EL PAíS › OPINION

Un clásico de la derecha argentina

 Por Mario Wainfeld

Fue precursor en muchos sentidos. Por ejemplo, en advertir antes de los ’60 la importancia de la televisión como medio de divulgación de sus planteos o medidas. También se obstinó en la formación de un partido político asumidamente economicista y de derecha. Se apercibió veloz de la ocasión que propiciaba la conversión política de Carlos Menem. Pero, aún peleando la batalla mediática, apelando al voto, haciendo entrismo en dos gobiernos ajenos votados plebiscitariamente (el de Arturo Frondizi y el de Menem), básicamente fue un hombre de consulta, de reserva, un ministeriable, un ministro de gobiernos autoritarios o de facto. En materia política, Alsogaray hizo ademán de pegarle a la pelota con las dos piernas, pero casi siempre lo hizo con la diestra.
Arturo Jauretche, quien lo designó enemigo del campo nac & pop en los lejanos ’50, recordaba travieso dos traspiés de este gurú de la derecha: había sido funcionario del primer gobierno de Juan Domingo Perón (de una línea aérea estatal, para colmo) y su título de “capitán ingeniero” era una suerte de terciario obtenido en algún instituto de las Fuerzas Armadas, no nimbado por la excelencia.
Expositor vivaracho, se animaba a usar, didáctico, puntero y gráficos en sus largas peroratas televisivas. No era el suyo un discurso académico, se atropellaba al exponer y una serie interminable de tics lo hubieran hecho impresentable para los mandatos de la tevé de fin del siglo XX. Fue en uno de sus discursos en cadena cuando, anunciando un plan de ajuste, pronunció su famosa frase “hay que pasar el invierno” que acompañó su imagen por décadas. La metáfora aludía al alfa y el omega de su perenne doctrina, posponer el consumo popular subordinándolo a otras variables a la espera del cierre de algún círculo virtuoso futuro, muy futuro.
No era un economista muy formado. Su esquema conceptual era harto sencillo. O se era liberal o se era “socialista”, “dirigista”, “estatista”, expresiones a su ver sinónimas que pronunciaba con desdén, acentuando mucho la pronunciación de las “s” intermedias. Un artículo publicado en Clarín en 1997 da la pauta de cuán sencillas eran para él las cosas: “En las últimas cuatro décadas prevalecieron las ideas socialistas bajo todos los gobiernos, radicales, peronistas y militares. Son las mismas ideas que hoy defienden el Frepaso y la UCR”, redondeaba.
Como le cuadra a toda la derecha argentina, su prédica quedó confinada a la economía, con una suerte de receta transtemporal que jamás produjo aggiornamentos importantes. En materia de derechos humanos fue predecible, defendió “la lucha antisubversiva”, elogió a Jorge Rafael Videla hasta bien entrados los ’90. Su supuesto liberalismo económico jamás fue impregnado por los valores del liberalismo político, algo en lo que también fue un clásico.
Como pocos líderes de la derecha, se empacó en procurar el voto popular cuando las dictaduras que integró retrocedían en buen o mal orden. El Partido Cívico Independiente, Nueva Fuerza, la Unión de Centro Democrático fueron los sucesivos sellos probatorios de su constancia. Su caudal electoral en la mayoría de los casos rozó la inexistencia. Con Nueva Fuerza, en el ’73, su partido hizo un esfuerzo formidable, gastó un dineral en una novedosa campaña a la norteamericana. Le fue pésimo.
Su mejor desempeño electoral fue en 1989, cuando fue candidato a presidente y la Ucedé salió tercera, aunque sin llegar a un porcentaje de dos dígitos. En esa campaña tuvo acaso su único acto masivo, en River, un oasis en el erial de su trayectoria. Tras cartón, se produjo, augural, su primera trenza post ’55 con el peronismo. Fue en el Colegio Electoral que regía entonces para nombrar senador por la Capital. Con sus electores, el justicialista Eduardo Vaca le birló al radical Fernando de la Rúa la banca por la que éste había obtenido más sufragios. Resultó el comienzo de una luna de miel asombrosa. Gorila hasta el tuétano, cofirmante del decreto 4161 que proscribió al peronismo en el ’55 y prohibió hasta sus manifestaciones folclóricas (marchita partidaria incluida), Alsogaray urdió una compleja sociedad con el menemismo. Cuadros de la Ucedé se sumaron al gobierno, incluidos María Julia. El mismísimo capitán ingeniero volvió a su palestra, la tevé en cadena, para defender al gobierno en 1990 cuando las papas quemaban, entre una híper y otra. Menem lo reivindicó públicamente. Lo amistad no fue sólo simbólica, ni se restringió a los acuerdos ideológicos. Hubo también efectividades conducentes. Sólo el escándalo periodístico impidió que se plasmara la aeroísla, un faraónico monumento a la corrupción hijo deseado, pero nonato de la pareja PJ-Ucedé.
El abrazo del oso menemista llevó a la familia Alsogaray a un lugar que jamás hubieran imaginado. El precio fue también de libro, la Ucedé (como le ocurrió por derecha y por izquierda a tantos aliados del peronismo) fue fagocitada por el PJ. Su apellido fue coreado durante toda la década ulterior, pero en tono de crítica o de denuncia. Pero ya no se hablaba tanto de él como de su hija, quien plasmaba el mensaje privatista, participando en la mesa chica del desguace del Estado y del reparto del botín.
Fue un polemista constante que se bancó arengar en el desierto durante añares. Su prédica se transformó en realidad cuando los vientos del mundo soplaban a su favor y la implementaron otros. En la segunda mitad del siglo XX un emblema de la derecha argentina. Para las generaciones más jóvenes, Alsogaray no evoca tanto al hombre de los tics y las “s” acentuadas sino a su hija que se le parece tanto en todo, emblema de la corrupción, presa desde hace un tiempito.
La Alsogaray, dinastía de militares, se caracteriza por tener en cada rama de su árbol genealógico un “Alvaro” y un “Julio”. La continuidad, la semejanza aún física, entre el Alvaro que se fue y la María Julia que queda, dice mucho acerca de la continuidad de la prosapia familiar.

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