Creemos que desde que empezamos a conjurar la nostalgia, combatir la añoranza y retacear los textraño, empezó a circular entre nosotros la idea, digamos, por ejemplo, al cabo de un largo silencio, sentados frente al mar, siguiendo el cucurreo de las olas al atardecer, en el instante que viene después de haber bajado del auto, interrumpiendo el silencio incómodo que sucede al abandonar el tránsito, o incluso en el apuro de una mañana con desayuno urgente y compartido, en todas o alguna de esas situaciones es que alguien lo mencionaba.

¿Entonces nos casamos? Dicho así, como quien se persigna ante el peligro. Esa es la idea que circula casi a diario desde que se despertaron por primera vez después de dormir juntos. Te voy a extrañar: ¿Entonces? ¿Nos casamos? Se acabó el vino: ¿Y si nos casamos? Mejor esta vez no te extraño: Bueno, ¿nos casamos? Para todo va bien el entonces nos casamos. Que no es lo mismo, hay que aclararlo, que preguntar si te querés casar conmigo.

Y sin embargo ronda cada silencio, mientras la playera, que ha introducido la manguera en el ojete del tanque mira, distraídamente el horizonte, como para llenar ese instante interminable, vuelve como un eco “podríamos, la verdad, casarnos”, y después de haber recorrido más de medio tanque, combustible como para recorrer un tercio de ciertos paízuelos pañuelescos “capaz que tengas razón, nos podríamos casar”. Y así, como una letanía de tartamudos, en medio de grandes silencios, aislada, va tomando forma y dimensiones esta formidable idea que, conociéndola a ella como la conozco, no puede pecar de vulgar, de simpleza ni de lugar común.

No es por lo formidable de la idea que la idea la seduce. Es que, si lo piensan, la única manera de parar con tanta repercusión química que los envuelve, los conecta y los distrae, es casarse. No hay como el matrimonio, afirma ella, para terminar con cualquier tipo de añoranza. Por eso digo, dice él, nos casamos. Y ella piensa que sería divertido, pero ahora que lo piensa mejor, no sabe si quiere que se le pase. No es que le guste extrañar, no dijo eso, es que no soporta que todo se vuelva costumbre. Pero como ya aprendió que hay cosas que es mejor ni mencionar, se calla. Además de que, porque no quiere decir lo que le gustaría decir, porque sabe que él no soporta el silencio y, entonces, le va a preguntar si entonces nos casamos. Y ella ni siquiera puede pensar en una idea tan formidable, no se le ocurre cómo sería semejante situación, pero le encanta escuchar cuando él pregunta ¿y si nos casamos?

Tratándose de dos personas que apenas se conocen, no sorprende que vistos desde un Sputnik haya una que entra en porque-no-nos-casamos ni que cuando el otro se acerca a su propio y-si-nos-casáramos haya un batido, una línea melódica de Erik Satie y que esa danza leve que agita pero alegra el corazón los envuelva con una tenida que, si no es mágica, al menos será misteriosa, y cuando aflojan el abrazo y se miran, casi al unísono parecen entrar en un porqué no nos casamos, -si vivimos abrazados, soñamos reencontrarnos y añoramos el momento-, con una frecuencia infinitamente próxima pero siempre diferente.

Las dificultades comienzan cuando ella se pone en modo práctico. Entonces, recostada en la cama, apoyando la cara sobre la mano derecha para estar más cómoda, le dice: bueno, antes de casarnos tendríamos que resolver otros temas. Por ejemplo, dónde guardo mi ropa. Y ahí él, que quiere demostrarle toda su enorme hospitalidad, responde, así, como en el paroxismo de la generosidad: te puedo desocupar un cajón. ¿Un cajón?, pregunta ella atónita. Sí, se reafirma él, pensando que capaz exageró y un cajón pueda resultar demasiado. Y si hay algo que él no quiere en este momento es parecer demasiado nada. Ni que ella sienta que tiene que llenar exagerados huecos de su vida como podrían ser, no sé: tres, cuatro cajones. Acaso un estante, dios no lo permita. Un cajón, repite ella, mientras piensa qué le conviene elegir para llenarlo. Por ahí las cosas más pesadas, así no tiene que ir y venir cargada. Un cajón está muy bien, le dice. E inaugura así la colección de mentiras cotidianas que no pueden faltar en un matrimonio como Dios manda.

Y no es sólo eso lo que pasa. ¿Quién hará religiosamente las compras? ¿A quién le toca la vajilla? ¿Quién preparará todas las noches una deliciosa comida? ¿Por qué será que queda siempre acá, en el mismo lugar, tirada, esta revista?

Bue, ya empezamos, se queja ella. A ver si va a ser necesario casarse para decidir quién recoge la revista, cuándo hacen las compras y dónde preparan una ensalada. No sé a él, pero a ella una libreta no le cambia nada. Desde ya te advierto, le confiesa ella: odio hacer las compras y rara vez cocino. Me parecía, se ríe él que, últimamente, se ríe de todo. Y piensa que lo mejor para salir de ese quilombo de rutinas es ofrecerle otro cajón, aprender a hacer las compras por internet y volver a preguntarle por qué no nos casamos.

Al templo del matrimonio, parece decir el cajón vacío, sólo se accede por la vía del entredicho, la confusión o el fallido y ya hecho esto, le agrega el estante de arriba. sólo es posible el silencio o el culto permanente a una identidad sin fisuras, sin cambios, sin esperanza.

Pero ella, que a veces lo enreda todo, o escucha lo que quiere, o hace una mezcla perfecta entre lo que quiere y lo que le parece, le consulta al cajón nuevo: ¿templo? ¿Será que se quiere casar por iglesia? Entonces va chocha de la vida a preguntarle si no le jode cambiar de estante porque ella prefiere el de más arriba. Él se pregunta cuándo le dio un estante, pero no discute y no le importa. Y así, como de una dimensión a la que ella jamás podría acceder, le baja la indicación absurda de consultarle: ¿por qué será que me encariñé tanto contigo? Te encariñaste, repite ella para ver si le anda mal el aparato auditivo o qué. O sea, intenta expresar sin alborotarse, me tenés cariño. Así, cariño, como se le tiene a un ficus. El tipo no entiende qué, pero se da cuenta, porque tonto no es, de que algo hizo mal. Sin embargo, insiste con que sí, siente cariño. Qué tiene eso de malo. Nada, nada, reconoce ella mientras cambia de lugar las cosas del estante y le explica a él, pero para comprenderse a sí misma, que ella cariño le tiene a sus peluches. Voy a traer algunos a vivir a mí estante para que veas.

 

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