La primera reacción es preguntarse si el título está mal, si lo de “Far East” es un chiste desviado. Es por el rostro araucano, o chiricaua, o lakota, de pelo largo y de largos ojos negros que mira a cámara junto a un totem cargado de magias. ¿Qué tiene de lejano y de oriental este cacique, este rostro para nosotros famiiliar? Pero no es error, porque lo que se está viendo es un ancestro de nuestros ancestros, nuestros paisanos los indios. El Far East es Siberia, el chamán melancólico se llamaba Fiodor Poligus y la foto fue tomada en 1907 en Yensenki por Konstantin Alexandrovich Maslenikov. El retrato es una prueba final de que nuestros originarios llegaron de las tierras heladas del zar hace unos cuantos miles de años.

El cuento es por la notable exposición que acaba de inaugurarse en La Abadia (Gorostiaga 1908, y Luis María Campos) hasta el 11 de noviembre, y es una verdadera producción internacional del Museo Ruso de Etnografía de San Petersburgo, la Diputació de València y el Museo de Arte Precolombino e Indígena de Montevideo. Las tres partes hicieron una selección de un tesoro, las 200.000 fotos tomadas en sucesivas expediciones entre mediados del siglo 19 –prácticamente la invención de la fotografía– y la primera guerra mundial. Esta selección tiene ahora un hogar valenciano y otro uruguayo, estupendas copias de los negativos originales, y visita Buenos Aires con curaduría de Joan Berenguer y Facundo de Almeida.

La expansión del Imperio Ruso hasta Alaska es uno de los grandes fenómenos de la historia, y de los menos conocidos, arrancando con Iván el Terrible y terminando a fines del 1800. Era tanto territorio, que los zares le terminaron vendiendo Alaska a Estados Unidos, después de ceder casi toda la costa oeste del Canadá y alguito de lo que hoy es el estado de Washington. Todavía uno se encuentra nombres rusos en pueblos y bahías, y cuentan los viejos que hasta la segunda guerra mundial había por ahí pueblos medio aislados donde se hablaba ruso y se traducía al inglés.

Para los rusos europeos, los que salen en las novelas de Tolstoy, las tierras más allá de los Urales eran tan exóticas como Africa, sólo que propias. Siberia alimentó el fuerte romanticismo ruso, creó una imaginería mental y pictórica, hizo fortunas, originó sufrimientos indecibles, sirvió de cárcel y fue el gran motor de la etnografía, la antropología el coleccionismo. Arrancando con la llegada de las primeras cámaras a la corte imperial, el Este fue llenándose de fotógrafos documentando los 158 grupos étnicos de la región. Un romance que tiene ecos modernos como la película Dersu Uzala, con Akira Kurosawa filmando en ruso y mostrando afiladamente la incompatibilidad de la vida europea y la nativa.

Una de las sorpresas para nuestra idea de tecnología digital, es la extraordinaria calidad de las fotografías. Hay que imaginar la escena en términos prácticos: las cámaras como cajones de madera lustrada, con lentes de bronce y cristal, enormes trípodes para sostener el artefacto; los laboratorios móviles montados en carretas, con bachas de bronce y peltre, frascos de vidrio duro; los negativos primero de vidrio y luego de acetatos inestables, todos urgentes porque si no se revelaban en horas se arruinaban. Es la misma situación que hace que cada foto de la guerra civil norteamericana, de la guerra del Paraguay, de la guerra de Crimea parezca un milagro, denote de alguna manera su lado de milagro, de cosa frágil que salió bien por pericia y por suerte.

Otra sorpresa es la notable falta de exotismo, orientalismo, pintoresquismo de la producción. Este Far East es registrado con vocación científica y con ganas de probar una disciplina nueva, lo cual es una de las pocas excepciones de la fotografía etnológica de la época. Lo que hacían los fotógrafos europeos en Africa, por ejemplo, era mostrar a cada “nativo” como un guerrero, de plumas y lanza. Edward Curtis hace fortuna en Estados Unidos creando un Far West romántico, escenográfico, donde cada cacique tiene un tocado espectacular y cada caballo es un pinto. En esta muestra la gente será nativa, pero tiene nombre y apellido, ropa de día, objetos de uso común, viviendas tradicionales con ollas y gallinas, ropa arrugada y bastante sobada.

Con lo que queda sumergirse en la riqueza y la textura de un mundo perdido, uno en que todavía había trajes tradicionales, locales, elaborados, hechos a mano, específicos de un lugar. Los etnógrafos, parece, no se perdían un día de fiesta, un onomástico ni una boda, con lo que abundan las imágenes de jóvenes novias sonrientes, padrinos solemnes, viejos entre boleados y asombrados por la experiencia de ser fotografiados. La selección parece ir de Occidente a Oriente, de rusos de gorra, barba blanca, camisola y botas –la imagen estereotípica es cierta, nomás– a nativos de túnica y pelo largo. Hay polleras bordadas, tocados elaborados, trenzas enroscadas, izbas de maderas talladas, chicos rubios que a los dos años ya parecen curtidos en sal, arados de madera, caballitos diminutos. Las tomas mezclan situaciones, paisaje, retratos de absoluta individualidad, escenas con chicos durmiendo, cosacos que se mandan la parte, pibas que se hacen las lindas.

Cada vez más hacia el este, aparecen túnicas y las miradas se hacen serias, más desconfiadas y solemnes. Los rostros son más oscuros y no se puede evitar pensar que hay una cosa de gringo que toma fotos y paisano que peludea. La cosa avanza por la ruta de la seda, comienza a abundar en palabras raras –kalmuks, Samarkanda, Askhabad– y corta el relato esperable con la aparición de un perfecto paisaje de Montana, con montes, bosques y un claro con tipees que Toro Sentado reconocería sin problemas. De hecho, un sioux podría quedar encantado con una imagen tribal en el Alto Yenisei, casi China, donde alrededor de una tienda cueros y palitos se reúnen muchos chicos, un par de mujeres y cuatro hombres a escuchar a un chamán que canta y encanta con un gran tambor redondo, corona emplumada y túnica hasta los pies. Si no fuera por el sombrero mongol de un personaje a la derecha, y la coleta manchú de su vecino... Y, claro, está el chaman Poligus con su cara de araucano melancólico, su saco de solapas anchas y su totem con magias y muñecas sagradas. Todo es entre descolocante y fascinante, un viaje en el tiempo y entre las certezas que se puede agradecer.