Podría haberse ido de este mundo como cualquiera, Hebe Uhart, que con arte jugó a restarle importancia y dramatismo al hecho de ser  única, si en vida ciertas modestias exclusivas de las personas únicas nos prepararan para disimular el momento en que dejan de serlo…   “por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres”, se atrevería a decir James Joyce. Disimular o disminuir, en todo caso: la intensidad de morir es una porquería excesiva para quienes seguimos acá atrás. “Estaba asomada a la puerta y vi venir a dos señoras; quise cerrar la puerta para que no me vieran, pero no tuve tiempo y vi que una ya había sacado el pañuelo. Venían por mi duelo, y cuando vi que una se secaba las lágrimas con su pañuelo, me dije: ‘Así como lo sacaste lo vas a guardar otra vez’. Pero cuando la tuve cerca, no atiné a decirle nada y casi me echo a llorar.” (Eli, Eli, lamma sabachtani ,1963).  En fin.

“La mejor escritora argentina”, “la mejor cuentista en nuestra lengua”, “la mejor de todas escribiendo diálogos” son algunas de las glorificaciones que escuchó decir sobre ella mientras sus ojos –y a veces también su boca– decían: “¿Qué quiere decir eso? Nada”, y que en estos días de pena son eco en un patio de palabras que la nombra.  El estilo Uhart, modesto, discreto y asombroso no es fácil de adquirir y mucho menos de imitar. Lo define la increíble y en apariencia directa percepción Uhart. Ver como ella ve un crepúsculo, un cañaveral o un budín esponjoso es cosa de todos los días, pero se trata de días que suelen prescindir de la percepción de quienes no son Hebe. Aquella oriunda extravagancia parida por un perro que vendía caramelos se lanza –chapuzón en laguna ancha– de los cuentos a las crónicas con la misma cifra inasible: cruzan el paisaje una cabra borracha, la charla entre lluvias de un predicador y una isoca sobre  voluntarismo leibniziano, un cartel que dice: “Se vende toda clase de aves. Hay también aves de paraíso” y el asombro de un hombre salteño que desconoce su sombra en la vidriera de un negocio porque nunca se vio en un espejo.  Parecido y no tanto, así como el maullido de su gato: uno diferente para cada cosa y uno totalmente diferente para el extrañamiento metafísico. Nació en Moreno, provincia de Buenos Aires, estudió Filosofía en la UBA y enseñó en escuelas primarias y secundarias, en universidades y también en su casa de Almagro, donde iban a comer asado y ensalada sus amigxs. Fue bibliotecaria y vicedirectora y en 1962 publicó su libro de cuentos Dios, San Pedro y las almas. Diez años después, en “A manera de prólogo”, página que precede a La gente de la casa rosa (1973), buscó el origen de su vocación y lo encontró en una ruptura adolescente –con ropa oscura incluida– porque “cuando era chica solo escribía cuando estaba absolutamente aburrida, nunca si había algo para mirar, comer, leer y fundamentalmente alguien con quien jugar”. 

En realidad ese estilo suyo necesitaba una conspiración de aprendizajes e intimidades que solo pueden reducirse a una influencia. Y esa influencia, y esas intimidades,  pueden abarcarla solo la afinidad espiritual. Digamos que Hebe estaba en este mundo con una vigilia, una cautela, una somnolencia y una aprehensión muy parecida a la de Felisberto Hernández, pero que cuando ella decidió encogerse de hombros, el propio Felisberto fue el sorprendido por haber actuado como tal. Resultado o moraleja: a ninguno de los dos puede se lo puede acusar de hacer lo mismo con diferentes temperamentos e instrumentos de afinación. De modo que el mundo se ha enriquecido con Por los tiempos de Clemente Colling y con Camilo asciende, con Nadie encendía las lámparas y con La elevación de Maruja, Guiando la hiedra, Mudanzas, Señorita. En el sube y baja ¿o es una hamaca gemela?, dan ganas (mientras se suman las crónicas) de seguir con la lista del lado de ella: Viajera crónica, Visto y oído, De la Patagonia a México, Animales. Los días breves, las mañanas espléndidas, las tardes de lluvia, las noches de placer y las madrugadas de remordimiento. Todo corresponde en las barras paralelas de la experiencia cotidiana a los efectos o beneficios que puede obtener un narrador, sobre todo –o apenas– los de alterar el orden y la pertinencia de adjetivos y sustantivos. Resignarse a esa custodia fue una de las tantas aptitudes –responsabilidades– filosóficas de Hebe. Supo añadirles cada vez más elementos; supo restarle cada vez más arbitrariedad. Hebe se ocupa, a buen recaudo, de salvarnos de las que nos procura la realidad, anestesiando un poco las conflagraciones de desdicha y peligro con las mejores palabras, que nunca lo son en un sentido estético o  estereotipado pero que saben hacer muy bien un gesto, ese gesto que Hebe describe en “El viejo”, ese que se hace con la mano cuando espantamos a  las gallinas o apartamos  a algún curioso.