Mauricio Macri ama Nueva York, cosa que se trasluce en muchos viejos reportajes y reapareció recientemente cuando los norteamericanos eligieron a Donald Trump presidente. Macri había contado sus trasnoches con el especulador-presidente mucho antes de transformarse él mismo en uno. No contó lo que otros cuentan, que Nueva York es el lugar donde se sacaba un poquito los algodones y, por ejemplo, aprendió cómo se toma un taxi. En fin, que le quedó la marca y que aprendió tantas cosas.

Como por ejemplo, que la única marca de éxito de una ciudad es que las obras públicas, los cambios y desarrollos valoricen la tierra y las propiedades existentes en alguna zona. Nada más importa, todo lo demás es accesorio. El cambio debe ser permanente y sólo puede ser “exitoso” si es rentable. Es exactamente el mismo modelo de negocios de la moda o de los coches, que buscan convencer que todo es viejo y hay que cambiarlo, sólo que aplicado a la ciudad.

Otra cosa que aprendió nuestro actual presidente es una palabra que, con su dudoso inglés, le debe costar pronunciar: “gentrification”. El neologismo viene de “gentry”, vieja palabra inglesa para hablar de esa clase social que es acomodada y se da aires pero no es noble. En su acepción actual, se usa para resumir el proceso por el cual hay un reemplazo de población en un barrio o región donde se expulsa a los pobres y se invita a la clase media. Un ejemplo porteño, aunque bastante histericón, es Palermo Viejo, donde los maduros recuerdan calles oscuras y bastante peligrosas, pobladas de infinitos inquilinatos, y ahora se ven casas “puestas en valor”, piezas patrimoniales serruchadas para hacer locales, y un exceso de locales entre las viviendas. Como esto es Buenos Aires, esta gentrificación no fue ni rigurosa con el patrimonio ni controlada, excepto en las alturas. Brooklyn, con sus enormes Areas de Protección Históricas y sus estrictos reglamentos estilísticos sería un ejemplo bastante más positivo.

Uno pensaría que para el PRO gentrificar no es particularmente interesante porque no es específicamente un negocio para las grandes constructoras, sus socios del alma. Pero el fenómeno sí se está dando, medio imperceptible, en todas estas zonas del sur recreadas como “Distritos de...” La justificación, claro, es llevar actividad económica a zonas postergadas, pero no se habla del costo social. Es lo que acaba de denunciar el Observatorio del Derecho a la Ciudad, que señala que La Boca está sufriendo un fuerte proceso de desalojos desde que fue recreado como Distrito de las Artes. El proceso ya expulsó a 1106 personas de un sector del barrio cercano a la costa y de aquí a fin de marzo ya se anunciaron 19 desalojos más que afectan a 64 familias. En diversos tribunales hay 61 procesos más contra otras trescientas familias que bien pueden terminar este año. 

Nada de esto ocurre por las razones normales y aceptables de un juicio de desalojo, como que alguien no pague el alquiler, sino por las mismas razones y con los mismos métodos que en Nueva York: se especula con un drástico aumento del valor de propiedades hasta ahora de bajo precio. En varios casos se registra un desalojo por simple aumento de alquiler, con lo que estas familias no pueden pagarlo y así caen en un juicio de desalojo. 

Los vecinos de La Boca ya habían logrado, en tiempos de Macri, la ley 2240 que declara la emergencia ambiental y urbanística del barrio. Esto fue pulcramente ignorado por el ahora presidente y su actual sucesor, que sólo parecen pensar en la zona para superestadios o torres. De hecho, también se hacen los suecos con el artículo 29 de la misma ley 4353, que creó el distrito de las Artes y fue una iniciativa macrista. Este es el tipo de detalles que incluyen para calmar protestas legislativas, no para cumplir. En este caso, se habla de que el gobierno porteño tiene que atender la situación de vulnerabilidad social del barrio, relevar los problemas habitacionales y actuar con consecuencia para retener las familias que ya vivían en el distrito. Todo esto suena bien, pero no se hace, con lo que no hubo ni planes, ni estudios, ni relevamientos, ni nada. Sí hubo negocios en la Casa Amarilla, un claro respaldo al negocio de Boca Juniors y un amigable diálogo con los propietarios de la zona. 

Los que sí hicieron un relevamiento fueron los del grupo Vivienda y Hábitat de La Boca Resiste y Propone, que avisan que este verano se van a desalojar familias en las calles Brandsen, Lamadrid, Necochea, Cerri, Rocha, Suárez, Pedro de Mendoza, Magallanes, Zolezzi, Olavarría, Irala, Garibaldi y Melo. En tribunales esperan casos en Almirante Brown, Blanes, Brandsen, Caffarena, California, Carbonari, Grote, Hernandarias, Irala, Lamadrid, Melo, Brin, Necochea, Olavarría, Pinzón, Rocha, Suárez, Salvadores, Vespuccio, Villafañe y Zolezzi. 

Todas estas direcciones se concentran cerca del río, con lo que la metáfora de extender Puerto Madero hacia el sur no resulta tan exagerada. Y se sabe que los procesos de gentrificación comienzan así, con un número discreto de desalojos y reemplazos armados por los mejor conectados. Estos pioneros son los que eventualmente revenden o realquilan a precios muy superiores a la inversión, con lo que atraen a la segunda ola. La bola de nieve se acelera, y el barrio gana un “centro” de consumo y una “periferia” residencial, básicamente por el reciclado de lo existente y la construcción de piezas nuevas en lugares estratégicos. 

Un fastidio de estas políticas es que terminan siendo vendidas como mejoras urbanas y de calidad de vida de los porteños. Resulta facilongo simplemente cambiar la población de la ciudad por gente más acomodada y luego proclamar una mejora social. Es como poblar Junín con ingleses y luego anunciar un drástico salto en la calidad de la enseñanza de lenguas extranjeras... Pero no asombra que un fenómeno tan de superficies como el macrismo no entienda esto ni pueda concebir el esfuerzo de mejorar la vida de los demás sin echarlos. Una prueba es el anuncio de esta semana de que se van a instalar 22.000 cámaras de seguridad en la Ciudad, incluyendo colectivos y subtes. Para tener una idea del fenómeno, hoy hay apenas más de 2000 cámaras en Buenos Aires, con lo que el salto es mayúsculo. El PRO sí entiende esto de vigilar y castigar, la única manera que conoce de tratar al más pobre y más morocho. 

Y al que piense que todo esto es conspirativo, hay que citarle a alguien del otro lado del mostrador. Hace unos días, Eduardo Costantini compartió su entusiasmo a un diario oficialista y de paso definió con precisión profesional por dónde pasa el negocio. Primero explicó que hay varios cientos de millones de dólares buscando negocios inmobiliarios. Y luego completó diciendo que “el mercado inmobiliario de lujo entra en una nueva fase porque va a haber una serie de tierras valiosas que tanto el gobierno de la ciudad como la Anses y el gobierno federal sacarán a la venta”. El titular de Consultatio, creador del Malba y de Nordelta, entre otros muchos negocios, es un experto indudable y hay que notar que sólo habló del mercado “de lujo”. 

Una idea que el macrismo consagra como desarrollo, mejora social, ciudad en despegue. Aunque haya que desalojar a todos los que no entran en la fórmula.

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