Nunca me voy a olvidar de ese viaje. Nos vamos ahora mismo, había dicho papá, y mamá había tenido que hacer muy rápido un bolso con ropa y zapatos. Adónde vamos, preguntaba yo a cada rato, pero papá no decía nada y mamá estaba muy nerviosa. Cuando salimos a la calle me di cuenta de que papá llevaba un paquete en cada mano. Por suerte, la estación estaba a pocas cuadras de casa y cuando llegamos había un tren vacío que estaba por salir. Mamá corrió a comprar los boletos y subimos un segundo antes de que las puertas se cerraran. Papá colocó los paquetes al lado de él, se sacó los anteojos y se pasó una mano por la cara. 

–Adónde vamos  –volví a preguntar. 

–Preguntále a tu padre –dijo mamá. 

Papá tardó en contestar y al final dijo: 

–Vamos a ver al tío invisible. 

No tuve tiempo de ponerme contenta que mamá gritó:

–No sé por qué metiste a mi hermano en esto. 

–Hablá en voz baja –dijo papá.      

El tío invisible era el tío Arturo. Aunque me veas en la calle, siempre me decía, nunca tenés que decir mi nombre porque a veces me hago invisible. Cómo un hombre tan grande como él podía hacerse invisible. Además de ser grandote, usaba sombrero y tenía un bigote largo que siempre se estaba tocando. Era mi tío preferido.

El tren comenzó a andar. Al rato papá abrió un diario que le tapó la cara. Eso me hizo pensar en la historia del hombre de las vías: un señor que vivía en el pueblo de mamá y que un día se fue a la estación de tren y se sentó entre las vías con un diario, según mamá, para esperar la muerte. Por más que el maquinista le tocó bocina, el hombre no se movió de ahí y el tren le pasó por encima. 

–Ma, contáme otra vez la historia del hombre de las vías.

–Calláte la boca –dijo furiosa.     

–¿Por qué?

–Calláte, querés.

Y es que mamá, siempre que viajábamos en tren, me contaba historias que le habían pasado a ella o a otros en los trenes. No eran muchas, pero a mí me gustaba que ella me las contara de vuelta porque siempre agregaba algo nuevo. La historia de la mujer por la mitad me fascinaba. Cuando ella era chica, había subido al tren una mujer por la mitad y toda la gente había quedado horrorizada. Imagináte, me decía, cortada por la mitad como si le hubieran pasado una sierra, salvo la cabeza. Y la de la piojosa. Se había sentado justo al lado de ella y su cabeza era una nube de piojos saltando. Y eso no era nada. Un día había subido un hombre con un oso y había hecho un espectáculo de circo. Pero la del hombre de las vías era la que más me impresionaba. ¿Y vos conocías a ese señor?, siempre le preguntaba. Claro, decía ella, trabajaba en la municipalidad. ¿Y cómo era? Uy, yo no me acuerdo de eso porque era muy chica. Durante los viajes trataba de imaginar al señor poniéndole las caras que se me cruzaban en el vagón, pero ninguna me venía bien. Además, ¿cómo se podía leer un diario tan campante segundos antes de ser arrollado por un tren? Quizás el hombre no quería ver la locomotora. O simplemente se escondía detrás de los papeles para no mostrar su cara. Pero  qué cara pone alguien antes de morir así.     

El viaje era tan aburrido que el ruido y el bamboleo del tren comenzaron a darme sueño. Estaba a punto de dormirme cuando papá dijo:

–Es acá. 

Al bajar del tren, me di cuenta de que ésa no era la estación del pueblo donde vivía el tío. 

–Ma, acá no es.  

–Una palabra más y exploto –dijo ella.  

Me la imaginé estallando como una bomba, el aire lleno de pedacitos de mamá, y me dio risa. 

Afuera de la estación estaba el tío Arturo esperándonos al lado de su auto “ranita” como yo lo llamaba. Corrí hacia él. El tío me levantó y me dio un beso ruidoso en la frente. 

–¿Seguís invisible? –le pregunté. 

–Más que nunca. 

–¿Por qué? 

El tío me bajó, saludó a mamá y fue a ayudar a papá con los paquetes. Las pusieron en el baúl y subimos al auto. 

–¿Adónde vamos? –volví a preguntar.

