Producción: Javier Lewkowicz


Error conceptual

Por Pablo Chena * y Alexandre Roig*

El gobierno de Cambiemos parte de una afirmación errónea sobre las causas de la inflación: la inflación de costos no existe, todo aumento de precios es por emisión de dinero para financiar el déficit fiscal. La intuición detrás de la premisa es sencilla, hay una cierta cantidad de bienes en la economía y un monto de dinero en manos de los consumidores para adquirirlos. Si los medios de pago crecen –porque el gobierno emite para financiar el déficit fiscal– mientras la cantidad de bienes disponibles se mantiene relativamente constante, entonces subirán los precios y viceversa. 

En base a esta concepción aplicaron un paquete de medidas monetarias cada vez más restrictiva para sacar dinero de circulación; pasando de metas de inflación a control de la base monetaria; lo que llevó la tasa de interés de referencia del Banco Central del 22 por ciento anual en diciembre 2015 al 95 por ciento anual en junio de 2019. Acompañada de un ajuste fiscal extremo, aumentos de tarifas para alcanzar el déficit primario cero y el préstamo más grande de la historia del FMI. 

Las consecuencias no se hicieron esperar, la inflación anual pasó de 27 por ciento en 2015 (según Ipcba) a 57,3 por ciento a mayo 2019. Según Indec, el nivel de actividad económica cayó 2,5 por ciento en 2018 y 5,8 por ciento entre el I trimestre de este año e igual período de 2018. Como contracara, la tasa de desocupación aumentó del 5,9 por ciento en el III trimestre de 2015 al 10,1 por ciento para igual período de 2019. 

Estos resultados no obedecen a problemas de funcionamiento en los instrumentos utilizados –o a la falta de profundidad en las medidas–, ni a un problema cultural de los argentinos, sino a fallas teórico-conceptuales. De aquí en más, un plan antinflacionario debería construirse desde premisas teóricas acordes a la realidad económica y no a ilusiones teóricas que favorecen intereses financieros a costa de la producción y el consumo. 

Primero, el sistema económico no es un mercado abstracto de subasta donde asisten consumidores y productores, sino un circuito económico concreto que se inicia en la producción para ser vendido después en mercados por lo general oligopólicos. En consecuencia, si el Banco Central se enfoca en sacar dinero de circulación esto tiene como efectos cortar la cadena de pagos en la producción, desviando fondos a los bancos, y hacer caer la rentabilidad de la economía real; lo que se expresa en inflación de costos con recesión.

Segundo, la moneda tiene como función principal ser un puente entre el presente y el futuro. Un puente que necesita cimientos firmes, sostenido en la producción y el trabajo. Por lo tanto, la confianza en la moneda se genera con un modelo de país diseñado para generar certidumbre sobre la posibilidad de pagar la deuda con recaudación propia, producto del crecimiento. No a través de una escasez intencional de medios de pagos, en un intento de pagar deuda financiera incrementando la deuda social.

A partir de estas premisas teóricas se desprenden las medidas necesarias para reconstruir la demanda de moneda nacional. Primero, poner en funcionamiento la producción reconstruyendo la cadena de pagos hoy quebrada, a través del crédito accesible a la producción y el consumo. Esto aumentará automáticamente la demanda de dinero para las transacciones productivas, frenando la compra de dólares. Segundo, recomponer la confianza en la viabilidad económica de la Argentina a largo plazo. Esto requiere recuperar capacidad fiscal y financiera con: a) un nuevo programa de vencimientos global de la deuda pública acorde a la capacidad de pagos de un país en marcha; lo que comprende renegociar la deuda del tesoro y del Banco Central; b) una reforma tributaria que permita recaudar recursos de los sectores proveedores de divisas genuinas –primario-exportadores y financieros–; c) la transformación, a través de las sucesivas renovaciones, de la deuda en dólares por deuda en pesos; y d) repensar una arquitectura bancaria heterogénea y al servicio de la producción y del trabajo.

