El primer kirchnerismo, a fuerza de voluntad, pero también de resultados heredó un mito entre la militancia, incluidos sus economistas, la idea del peso de la voluntad política para provocar transformaciones económicas. En los primeros años se sostenía que el ministro de Economía era el propio Néstor Kirchner y se alimentaba el relato de la famosa “libretita de almacenero” en la que el mandatario anotaba los números básicos de las Cuentas Nacionales. Por detrás, sin embargo, existía una idea mucho más potente, la que sostiene que es la política la que conduce a la economía y no al revés. Esta idea tiene componentes de verdad y responde a un contexto histórico.

Sobre lo primero, la voluntad política es siempre el primer paso. Lo fue sobre todo para superar la fuerte recesión del ocaso de la convertibilidad, de la que se salió de la única manera que se sale de las recesiones, con políticas de demanda. Luego, dada la estructura económica local, donde el consumo representa las dos terceras partes de la demanda agregada, ello significó “poner plata en el bolsillo de la gente”. Fue lo que comenzó a hacer Kirchner primero a través de las subas salariales de suma fija, luego aumentando el salario mínimo y, una vez que la economía se puso en marcha, buscando que el Estado no sea neutral en las negociaciones paritarias. Nótese que pasar de los aumentos de suma fija a las paritarias significa que en el medio ocurrió el empoderamiento de los trabajadores, proceso imposible sin crecimiento económico.

Sobre la segunda cuestión, el contexto histórico, debe recordarse que se venía de lo que bien podría denominarse “la tiranía de los economistas”. Eran los tiempos en que las decisiones más impopulares y contrarias a los derechos de los trabajadores se tomaban “porque estamos endeudados y nos los pide el FMI”. En pocas palabras, se venía de una sobredeterminación del rol de los economistas ortodoxos en la toma de decisiones. La sociedad, con razón, estaba saturada.

Un tópico de las semanas post-PASO es la comparación del presente y los meses que vendrán con la secuencia de los años 2000-2004, años que marcaron el ocaso de la experiencia neoliberal de los ’90 y su salida a través de políticas más heterodoxas. Rememorando la experiencia de entonces también se sobreestima el rol de la política. Y por supuesto, también aparecen los economistas para hablar de lo que más saben, las futuras restricciones. La sensación de que la historia se repite es abrumadora.

Comparar los dos momentos históricos es hablar de sus diferencias, una tarea que ya fue múltiplemente abordada. Existe consenso en que el contexto externo del presente es mucho peor que el de comienzos de siglo por múltiples razones: porque las obligaciones de deuda son muy superiores, porque no existe un ciclo alcista en el precio de las commodities de exportación y porque Estados Unidos está mucho más atento a las políticas de su patio trasero. A ello se agrega un detalle menos abordado, la crisis económica en curso no terminó de desarrollarse. Todavía no se sabe cuáles serán las condiciones iniciales de la nueva administración. La transición hasta el 10 diciembre es pura incertidumbre.

Sobre lo que hay menos consenso, incluso entre muchos de quienes tomarán decisiones en la futura administración, es sobre las causas del ocaso de la convertibilidad y de la recuperación posterior. Una interpretación corriente es que el gran problema de la convertibilidad fue la acumulación de un atraso cambiario que afecto las exportaciones y la producción local, imposibilitada de competir con la importada. La especie no se sustenta en los números, sino en las creencias, ya que no hubo un estancamiento exportador. Hubo en cambio un problema de demanda producto del elevado desempleo y de las políticas monetarias contractivas. Al mismo tiempo, mantener sobrevaluado el tipo de cambio sólo podía sostenerse con entrada de capitales. Primero fue vía privatizaciones y luego vía deuda, incluidos el blindaje y el megacanje. Cuando la entrada de capitales se cortó la convertibilidad terminó. La devaluación de salida a partir de diciembre de 2001 no fue una decisión tomada por nadie. Sin ingreso de capitales sostener la paridad cambiaria era imposible.

La mala lectura sobre las causas de la crisis de 2001-2002 lleva también a una mala lectura de las razones de la recuperación. Una creencia extendida es que la señal de largada la dio la devaluación, la recuperación del “tipo de cambio competitivo” y un presunto shock exportador de origen cambiario. La combinación real de sucesos fue distinta. El default de la deuda y la mejora de los precios internacionales, sumados a la transformación agraria de los ’90, permitieron resolver el déficit de la cuenta corriente del balance de pagos por el lado de los ingresos. La devaluación sirvió para lo que sirve siempre, limitar transitoriamente las importaciones, es decir los egresos de divisas. Pero la recuperación comenzó a darse recién con la mejora de los ingresos de los trabajadores, es decir con el aumento del consumo y de la demanda. Las retenciones a las exportaciones establecidas a comienzos de 2002 permitieron que el Tesoro Nacional se asocie a la expansión. Este fue el origen de los superávits gemelos, pero la raíz de la recuperación fue el impulso de la demanda y el consumo. El contexto externo favorable brindó una ventana temporal más larga para el sostenimiento del crecimiento de la demanda interna sin que aparezca la tradicional restricción externa.

Recordar esta etapa no persigue el objetivo de historizar. En realidad la historia sirve de laboratorio para las políticas económicas, para observar sus relaciones causa-efecto. El desafío a partir de diciembre será comenzar a salir de la recesión. Para ello habrá que impulsar la demanda. Lo que se sabe, y en ello también hay consenso, es que las condiciones externas serán mucho menos favorables. Se sabe también que el gasto autónomo expande el producto, pero también que la expansión del producto hace crecer las importaciones. A estos datos se agrega que las reservas netas del Banco Central rondarán el cero y que la deuda pública, si bien no está en default abierto, deberá ser renegociada. Dicho de manera rápida deberá encontrarse un equilibrio entre la velocidad de recuperación de la demanda y la disponibilidad de los dólares necesarios para alimentar esta expansión. La voluntad política de volver a crecer estará limitada por la restricción de divisas. También se sabe, aunque aquí el consenso es menor, que si se produce un nuevo salto devaluatorio, es decir si el dólar se vuelve “todavía más competitivo”, no habrá un salto exportador, sino una nueva recesión producto de la caída de los salarios, una situación letal para un gobierno que nacerá con una gran legitimidad política pero que necesitará refrendarla con un buen desempeño económico. Dentro de las reglas del sistema, el factor clave será la renegociación de la deuda, lo único que puede brindar una ventana temporal para poner en marcha el crecimiento. Pero si la tarea parece difícil, se vuelve ciclópea cuando se recuerda que deberá combinarse con la desdolarización de la economía, tanto en materia de tarifas, como de recuperación de la moneda doméstica como reserva de valor.