La publicidad de Brahma, cargada de misoginia, causó tanto revuelo que la empresa debió pedir disculpas y darlo de baja. Pero lo ocurrido trasciende el mal trago de quienes la vimos. La verdad es que no escapa al paradigma de las publicidades de cervezas de esta y otras marcas a través de los años. Por empezar la mayoría impone la necesidad de estar siempre púm para arriba, tinellizadamente divertidos o lo suficientemente embobados como para anestesiarlo todo. Todo: el dolor ajeno o el propio durante días, meses, años. Tal negacionismo conlleva el mandato de empeñarnos en vivir sin detenernos nunca. Pero ojo, también deja claro que los únicos que saben divertirse, son ellos. Las mujeres en esas publicidades son cosificadas, actrices de reparto con poco que aportar. Me detengo a mirar cortometrajes cerveceros de hace algunos años.

Toma uno: Hay fiesta de disfraces con música al palo. Un cowboy camina a paso firme con sus botas tejanas sobre el piso de porcelanato, una pareja de astronautas baila, un rock star se acomoda los lentes sentado en un sillón de alta gama. A todos les sorprende un caballo de peluche que corcovea torpemente chocando a los invitados. Por fin el pibe se saca el traje y su cara desentona con el fisic du rol del resto: es feo. Lo miran con asco. Pero ooops bajo la tela también hay una chica bellísima en tanga y sin corpiño que viste las patas delanteras del equino. Abraza al pibe feo y sí: todos felices toman cerveza. Fin. Ah no, ahora él, transpirado, hociquea el totó de su compañera dentro del peluche. “El que sabe, sabe”, dice una voz masculina en off. Puaj. Isenbeck

Toma dos: las chicas se aburren porque los chicos no quieren hablar con ellas, están tristes y cabizbajas. A ninguna se le ocurre llamar a una amiga o pasarla bien sola: su felicidad depende exclusivamente de la mirada masculina. La cámara deja claro que no saben qué hacer porque ellos, absortos en sus videojuegos, las ignoran. Hasta que un chico (sí, un chico) milagrosamente destapa una cerveza y la fiesta frenética se dispara en todas partes: oficinas, bares, casas particulares, baldíos… El efecto party incluye disfraces para todos y todas. A ellas, claro, la parafernalia las sigue dejando en mini shorts y puperas. Todo es descontrol, aturdimiento, alegría. Brahma.

Toma tres: hace calor en una playa plagada de turistas, el silencio es absoluto. Hasta los pájaros vuelan tediosos en cámara lenta. Pero tan pronto un chico (claro, ellos son los dueños de la fiesta siempre) destapa una botella helada de cerveza rubia y la gente corre a bailar desenfrenadamente en la arena sin ningún motivo, y ríe a rabiar al ritmo de la canción de moda. Quilmes.

 

Algunos de estos cortos publicitarios tienen varios años, pero la misoginia sigue existiendo. Ellas no pueden divertirse solas, son actrices de reparto de su propia vida. Ellos, tienen la sartén por el mango. También sigue vigente el reduccionismo omnipresente de que vivir bien no es otra cosa que permanecer aturdidos, en éxtasis, con la sonrisa eterna del Guasón. Sin detenernos a pensar, a sentir, a mirar, a intentar entender a les otres. Algunos hablan desde hace tiempo de la happycracia: la obsesión por ser felices o aparentarlo en forma permanente. Cueste lo que cueste. Una meca barata que consiste en reducir la vida misma a una cervecería virtual donde la alegría es mandato. Y el patriarcado aturde lo suficiente como para nunca oír el descontento o el dolor de nadie.