Es difícil pensar en dos dirigentes políticos más disímiles que María Eugenia Vidal y Axel Kiciloff. Entre ellos hay obvias diferencias políticas, pero hay diferencias de muchos otros órdenes, que también son políticos, pero más profundos, más encarnados que una idea. La disposición a decir la verdad o mentir, por ejemplo. La impostura como forma de militancia, la teatralidad permanente, la máscara constante, en ella. La rigurosidad académica mezclada con una sensibilidad popular y una decisión tomada en él desde la adolescencia: jugar a favor de los débiles. Entre el dirigente elitista y el dirigente popular hay distintas maneras de mirar al otro. Hay distintas maneras de aproximarse. Hay distintas maneras de dejarse tocar y de sonreír, y distintas maneras de apoyar la boca en el mate que se recibe de una mano pobre.

El resultado de las PASO indica que, en la monumental provincia de Buenos Aires nada menos, el pueblo quiere saber de qué se trata. Mientras Vidal fue la dirigente de Cambiemos con más y obscena protección mediática, Kiciloff viene siendo, desde sus tiempos de ministro de Economía, uno de los blancos más petardeados por los medios hegemónicos y algunos exégetas destemplados de Macri, a los que cada tanto se les escapa el bocado antisemita. Vidal, en cambio, transcurrió sus cuatro años de gobernadora viajando en helicóptero y viviendo en una base militar, sin que a ningún panel de la tarde le pareciera un tema.

Nunca se la asoció con ninguna de las tragedias evitables o crímenes que ocurrieron en la provincia a cargo de la policía que ella dirige a través de su ministro de Seguridad, ni se le reclamó desde la tribuna mediática por las viandas cada vez más vergonzosas que llegaban a las escuelas, ni por la falta de vacunas o por la desprotección atroz en la que han quedado los discapacitados, los jubilados, y la lista es larga. Ella nunca estuvo en el ojo de la tormenta. Gastó mucho dinero en pauta. Su dulzura tan mal impostada siempre dejó entrever a la mejor discípula de Macri.

Axel Kiciloff, un militante popular desde su pubertad, un agitador secundario que luego se recibió con honores en la UBA y obtuvo más tarde un 10 por su tesis doctoral sobre Keynes que ahora es un libro leído internacionalmente, inició su campaña en enero de 2016, sin saber que lo que estaba haciendo era una campaña. Reaccionó como Néstor: en ese verano aciago, tras la derrota, salió a las plazas a hablar de economía y de política y de reorganización. Y no paró hasta hoy.

En ese ejercicio pulsional e ideológico, él mismo debe haber aprendido y descubierto nuevas facetas suyas. Ya no estaba en un aula ni en una asamblea ni en un acto político ni en un foro para hablar de temas económicos. Estaba frente a frente con el pueblo, con esas caras, esas arrugas, esas bocas con pocos dientes, esos ojos sufridos, esa hospitalidad popular que se brinda con la inocencia de los únicos verdaderamente buenos. Y salió de él una nueva versión. La comunicación de Kiciloff con la gente es un fenómeno que será estudiado. Lo ayuda que es lindo, y las chicas pegan corazoncitos a su nombre y hacen chistes, pero él no explota esa veta, deja que ocurra poniéndose a veces un poco colorado.

Ese pibe simple y al mismo tiempo poseedor de las llaves de un conocimiento teórico que, combinado con la praxis, puede reconvertir una provincia como Buenos Aires, es un terco que así como Néstor no se sacaba los mocasines no permitió meter a su familia en la campaña. Y no sólo a eso se negó. Es rígido entre lo que se debe y no se debe. Esa terquedad ante el desastre que él preveía ya en enero de 2016 (siempre recuerdo cómo lloró cuando se decidió en el Congreso el pago a los buitres), esa terquedad militante y esa autoridad sobre sus actos que ha demostrado siempre, lo fueron llevando a la epopeya de los 90.000 kilómetros en el Clío. Y sacó la mitad de los votos. Hoy es uno de los hombres más importantes de la política argentina.