La civilización es un satélite de la palabra.

Había llevado un viejo grabador de cassettes, uno de aquellos "ladrillos" envueltos en cuerina,  el entrevistado me pidió que no lo grabara. La "justicia" somocista lo había citado a declarar con relación al FSLN.

Detalles del exilio interior. Me había exiliado en la Nicaragua somocista, aprovechando mi único y primer casamiento civil. La segunda vez que estaba en aquel hermoso, querido país. Hacía tres años un terremoto había destruido Managua. La zona céntrica estaba aún cercada. Baldíos y escombros, olores. Vivíamos en el barrio monseñor Lezcano. Contiguo a la P del H. El cementerio quedaba cerca. Cada atardecer pasaba el cotejo lento y callado de alguna familia pobre llevando a pie el cajoncito blanco/sencillo de un hijo/niña muerta por desnutrición o falta de atención.  Entonces mi piel presenció todos los anticipos de la pesadilla que vivimos después/hoy en la Argentina. Era el aborrecible 76, maldito año intenso. A veces quisiera modificar el pasado, que no hubiera año 76 en el siglo vencido.  O que tuviera otros sucesos,  conservando sólo mi viaje a Centroamérica.

Era una tarde de junio. No en Solentiname sino en un barrio residencial de Managua, en la casa de la madre de Ernesto Cardenal. Un chalecito en barrio Ciudad Jardín. Quedaba no sé cuántas cuadras al norte de la Distribuidora Vicky. Entonces y ahora. No sé por qué, algo me hace acordar al puentecito del Parque Alem sobre el Ludueña. Límite, arroyito y  puente. Me deslumbraban los contrastes. La ciudad era/es un continuo ir y venir entre lo sórdido y lo impecable.

Había leído casi todos sus trabajos, ansiaba tanto conocerlo y allí estaba, una presencia no literaria en la realidad. Entre sombras frescas y cotidianas, penumbras intensas, unos pocillos de café y la frontera donde el lujo/soberbia le pide visa a la sencillez. Varios poetas nicas me habían deslizado varias críticas sutiles hacia los gestos/hábitos de Ernesto Cardenal. Su camisola campesina y sus pies enyodados.

Estaba por viajar a Jamaica,  se alegró cuando le regalé una revista Savacou.  Me pidió la hoja donde estaban anotadas mis preguntas y las fue respondiendo. No le gustaba la poesía de Gelman, muy surrealista. Se molestó por la referencia hacia su prosa poética, en el límite de la prosa del relato.  Ignoró la pregunta a cómo se vendían las pinturas naif de la comunidad de Solentiname en N.Y. Casi no leía poesía de Iberoamérica, "no había nada nuevo en español". En inglés, sí, sobre todo, de indígenas del norte.  Una entrevista corta, casi abrupta. Intranquilidad de pendejo inseguro, que apenas tomaba notas de las respuestas en una libreta. Me preguntó si escribía. Al leer un trabajo mío sobre una mesa blanca (la mesa donde mi nona América amasaba ravioles los domingos en la casa de calle San Luis 2364) me acusó de plagiar a un poeta colombiano  a quien desconocía. En el mismo instante, estuve a punto de retrucarle que él había plagiado a Marcial y a Dante con sus epigramas. ¿Acaso Dante no había escrito que anhelaba escribir "cose mai scritte su donna alcuna"? No sé si habrá brillado allí la calentura de mi inocencia atropellada; entonces desconocía el desvío entre crear y escribir.

La distancia entre Juanele y Ernesto Cardenal.

Los apuntes de aquella entrevista se perdieron en alguna mudanza urgente. 42 años no son nada. Nunca encontré el poema que había "plagiado", pero fui comprendiendo que aunque no las hayamos leído ni tengamos noticias de ellas, todas las palabras escritas/pronunciadas/leídas  formatean/modifican nuestras vidas. Y que nadie es el autor de nada: el infinito no acepta la propiedad privada. El "derecho de autor" es una perversidad capitalista.

Después fue el triunfo sandinista del '79, la contrarrevolución y tantas cosas caídas junto al Muro de Berlín. La poesía nunca volvió a ser lo que era.