–¿Podés hacerla callar? –pidió mamá.

El tío Arturo me miró por el retrovisor y se puso un dedo delante de la boca. 

–Vamos a un lugar secreto –dijo y me guiñó un ojo. 

Eso de ir a un lugar secreto me pareció divertido. El tío arrancó su auto “ranita” y entramos al pueblo. Pasamos por varias cuadras hasta que el tío dijo: 

–Es ésta –y estacionó el auto delante de una casa blanca con tejas. 

Me desilusioné. Eso no tenía nada de lugar secreto, pero al menos tenía una placita con juegos en la esquina. Entramos. La casa era chica, tenía un jardín en el fondo y estaba amueblada, pero sin adornos ni fotos de nadie. Mamá quiso abrir las ventanas para airear un poco pero el tío no la dejó. 

–¿De quién es esta casa? –pregunté. 

–De un amigo mío que se fue a España –dijo el tío. 

–¿Otro hombre invisible?  –preguntó mamá 

 Yo tiré de la punta de una tela que estaba sobre un televisor, lo destapé y después lo encendí. Apareció un puntito gris que se fue haciendo cada vez más grande hasta que se convirtió en una imagen. Un señor muy blanco y de bigotes cortos hablaba sentado detrás de una mesa. 

–¡Chaplin! –grité señalando la pantalla.  

Hacía poco tiempo papá y el tío Arturo me habían llevado a una casa donde habían pasado dos películas de Chaplin. Sólo me acordaba que en una hacía de trabajador y no paraba de apretar tuercas, y que en la otra estaba vestido de militar y bailaba con un globo terráqueo. 

–No es Chaplin –dijo mamá -. Es el General Videla. 

–¿Quién?

–El presidente.

Papá, que estaba hablando con el tío, se quedó callado y después dijo: 

–¿Presidente? Decile que es un genocida.    

–¿Cómo va a entender? –y mirando a mi tío –¿Querés saber lo que hizo el otro día? Le mostró la foto de Mao Tse-Tung, le contó quién era y no sé qué otras barbaridades.

El tío se rió.

–Y tu madre qué –dijo papá-, ¿acaso ella no le mostró las fotos de las iglesias quemadas por Perón?

–¿Qué es un gecida? –pregunté.

El tío vino hacia mí y se agachó: 

–Es un hombre muy malo que se lleva a la gente. Como el hombre de la bolsa.

–Pero si el hombre de la bolsa no existe. 

–Bueno, el genocida sí. 

–Y dale vos también –dijo mamá, fue hasta el televisor y lo apagó. 

La imagen del señor blanco con bigotes se fue reduciendo hasta hacerse un punto que terminó por desaparecer.

–Vayan a hacerlo –dijo mamá-, ahora.

–Sí –dijo el tío–, cuanto más rápido mejor. 

Papá salió de casa. 

–Y todo por culpa de ese tipo –dijo mamá. 

Yo sabía de qué hablaba porque ella siempre me contaba todo. Hacía unos días, mientras yo estaba en la escuela, el policía del sexto piso había bajado para decirle que, ante cualquier duda o sospecha, ella podía contar con él. Cuando por la noche papá se enteró de la visita del policía, se puso como una fiera. Caminaba de un lado para otro y hablaba solo. Lo habrá dicho por los ladrones, le decía mamá para tranquilizarlo. Yo no entendía bien, pero algo pasaba. 

–Va a ser mejor que no vuelvan a Buenos Aires por un tiempo –dijo el tío.

–¿Cuánto tiempo? –preguntó mamá. 

El tío vio a papá entrar con los paquetes y fue hacia él. Yo también fui con papá y esperé que los abriera. Cuando pude ver que sólo eran libros, me decepcioné. 

–Vamos a dormir –dijo mamá, y me acostó para hacer la siesta en una pieza donde había una cama grande. Pero no me dormí, después de un rato largo me bajé de la cama y fui al jardín del fondo. Había una fogata. El tío Arturo y mamá estaban sentados en una esquina. Papá, de pie y muy cerca del fuego, miraba sus libros achicharrarse.

–¿Por qué los queman? –quise saber. 

–¿Qué hacés acá? –dijo mamá. 

–Dejala –dijo el tío acariciándome la cabeza. 

–Tío, qué le pasa a papá –pregunté porque me parecía que tenía una cara triste. 

