Todas las encuestas difundidas en los últimos dos meses coinciden en anticipar un panorama electoralmente difícil para 2019. La opción se reduce en todos los casos a una puja entre CFK y Macri, o acaso Vidal, y casi no se consideran reemplazantes si la primera no es candidata. En todas, además, Cristina tiene un techo de entre 30 y 40 por ciento, y se subrayan tanto la dispersión del voto opositor como la galvanizada unidad del voto macrista que, a pesar del desastre nacional, no baja de otro 30-40 por ciento.

Así, la barbarie con pretensiones civilizadas que es el macrismo –sustitución feroz de pizza con champán por ojo de bife con malbec– puede renovar esperanzas con esas encuestas. Nadie sabe cuánto les preocupa el creciente descontento y rechazo popular. Pero sí se los ve afianzando día tras día la involución hacia los añorados viejos buenos tiempos del Centenario en 1910, si bien esta nueva oligarquía ni siquiera tiene el sueño de grandeza imperial y fundante que tuvo aquélla. Estos sólo destruyen, privatizan y hasta demuelen instituciones y edificios históricos.

Claro que para quienes estamos en la vereda de enfrente no alcanza la nostalgia evocativa de todo lo bueno que hizo y produjo el kirchnerismo, que fue infinitamente mejor que toda la basura política e ideológica actual. Y no alcanza porque no bastó para que el pueblo votara su continuidad. Y ésta sí que es una enorme y todavía no explicada paradoja.

Porque digámoslo: entre 2003 y 2015 el pueblo argentino vivió su mejor etapa, con empleo registrado creciente, desendeudamiento y liberación del yugo del FMI, sustitución de las AFJP por un sistema de previsión social estatal inclusivo y ascendente; con un sistema educativo basado en la lectura como eje del desarrollo social y que dignificó a la docencia, construyó escuelas como jamás antes y abrió una docena de universidades, con aumento extraordinario de todas las matrículas y sosteniendo los principios de la educación pública gratuita, obligatoria y laica. Súmese la recuperación del poder adquisitivo popular, con bajísima conflictividad social, fortalecimiento de pymes orgullosas de la marca “Industria Argentina” e inicio de la recuperación ferroviaria y todo con afirmación de la soberanía en un marco de autodeterminación latinoamericanista.

La explicación a la paradoja es compleja, y quizás tampoco alcanza con denunciar operaciones mediáticas, ejércitos de trolls y la mentira contumaz del gobierno macrista. Más bien parece recomendable reconocer también que en aquellos doce años hubo yerros, decisiones oscuras y corruptelas inocultables. Y a esto mejor decirlo nosotros, y no periodistas, jueces y fiscales a sueldo de globos amarillos. No tiene sentido negar esto, ni admitirlo es “hacerle el juego” a nadie.

Algunas decisiones groseras como la maligna minería a cielo abierto, producto de la estúpida cesión del subsuelo nacional a las provincias sancionada por la reforma constitucional de 1994, o ciertos tratos a constructoras o cerealeras; o la tolerancia con Monsanto, alentaron muchas y razonables sospechas. Y recordemos además que se desdeñó todo esfuerzo de transparencia aunque muchos la reclamamos y todo eso está escrito. Está claro que no alcanzó con las prisiones de Ricardo Jaime o Felisa Miceli para limpiar un sistema con décadas de sistematización.

Las autocríticas son siempre necesarias, y ni se diga ahora, cuando todas las encuestas, todas, parecen decir que CFK tendría un techo bajo.

Cuando se piensa en los gobiernos de Néstor y Cristina es sencillo enumerar los muchos logros y definiciones positivas de sus tres períodos. En la campaña electoral de 2015 era evidente que en términos políticos, económicos, sociales y culturales vivíamos una modesta pero verdadera revolución democrática.

Sin embargo, la pregunta fundamental subsiste y cada encuesta la subraya: ¿por qué la sociedad argentina decidió no seguir el buen camino de esa experiencia, y, por el contrario, aceptó la dudosa promesa de un “cambio” que la remitió a tiempos que parecían superados, y que hoy juzgamos retrógrados, medievales?

En otras palabras: si tan buenos y tan grandes fueron los avances del kirchnerismo en materia de reindustrialización y empleo; desendeudamiento, soberanía y autodeterminación; y educación, salud y previsión social, ¿por qué la mitad mayoritaria decidió ignorarlo y avala la destrucción del Estado? ¿Por qué la mayoría de la ciudadanía prefirió olvidar o negar que ya en 2001 habían sido arrasados su trabajo, dignidad, educación, salud y ascenso social?

Y sobre todo, ¿cómo se explica que hoy mismo en todas las encuestas CFK, y la todavía no alcanzada unidad opositora, no superan al propio Macri y menos a su delfín Heidi?

La respuesta no es sencilla. Y más aún, es el problema. Porque no sirven las respuestas resultantes de miradas binarias. No alcanza con decir “grieta” para explicar que aquella revolución fue reemplazada por otra –conservadora, retrógrada, veloz y contundente– que viene a restaurar los privilegios y asimetrías históricas de este país en todos los órdenes –político, económico, social y cultural– mediante la destrucción del Estado, al que recoloca al servicio de intereses minoritarios y recoloniza nuestra república del modo más abyecto.

Semejante retroceso –riguroso y autoritario– prefigura un futuro incierto cuyas señales parecen sombrías, dicho sea más allá de las condenas por “pesimismo” que pueda recibir este texto. La discusión no pasa por optimismo o pesimismo, sino por evaluar el presente para generar propuestas que avalen el saludable optimismo histórico que prohijan todos los procesos democráticos.

Hoy casi todas las encuestas dicen que CFK atrae adhesiones del 40 por ciento, pero en todos los escenarios comiciales aparece detrás o a la par del Presidente que más cuentas offshores ha tenido y acaso tiene todavía, y detrás de una gobernadora de apariencia delicada pero corazón de vidrio. Y ése es un problema cuya respuesta requerirá también de sinceramientos.

Nunca una autocrítica es mala si es sincera. No se le “hace el juego” a nadie si se reconocen errores. Y sí puede ser sanador para la república el reconocimiento de errores, corruptelas y torpezas que deslucen una obra de gobierno memorable.