Desde París

Lo que queda del año 2018 y los primeros cinco meses del que viene serán una eufonía para los electores europeos cuyos sentidos han sido contaminados por la xenofobia ardiente de los partidos de extrema derecha. La reorientación retórica de las izquierdas radicales de Alemania y Francia con respecto al tema de la inmigración no hará más que llevar a la cima una temática que se alimenta cada día con la crisis de los migrados en el Mediterráneo y los éxitos electorales más recientes de las ultraderechas en países como Italia, Austria o Suecia. En Francia, el ex Frente Nacional, hoy rebautizado Reagrupamiento Nacional, ha puesto a los extranjeros en la proa de su barco electoral. Las encuestas para las elecciones europeos de mayo de 2019 ubican al partido de Marine Le Pen en una posición ideal. A la derecha y a la izquierda, sus rivales, Los Republicanos y el desecado Partido Socialista, aún no se recuperaron ni de la derrota en las presidenciales de 2017 ni tampoco superaron sus divisiones internas. Con esa perspectiva, el Reagrupamiento Nacional aspira a repetir la hazaña de las europeas de 2014, cuando se convirtió en el primer partido de Francia. Para ello, hoy cuenta con un modelo exitoso que le marca el camino: su nuevo referente, el ultra xenófobo político italiano líder de La Liga, Matteo Salvini.  

Su credo reactualizado es el del “sumergimiento silencioso” de Europa y de Francia bajo la influencia de la inmigración. La idea de una Europa sumergida desplazó a la del “reemplazo” (ellos, los extranjeros, van a reemplazar “nuestra cultura”). Marine Le Pen ya no propaga sus diatribas en solitario. Cuenta hoy con aliados de lujo con La Liga de Salvini, el FPÖ en Austria (Partido Liberal del vicecanciller austriaco Heinz-Christian Strache), la Hungría del xenófobo Víctor Orban, los alemanes de AfD (Alternativa por Alemania, 12,6% de los votos en las elecciones parlamentarias), los extremistas polacos y los suecos. Con ellos, dijo Le Pen hace unas semanas, “defendemos con uñas y dientes nuestra nación y nuestra civilización”. A esos movimientos de la raíz nacional populista se le vino a sumar otro aliado inesperado: el de algunas izquierdas radicales europeas que pusieron en entredicho el principio que siempre defendieron de una Europa “de fronteras abiertas”. La figura más contundente de la izquierda radical alemana y una de las referentes del partido Die Linke, Sahra Wagenknecht, anunció la creación de su propio movimiento, Aufstehen (Levantarse) con el que se propone derrotar a la ultraderecha. Pero con ese proyecto removió el dogma de las fronteras y el del ingreso de extranjeros al mercado del trabajo en Alemania. Wagenknecht declaró que “cuanto más inmigrantes económicos hay, eso equivale a más competencia para obtener un trabajo en el sector de los bajos salarios”. Muy suavemente, allí se expande el viejo perfume reaccionario de la ultraderecha de los años 80 cuando decía, por ejemplo, “los franceses primero” o “ellos nos sacan los puestos de trabajo”. Más profundamente, lo que la líder alemana está diciendo es que los migrantes perjudican a los trabajadores locales y hacen bajar los salarios. En Francia, aunque con retóricas más decorativas, la izquierda radical de Jean-Luc Mélenchon optó por un camino similar. Entre otros deslices que fracturaron su partido, La Francia Insumisa, Mélenchon dijo que “la ola de migrantes puede plantear muchos problemas a los países que los reciben”. También opuso al proletariado nacional ante los inmigrados “explotados” por empresarios oportunistas. En esa visión parece haber un inocente, el proletariado local, y un culpable, el inmigrado, que rompe los salarios porque acepta la explotación. Una suerte de sub proletariado compuesto por extranjeros que termina perjudicando al nacional. Nadie menciona desde luego que ese supuesto sub proletariado hace los trabajos sucios y pesados que la clase obrera nacional no efectúa desde hace décadas. 

La izquierda europea se muere por todas partes mientras su rival histórico, aquel que causó los estragos más sangrientos durante el Siglo XX, crece con urnas rebosantes. La ola del populismo marrón se está llevando todo por delante, inclusive los códigos de identidad de las izquierdas radicales. La ultraderecha xenófoba y antieuropea que se sueña a si misma como la gran muralla contra los otros y segura triunfadora de los comicios europeos ya no esconde ni arropa sus ideas en telas finas. Salió con la lengua sucia a campo abierto, como lo hace Orban en Hungría o Salvini en Italia. Ellos son los artífices “del triunfo de los pueblos” (Marine Le Pen). Philippe Olivier, consejero político de Marine Le Pen, explica que la “división” actual no pasa más por la izquierda y la derecha sino que se trata de un antagonismo “entre  globalizadores y nacionalistas”. Ese es el eje central de sus reelaboradas narrativas donde, para ellos, la izquierda tradicional, la socialdemocracia y la derecha son “globalizantes” mientras que ellos son pura identidad y soberanía. Sin tapujos, Olivier alega: “nuestro fondo de comercio es la inmigración. Los franceses quieren que les saquemos de encima a los inmigrados”. Marine Le Pen completa con una ironía salvaje esa enciclopedia del odio como metodología electoral cuando dice: “Ningún rincón de Francia se salvará de los inmigrados. Muy pronto habrá migrantes hasta en el Castillo de Versalles” (antigua sede de la realeza). 

En ese contexto y sin nadie a la izquierda o la derecha que los amenace, su enemigo número uno es el centro liberal que derrotó a la extrema derecha en las elecciones presidenciales francesas de 2017 (Marine Le Pan pasó a la segunda vuelta), el presidente Emmanuel Macron. El jefe del Estado es definido por el lepenismo como un hombre que “dirige a Francia rodeado de mercenarios de supermercado”. Las transformaciones que se han ido plasmando en estos años confluyen en un espejo espantoso. Antes, las izquierdas radicales y la ultraderecha convergían en temáticas como el repudio a la tecnocracia de la Comisión Europea, los privilegios de las elites, los presupuestos asfixiantes y hasta la critica al liberalismo. Una suerte de soberanismo populista común y la arrasadora energía dinámica de la xenofobia política las hicieron confluir incluso en el tema migratorio, es decir que, con ello, la izquierda radical está dejando de lado uno de los últimos principios solidarios y humanistas. La solidaridad era un antídoto contra la xenofobia. Nada parece ser capaz de desarticular las mandíbulas de ese gran monstruo poliforme que se dispone a tragarse a toda Europa. 

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