmón ahumado. Luego sobrevino la locura por el cordero a la parrilla, plato que él mismo elaboraba todos los viernes a la noche, y con el que agasajaba a las únicas personas con quienes mantuvieron una relación fluida durante todos esos años: Luis y Magda, un matrimonio cordobés que los visitaba en vacaciones. Eran épocas más felices, los cuatro se entendían a la perfección, la mesa declinada en el jardín, el lago bramador y ellos que hagan sus largos y jueguen a las cartas, Magda, mientras nosotras permanecemos a la buena de Dios. Luis lo describió con toda la exactitud del caso, ¿te acordás? Los cuatro formamos un meta matrimonio, una gran pareja de cuatro.

Nunca podría cansarse de esa carne tierna, esa carne de cordero acalorándole la boca con un maleable sabor a leños. Pero un martes Elba lo esperó con una trucha al puerro y, desde entonces, se convirtió en su nueva perdición. Sabía que era muy difícil superar el goce sentido ese primer día de trucha –el amor a primera trucha, le había dicho Elba– pero de él mismo dependía volver a experimentarlo cada miércoles (el día que terminó fijándose para la cocción de la trucha), eligiendo el mejor pescado posible o llevando la ansiedad hasta su cúspide para que el placer tuviera el vértigo y la fortaleza del camión que desciende la ladera de una montaña.

–¿A qué hora comeremos, Elba?

–No sé, hace quince minutos que puse la trucha, falta preparar la salsa. Podrías revisar mientras tanto el asunto de la pérdida.

Durante la cocción prefería siempre emprender alguna tarea para concentrarse en otra cosa. Se puso de pie y sus pasos retumbaron en la escalera caracol. Muy pronto ese olor a encierro y atún vencido desaparecería de la cabaña. Tomó la caja de herramientas y se acercó a la pileta de la cocina. Afuera la tormenta seguía su curso y la puertita de la verja golpeaba constante contra el gran masetero.

–Sólo está un poco sucia la cañería, es una cuestión de minutos, dijo Aguilera que comenzaba a percibir cierta vibración conforme en su talante.

Imperceptible, Elba batía la salsa con una cuchara de plástico.

Los dos convivían en un espacio minimalista. El, con la cabeza inclinada y el hombro apoyado apenas en un caño rugoso. Elba y el equilibrio entre esos dos recipientes donde se gestaba el almuerzo. El efecto del gas apenas dejaba entrever un fulgor de sus labios carnosos que tarareaban una milonga arrabalera, inalcanzable.

El olor de la trucha ya encendía el ambiente. Como un alma en pena se arrastraba a lo largo de las paredes de caoba, humedeciendo el calor del tapiz. Desentendida, aun paseando por las hendijas de la Plaza Dorrego, Elba preguntó, de repente, por el mastín.

Era toda una irregularidad que el perro no se acercara a la hora de la cocción, pero más lo irritaba a Aguilera el silencio casi espectral de la casa. Dejó inconcluso el trabajo en la cañería, atravesó la cocina no sin antes rozar el cabello de Elba en un intento de caricia, bajó la escalera y franqueó la puerta. Entre el frío y la lluvia vio la cerca totalmente quebrada y la figura de su perro corriendo hacia la pradera. Aguilera gritó su nombre, Aguilera hizo chocar violentamente las palmas de sus manos. Entonces el mastín se detuvo, como si se hubiera quedado congelado, pero tampoco parecía tener la menor intención de volver sobre sus pasos. Aguilera volvió a llamarlo, esta vez fingiendo cargar su escopeta. El animal ahora sí se encaminó hacia la cabaña, aunque con una lentitud repleta de contrariedad. Al ingresar a la casa el mastín volvió en sí, como la carne que recupera parte de su tono luego de haber pasado varios días en el congelador.

El olor de la trucha ya se había expandido por toda la cabaña y Aguilera realizó algo inaudito. Acercó de la planta baja una de las sillas acodadas sobre la mesa y la dispuso frente a las ollas, con el único objetivo de contemplarlas y, al mismo tiempo, acrecentar su ansiedad. Su boca pegajosa y casi muerta, conectada únicamente a la voluptuosidad de su nariz, lo sumía en un pensamiento obsesivo, indivisible. Quiso seguir alimentando la ansiedad y, en un gesto que nunca antes había puesto en práctica, abrió grande, muy grande la boca, a tal punto que dejaba ver sus dientes incisivos, para tratar de absorber el tenue humo que exhalaban las cacerolas. Lo interrumpió un salto del mastín que intentó derribar con sus gruesas patas el contenido de los recipientes.