–Qué le va a pasar –dijo mamá-, quiere a sus libros más que a nosotras.

El tío Arturo se fue esa misma noche, pero volvió a la mañana siguiente con una canasta llena de comida. Habló con mamá y después se fue. Papá pasó todo el día mirando el televisor y mamá tejiendo sin parar. Le pedí a mamá que me llevara a la plaza. 

–Pero no –me dijo como si la molestara. 

Se lo pedí a papá y no me contestó. Parecía hipnotizado por la pantalla.  

Los días siguieron iguales: papá miraba el televisor, mamá tejía sin parar, el tío Arturo venía con su canasta de comida y se iba rápido. Yo me aburría.  

–¿Qué hacemos acá? –preguntaba todo el tiempo.  

–¡No sé qué hacemos! –gritó un día mamá–, ¡no preguntes más! 

Y no pregunté más. 

La próxima vez que el tío Arturo vino trajo su canasta y una caja de zapatos. Dentro de la caja había un cuaderno de hojas cuadriculadas y algunos lápices de colores. El tío se sentó a la mesa de la cocina, se puso a dibujar unas “muchachas”, así las llamó, y después me las dejó colorear. Por último, las recortó. 

–Son muñecas de papel –me explicó–. Y ahora voy a hacerles su casita –tomó la caja de zapatos y con una tijera le hizo una puerta y varias ventanas. 

Me quedé jugando con mis muñecas de papel toda la tarde hasta que vi al tío ponerse el sombrero. Corrí a pedirle que me llevara a la plaza. El tío me levantó, me dio un beso y dijo:

–Es muy peligroso salir de acá.  

–¿Por qué?

El tío miró a mamá y ella dijo: 

–Se va a volver loca esta chica.  

–Está bien –dijo él –pero sólo un ratito. 

Era un día soleado y la plaza estaba vacía. Subí a una calesita que tenía un volante en el medio y me puse a girar hasta que me mareé. Me tiré varias veces de un tobogán y corrí a una hamaca. El tío vino a balancearme.

–Tío –dije–, quiero una paloma.

–¿Una paloma?, ¿y para qué querés una paloma?

–Para jugar con ella.

–Pero no se puede jugar con las palomas. No saben jugar.  

–Yo les enseño.  

El tío se rió.

–Por favor, tío, una paloma, una sola... 

El tío detuvo la hamaca de golpe: 

–Ya tenemos que irnos. 

–Noooo –protesté–, quiero una paloma. 

–¿Y cómo agarro yo una paloma? 

Le insistí tanto que el tío terminó diciendo:  

–Bueno, vamos a intentarlo, pero si no puedo, nos vamos, eh. 

–Dale, dale, esa que está ahí, mirá. 

El tío se agachó hasta quedar en cuclillas y, muy despacio, se fue acercando a una bandada de palomas. Se escapaban algunas, pero había una, solita y de espaldas al corpachón de mi tío, que podía ser la mía. Me concentré en esa paloma como si pudiera ayudarlo con la mente hasta que él dio el manotazo y la atrapó. Ahora la tenía entre sus manos. El tío se puso de pie y vino hacia mí con la paloma que ya no podía aletear. Me puse a saltar y a gritar: 

–¡La agarraste! ¡La agarraste!

Pero el tío estaba muy serio y miraba algo atrás de mí. Me di vuelta y vi a un policía. 

–¿No sabe, señor, que está prohibido sustraer palomas de la vía pública? Documentos, por favor.

El tío soltó la paloma y yo la corrí hasta que voló bien alto. Cuando me quise dar cuenta el tío ya no estaba. En algún lugar se escuchó el ruido del motor de un auto. Me quedé esperándolo hasta que me cansé y volví a la casa. Papá, que estaba espiando por la ventana, salió corriendo. 

–¿Dónde está el tío?

Tenía la cara muy blanca. Tarde en responder hasta que dije: 

–Se hizo invisible. 

Nunca más supimos de él y durante algún tiempo pensé que se había vuelto invisible de verdad. 

Hoy, cada vez que tomo un tren, me acuerdo del hombre de las vías y lo puedo imaginar perfectamente. Antes que el tren lo arrolle, baja el diario y tiene la cara de mi tío Arturo sonriéndole a la muerte.