A Luciana y a Edgardo

Ñandutí se detuvo sobre la barranca, en el límite con Granadero Baigorria, con la mirada como perdida hacia las islas. El agua y la vegetación agreste le recordaban un tiempo primigenio y de una libertad cercada por los hábitos acogedores que desempeñan lo esperable y conocido. Recordaba el exterminio progresivo de su gente y el maltrato de la gente de color, recordaba su desconcierto al pensar que los dioses permitieron a esa gente masacrar a su familia para adueñarse de lo que sin tener dueño era un bien fructífero que beneficiaba a todos. Recordaba el oprobio con que la redujeron a la servidumbre y el abuso que frecuentó del estanciero, Rogaciano Álvarez, que la jugó en una partida de truco y la cedió a Salvador Peña, quien abusó legalmente de ella, pues la convirtió en su mujer…

Ñandutí dio a luz ocho hijos. Salvador le dio los nombres: Pedro, Pablo, María, Mateo, Marcos, Magdalena, Ana y Juan. Harta de semejante ignominia, Ñandutí rogó a sus dioses que fulminasen a su marido, pero debió esperar más de veinte años para que su ruego fuese escuchado. Fue una tarde en que fue sorprendida por el hijo de Pedro, Nemesio, rogando como tantas otras veces a Ulungansum, quien esta vez cedió a su deseo, pues Salvador murió dos días después, víctima de un infarto. Ñandutí no supo si el muchacho escuchó su pedido. La molestaba el hecho de que el joven que ella desdeñaba, (como a todo los otros), la juzgara con crueldad. Cuando el joven mostró interés en acercarse, Ñandutí por prevención o por culpa lo aceptó, pero la culpa le duró poco; le bastó un corto tiempo para comprender la clase de persona que su nieto era.

Ñandutí tenía plena conciencia de que su vida, la vida como experiencia deseada se había detenido cuando pasó a ser una posesión de los Peña. La complacencia al observar lo que ocurría con las mujeres de color, el hastío disimulado, la propensión a la conveniencia, no le era suficiente. Necesitaba algo más, algo que satisficiera su deseo de venganza tal como lo dictaminara la ley de sus ancestros, sólo que ahora, y gracias a su inteligencia excepcional, no podía desdeñar lo que la gente de color aportaba al conocimiento del mundo que se extendía más allá de selvas, río, animales, aves y peces, noches insondables y mágicas mañanas… Y ese saber administraba una discordia que enmarañaba sus pensamientos. No quería deber a los de color. Ellos habían destruido su cultura y asesinado a su familia bajo el lema de un Dios cuyos signos eran la cruz y la espada, pero una noche en que debió pernoctar en Arteaga por los intereses de Salvador y salió a caminar, antes de que la tormenta preanunciada con relámpagos del este se adueñara de los cielos, se topó con un hombre que se había sentado un tanto agitado sobre un tronco partido al costado del camino, a la entrada o a la salida del pueblo, según se mire. Ñandutí le preguntó si le pasaba algo y el hombre sonriendo le respondió que sí, que estaba extasiado ante el inmenso barrio de estrellas. Era un profesor que hacía unas semanas había comenzado a dar clases en un profesorado de Cruz Alta. Me vine caminando hasta aquí, dijo, para observar el cielo nocturno como no puedo observarlo en la ciudad. Ñandutí alentada por el paisaje que por un momento aplacaba su malestar, le advirtió de la tormenta que se avecinaba y el hombre le respondió: Me da usted una noticia inmejorable, todo en un mismo día. ¿No sabe de dónde vendrá? ¿De dónde vendrá, quién?, repitió Ñandutí un tanto desconcertada. La tormenta, dijo el hombre. Me gustaría observar cuando llega y sobre todo escuchar la verdad que emana del trueno, y por supuesto regocijarme con la magia de la lluvia. Sabe, agregó, creo que si nos disponemos a escuchar la voz de una tormenta, tal vez cambiemos nuestra historia.

Ñandutí no supo qué decir y sólo atino a esbozar una frase que nunca pensó que saliera de sus labios. Pero… se empapará. Apenas lo dijo sintió que estaba razonando como la gente de color y que el hombre de color le respondía con frases que podrían haber dicho sus ancestros. En ese momento se despertó.

Meditó largamente sobre el significado de su sueño… Lo que recuperó rápidamente es que el sueño le recordó que la verdad tiene una forma y que no se encuentra de hecho. La verdad no vendrá a mí, tengo que desentrañarla, apartarla del mundo de las imágenes que nos desorientan, pensó, pero… Una idea la atrapó bruscamente. Decidió investigar las imposturas de su gente, que ella acarreaba, y con esa tarea sustituir el desánimo que le generaba la ira de su resentimiento.

 

Los días siguientes fueron de una displicencia inusual, puesto que comenzó a responder a los requerimientos de sus hijos y de sus nietos, pero como si no fuera realmente ella, o como si se hubiese desdoblado y fuese dos mujeres al mismo tiempo, sólo que la que respondía a lo que la rodeaba parecía una sombra de la otra. Obviamente Ñandutí no consentía vivir así. Apenas volvieron a la ciudad, fue al barrio San Francisquito y luego a Empalme Granero, donde se asentaba la mayor parte de su antigua comunidad. Sus congéneres le indicaron con naturalidad el lugar donde podía encontrar al chamán que solía caminar por la calle Bolivia, desde Apipé o Aimara hasta la avenida Juan José Paso. Hacia el fin del crepúsculo, Ñandutí caminó por Burucuyá hasta toparse con los galpones de La República, donde debió desviarse. A una cuadra hacia su derecha, encontró Bolivia. Recorrer la desprolija variedad del barrio, el barro rezagado del último desborde del Ludueña, la monótona pesadumbre de la pobreza de quienes otrora fueran su gente, disiparon su aprehensión por la hora con una profunda indignación. Por designio o por azar, caminando por la avenida hacia Provincias Unidas, mágicamente lo encontró. El chamán parecía un doble del hombre que Ñandutí encontrara en su sueño. Perpleja, tuvo que esforzarse para comprender que no estaba de vuelta soñando y le contó al chamán su sueño pasado. Éste le dijo: el otro es el verdadero, yo no soy más que su sombra. ¿Pero cómo?, dijo Ñandutí, ¿tienes tanto poder y eres una sombra? Sí, respondió, porque sólo soy una imagen… Yo soy el que está muerto y el otro es el que está vivo… yo debo convivir con mi imagen porque estoy atado al tiempo… Tal vez esto responda a lo que quieres preguntar, agregó, y se perdió en la liviana neblina que descendía sobre los basurales linderos a la gran avenida. Ñandutí quiso seguirlo pero había desaparecido. Bruscamente se percató de que estaba sola y sintió un poco de temor, aunque poco a poco comprendió que debía seguir los destellos de la luna que desgarraba intermitente la tiniebla. La Cruz del Sur titilaba levemente y las Tres Marías constreñían la cintura de la constelación de Orión, pero más allá, mucho más allá, sobre el horizonte del este, descendió un refucilo. Al principio, con pasos vacilantes y luego con pasos más firmes y seguros, la acompañó un murmullo de voces olvidadas y la sensación de devolver su sombra, para ir al encuentro de la verdad del trueno y del relámpago, la magia de la lluvia en una tormenta inesperada.