El mensaje es evidente, los datos hablan. Para bajar la inflación hay que reconstruir confianza social en nuestra moneda y esto no se logra restringiendo su uso presente, sino generando hoy la confianza política y económica para garantizar su demanda futura. 

* Economista Conicet/Usina.

** Sociólogo Unsam/Usina.


Falta un programa

Por Ana Gárriz *

Tras experimentar tasas de inflación récord en los últimos 28 años, en 2019 Argentina integrará, por undécima vez consecutiva, el top ten de naciones con mayores aumentos de precios en el conjunto de bienes y servicios representativo del gasto de los hogares. Ante este panorama, indagar sobre los márgenes de acción de la política pública en la materia se vuelve prioritario. Pero, como en la mayoría de los grandes debates económicos, entre los especialistas no existe un consenso acabado sobre las causas del fenómeno y, por lo tanto, menos aún sobre qué hacer para reducirlo. 

Simplificando al extremo el debate teórico, la biblioteca podría dividirse en dos. Por un lado, se sitúan quienes entienden la suba persistente de los precios como la expresión de un fenómeno estrictamente monetario. Para esta corriente, la inflación no sería más que el reflejo de una economía “recalentada”, donde –en la mayoría de los casos producto de un abultado déficit fiscal– la cantidad de dinero es superior a aquella necesaria para consumir una determinada oferta de productos y servicios que se supone fija, y plenamente cubierta. Por eso las soluciones apuntan al intento por controlar la oferta de dinero (de manera directa o a través del manejo de la tasa de interés), para inducir reducciones en el consumo y la inversión que restablezcan el equilibrio entre la oferta y la demanda. Dada la existencia de precios flexibles, argumentan, la inflación tendería a la baja.

Por el otro, están quienes asumen que el aumento sostenido de los precios es, esencialmente, un fenómeno no monetario. Desde esta perspectiva, y asumiendo que los precios son inflexibles a la baja, los procesos inflacionarios se derivan de tensiones en los principales precios relativos de la economía. Agrupando estas teorías, la inflación emergería como un fenómeno multicausal, con al menos dos determinantes clave: el devenir de los salarios, como reflejo de la “discusión” entre trabajadores y empresarios por hacerse de una mayor porción de la torta o, dependiendo el caso, perder la menor parte posible (puja distributiva); y el tipo de cambio. La cotización del dólar afecta de manera directa a los precios por diversas vías, entre las cuales generar aumentos en el precio de los alimentos (dada su condición de bienes transables con oferta rígida) se erige como la más significativa. 

De esto se deduce, entonces, que la política antinflacionaria debería orientarse a mantener a raya los principales “costos” de la economía. El problema es que quienes deben manejar la política antinflacionaria no controlan enteramente la puja distributiva, al menos en un contexto de paritarias libres. Tampoco el tipo de cambio si, como pareciera ser el consenso actual, existe la intención política de mantener sin restricciones el acceso al mercado cambiario. En este marco, y con la escasez de dólares como amenaza siempre latente, los intentos por contener la inflación por la vía de anclar el tipo de cambio derivarían, más tarde o más temprano, en procesos devaluatorios que revivirán la escalada de precios. 

Por eso, y a la luz de la ineficacia que mostró el BCRA para reducir la inflación con herramientas puramente monetarias, empiezan a cobrar relevancia en el debate público aquellas visiones que bregan por la necesidad de diseñar un programa antiinflacionario más amplio que, además de la coordinación de la política cambiaria y de precios regulados, involucre un consenso entre los protagonistas de la puja sobre cómo debería ser la pelea ideal entre precios, salarios y ganancias en los próximos años. Si bien es cierto que la experiencia argentina en la materia tiene más sombras que luces, no pareciera haber a priori otra solución al alcance de la mano. En cualquier caso, deberemos acostumbrarnos a que el camino hacia la inflación de un dígito, de alcanzarse, será largo: desde los 80 a esta parte, la mayoría de los países que registraron tasas de inflación superiores al 40 por ciento tardaron, en su mayoría, al menos una década en lograrlo.

* Licenciada en Economía, UNLP.