Dicen que la felicidad está en las cosas pequeñas. Un argentino del siglo XXI debe tomarse esta sentencia muy en serio. Así cuando compra fideos a quince pesos el paquete (a dieciocho cuando usted lea esta nota) en lugar de pensar que es un pobre miserable puede sentir que avanza hacia un estado zen, despojado, austero, superior. Y que por fin ha abandonado las ambiciones que lo martirizaron, sobre todo porque nunca se hicieron realidad.

   No es poca experiencia, argentino mío, la de vivir cada día con la sensación de que algo más se no escapa de las manos, de que tenemos algo menos que ayer, de que algo perderemos inevitablemente al final del día. Pero no se desaliente. Aprenda de la lección. Aprenda a aprender. Deje de soñar con shoppings donde sólo venden ropa para anoréxicos, con yates que desentonarían con su panza o celulitis, y con limusinas que nunca lograría estacionar en su garaje. Dele la espalda al capitalismo, si total el capitalismo ya se la ha dado a usted.

   Aprenda estas lecciones. ¡Pero apréndalas ya! Mañana será tarde. ¡Pare de sufrir! Mame de estas lecciones como si fueran las tetas de la mismísima sabiduría. La felicidad no está en tener cosas, digo yo ahora, que no tengo nada. Y menos está en tener cosas que vamos a perder, lección inevitable del argentino de hoy. Entonces viva el desencanto como la gran experiencia. Hay que aprender a caer (o volver a caer) para encontrarle al fin el gusto definitivo a la vida, como una versión actualizada de Erdosain.

   ¿En qué momento dejamos de ser pibes de pueblo, de barrio, personas simples, para soñar con una casa con piscina en Miami? Nosotros no éramos así. No habíamos nacido para eso. Estábamos en el mundo para bailar entre pataduras y reírnos, para cantar aunque desafináramos, para escribir poesía y recitarlas en la primera ventana abierta, para jugar a la pelota en el campito. Estábamos para reírnos justamente de los que tenían casa con pileta en Miami, para demostrarles que eso no nos impresionaba. Y si podíamos viajar a París, no era para ver si podíamos comprarnos un Rolex más barato que en la joyería del judío de la esquina sino para buscar ese jardincito perdido donde Van Gogh pintó un cuadro en medio de la locura y de su propio desencanto.

Nos hicieron creer que había que ser ambiciosos, que había que tener más de un auto, una casa de verano, pileta, quincho y tutti gli fiocchi. Y un día nos dimos cuenta de que eso se paga con tiempo, con envidia, con impuestos, con compromisos con los bancos. Y para colmo un día nos despertamos con el miedo de perderlo todo. Y de ahí a mentir, a llorar, a evadir, a ser una basura, hay un paso. Aprenda a convivir con la derrota, con la desilusión, con la desesperanza. Espere poco y seguro que ese sueño sí se le cumple.

   Hay que recordar(se) que para el caminante la felicidad es encontrar agua. Para los pobres, tener pan en la mesa. Que para nuestros abuelos era que le vinieran los tomates de la quinta. Que para nuestros padres era vernos más o menos encaminados. La mejor manera de no desilusionarse es no esperar demasiado, o nada, como el griego que vivía en el barril y que sólo quería que le dejaran disfrutar del sol. Disfrute del sol, si total sólo puede vivir en una casa, dormir en una cama, estar en un solo lado a la vez.

   Usted me dirá que no es la primera vez que nos pasa esto y yo le contesto que podemos hacer que sea la última. La gran lección. Y que por eso hay que aprovecharla. ¡Vívala! ¡Disfrútela! Aprenda a andar ligero de equipaje. ¿Cuántas veces tomó el camino que llevaba al triunfo económico y terminó en la cola del banco pidiendo plazos más largos para pagar lo impagable? Libérese de esa búsqueda. No es para usted (al menos no es para mí). Deje de buscar el éxito, que está privatizado y es caro. Y peor aún es triunfar sin haberlo buscado, de puro culo, porque uno dejará de ser el tipo al que todo quieren para volverse un cheto del orto que lo primero que hace es darle la espalda a los amigos.

   Hay gente que da la vuelta al mundo escapando de la desilusión. Pero si el mundo es redondo, tarde o temprano volvés a aparecer en la esquina de tu casa y la desilusión seguirá estando allí. Entonces deje de escapar, deje de soñar con estudiar en Oxford o en Cambridge. Usted no es tan hijo de puta como para eso. Aprenda de la negrada que se reúne en la esquina de la casa, pone música y baila hasta caer desmayada. Aprenda de la pobreza, que es el rincón al que nos condenaron. Deje de soñar con los reyes magos que se toman el agua, se comen el pasto, te vacían la heladera y te dejan la bosta de los camellos, con suerte.

   Asuma el desencanto y deje de soñar con seguir el camino de esos chetos de mierda que han transformado el mundo en una porquería invivible, en un shopping perpetuo, en la revista Caras, ellos adentro de la revista y nosotros leyéndola, con la ñata contra el vidrio. La teoría del desencanto te invita a aceptar esto y a buscar en otro lado.

"Seamos realistas, pidamos lo imposible", decían los franceses en aquel mayo mítico, y quizá tenían razón. Entonces, olvidemos la pesada carga de las cosas inútiles o reemplazables y pidamos lo imposible. Pidamos un mundo mejor, gente mejor, el mundo en otras manos.

   Y si esos tiempos llegan, que nos encuentren mejores, menos pedigüeños pero más soñadores, más duros pero más elásticos, más sabios pero más generosos, más retobados pero con el que vale la pena retobarse y no con los pobres diablos tan parecidos a uno, mejores  ante la historia que nos tocará enfrentar.

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