No es un ritmo nuevo, estamos acostumbradas a decir que una mujer o una travesti es asesinada cada 30 horas; la estadística se acelera a veces, este enero que no terminó hay una semana que tiene anotados siete femicidios. Una niña, dos profesionales, una empleada, otras ocupadas en el trabajo no pago del encierro doméstico. La constante es el género que encarnaban. La constante, también, es la crueldad que se les impuso hasta la muerte; la crueldad como lenguaje, como código común y aleccionador sobre cuerpos cuyo valor es de uso, descarte y ejemplo: la niña abusada en Jujuy y todos los discursos que se sobreimprimieron sobre su cuerpo y su deseo serán fantasma del desmesurado porcentaje de niñas que son abusadas y obligadas a gestar. Ese territorio escaso sobre el que se disputó otra vez la palabra vida, puesta a funcionar para abastecer a “una familia importante” como antes ella sirvió a un vecino mayor, es pasto quemado ahora que el feto no fue viable y sirve para alentar y describir la nueva teoría de los dos demonios que juegan una supuesta guerra de la que quedan expulsadas las mayorías, esas que prefieren dejar de lado la grieta del aborto porque el hambre arrecia, porque el neoliberalismo expropia recursos, vidas y tiempo. Como la clandestinidad del aborto, como el ordenamiento moralista, racista, clasista de la importancia de unos sobre otras. Desde Jujuy, el gobernador salomónico, el que ordena que se haga el aborto y dice que unas le pedían que “mate al bebe” y otros que no cumpla con el protocolo de interrupción legal del embarazo, da su clase, pone en juego su pedagogía, no ahorra crueldad porque la crueldad es la que cuenta cuando hay tan poco de todo. De comida en la mesa, de imaginación de futuro, de autonomía para las decisiones vitales, de experimentación y disfrute del deseo; tan poco y lo que hay, castigado. 

El ritmo de femicidios parece acelerarse este enero, aun cuando las estadísticas históricas digan que la constante se mantiene. Pero la sensibilidad social es otra, se viene construyendo desde hace años pero en los últimos el hartazgo frente a la claridad de que la violencia machista es política se convirtió en masivo y son pocas las que quedan fuera de este convencimiento de que estamos frente a una violencia que es instrumental - para mantener el estado de cosas en el que las mujeres y los varones estamos en compartimientos estancos y modelades por las exigencias del modo de producción capitalista- y que también es política. Porque organiza no sólo un modo interpersonal de relacionarse si no jerarquías entre los cuerpos, acceso al poder, a las decisiones cotidianas y las macropolíticas; organiza un modo de distribución del trabajo y también del acceso a los recursos. Es política porque esa constante de las estadísticas habla de un modo particular de disciplinamiento sobre todos los cuerpos y las experiencias rebeldes, disidentes, deseantes. 

No importa entonces si son más que el año pasado las asesinadas, importa que sean asesinadas y que aun cuando masivamente se dijo ¡basta! y la memoria feminista sea capaz de abrazar a las muertas que considera propias, prácticamente nada haya cambiado: el Estado parece inerme frente a la pandemia de la violencia machista. Su respuesta es menos que insuficiente: medidas de restricción, botones antipático -de todo, además, poco-, algunos refugios para el momento de la emergencia extrema y la redacción de grandes promesas no cumplidas. Claro, también el aliento a los sectores moralizadores de los fundamentalismos religiosos para que expandan el terror, para que tergiversen en muchos casos la Educación Sexual Integral, para que digan lo que no se puede decir desde el Estado; por traer un recordatorio a la mesa: los fondos para la fundación de Abel Albino para que luche contra la desnutrición cuando considera a la pobreza como una enfermedad y a la sexualidad libre como un engaño del demonio.

El Estado es responsable de amparar la crueldad y se aprovecha de esa crueldad para generar mayor disciplinamiento. Los femicidios que contamos en tiempo real porque los sacamos a fuerza de movilización y generalización de la conciencia feminista del armario de los crímenes pasionales, de las reyertas del morbo y el discurso del amor extremo y romántico se cuentan al mismo tiempo que se institucionaliza cada vez más el gatillo fácil y que nos empobrecemos todos y todas al punto de temer sobre la capacidad de supervivencia de cada quien. 

Diciembre no tuvo su estallido frente a la brutalidad del ajuste, el aumento de tarifas, una inflación que supera cualquier índice en los últimos 27 años; tuvo otro estallido, el de la exposición de la violencia sexual, el del hartazgo de callar esa violencia como si fuera parte de la educación sentimental de las mujeres y las lesbianas y las travestis y las maricas. Ese estallido es peligroso, el poder lo sabe, rápidamente organiza la contraofensiva, los feminismos son el demonio que pelea con el demonio machista, se exhibe el exceso: están en contra de los varones. Los discursos sociales no son solo columnas en los diarios o charlas de café, son también acuerdos que amparan conductas, las alientan, les dan un marco. La “familia importante” que iba a adoptar al producto de la interrupción del embarazo que le practicaron a la niña en Jujuy es algo más que una imagen: es el botón que pone en marcha una producción de sentidos, de jerarquías. Y ya sabemos quiénes están del lado del descarte. 

El Estado no está impotente frente a la violencia machista, al contrario, parece aprovecharse de la fragilidad que provocan sus escasas o nulas acciones para seguir aplicando la pedagogía de la crueldad, el disciplinamiento. El Estado es responsable.