Un ruido seco, palpitante, podría haber sido la antesala a la caída brusca, el desprendimiento de las tapas y la comida perdida para siempre en las asfixiantes bolsas de residuo. Sin embargo, Aguilera logró sostener con un solo impulso (y la fuerza de sus brazos arremangados) las dos cacerolas. Elba estaba a punto de sonreírle por el rescate cuando el aullido empezó a reflejarse en los ojos vidriosos del perro. Elba solo atinó a taparse la cara con sus manos mientras entreveía la hemorragia que succionaba la vida del mastín. Aguilera seguía dando culetazos de escopeta al perro sin perder en ningún momento de vista las cacerolas.

Una vez que pudo recuperar el aliento, Elba intentó tomar entre sus brazos la muerte del perro. Y tan pronto como abandonaba su propósito, le rogaba a Aguilera cesar con los golpes.

Se paró y puso la mesa para los dos, aunque dudó un instante en poner su plato. Era la única forma de responder la silenciosa inquisición de su marido. El cuchillo que sacó del cajón, y que puso sobre el sitio donde siempre se sentaba su marido, era el único que había quedado de la época de cordero, Luis, Magda y jardín. Se iría, esa misma tarde volaría a la ciudad, quizás al anochecer podría estar caminando por San Telmo. Solo hace falta resguardarse y para eso mejor que la comida esté cuanto antes lista. Pero Elba estaba desorientada: el tiempo de cocción de la trucha en general no sobrepasaba los tres cuartos de hora y, luego de más de sesenta minutos de fuego, había notado que el pescado aun estaba crudo.

Acorralada por el miedo, al escuchar a Aguilera acercarse, Elba especuló la solución: el fuego, muy posiblemente, debía de estar en mínimo, no recuerdo haberme fijado en eso.

Aguilera volvió a preguntarle cuánto faltaba para la comida y, sin escuchar la respuesta, fue a lavarse las manos. Una, tres, siete, diez y trece pasadas de jabón. Se enjuagaba y se frotaba con lentitud mientras el agua oponía resistencia al capricho del aceite. Aun quedaban restos de jabón cerca de la muñeca y entre el pulgar y el índice. Seguramente hoy la trucha superaría la fascinación de aquel primer día. Quién iba a decirlo, un martes. Pensar que tanto los martes como los lunes, al tragar con esfuerzo el horrible caldo o deglutir los zapallos hervidos, lograba traer por un instante el dejo templadamente salado de piel crocante y escamas convexas que atravesaban su sediento paladar.

Ese martes el sabor escalaría cualquier forma de lo perfecto: el pescado estaría a punto hasta en las aletas con su característico tostado punzó. Se miró al espejo como todos los miércoles antes de comer la trucha para controlar que las arrugas no avanzaran terreno, como una especie de prueba de ingreso que debía padecer para acceder al paraíso de la comida, a la manera de los doce trabajos de Hércules. Ya estaba todo listo.

–Todavía no está, no sé qué pasa, ni siquiera termina de cocinarse atizando al máximo el fuego.

Elba consideró prudente no terminar la frase porque había olvidado sacar la traba de la puerta y los nervios no le permitían enhebrar los pasos necesarios para huir. En cambio, solo pudo simular que mantenía la vista fija en el fuego con el cuerpo arqueado hacia las cacerolas, de forma que pareciera totalmente abocada a la cocción, al punto de tener que darle un poco la espalda a Aguilera.

El choque filoso de la cabeza de Eva contra el mármol de la mesada no retumbó ni un instante. La lengua se entretejía con sus espesos cabellos en un insondable rojo de muerte.

Siempre terminaba encargándose él de todo. Con sumo cuidado, desprendió el repasador del cuerpo de Elba, lo sujetó con la mano derecha para disponerse a abrir la tapa de la cacerola. Pero justo antes de hacerlo, Aguilera se dio cuenta de que todo era una trampa, de que la trucha no terminaba de cocinarse porque en realidad estaba viva, esperándolo entre los puerros, para clavarle sus premeditados y resentidos dientes con que el lago y la naturaleza vengarían la infinidad de crímenes impunes que ellos habían cometido en todos esos años con el ridículo propósito de llenarse el estómago.

Aguilera dejó el repasador lleno de sangre sobre la mesada. Sacó la traba y abandonó la vivienda. Con la integridad absoluta que solo se experimenta durante el ayuno.

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Imagen: Leandro Teysseire
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