Lo mejor para el final

Suele decirse que lo bueno llega para quien sabe esperar; premisa que alcanza su penúltima confirmación con la serie The Mandalorian, space western sensación de Disney+ que ha ampliado el universo Star Wars con las andanzas del rudo cazarrecompensas galáctico del planeta Mandalor y su baby secuaz, el cachorro de Yoda. Sucede que, entre los celebrados aciertos de los ocho episodios de la primera temporada (a la que seguirá una segunda, confirmadísima), en los que se ha cuidado con mimo hasta en el más ínfimo detalle, ha encantado al séquito fiel de aficionados cierto gesto repetido: el hecho de que los créditos finales de cada capítulo lleguen con mononas joyitas visuales. Que no son sino el arte conceptual del episodio, suerte de guía desarrollada por variopintos artistas que sirvieron al team capitaneado por Jon Favreau, el creador, para desarrollar The Mandalorian. Así, a razón de 50 piezas -creadas por ilustradores como John Park, Jama Jurabaev, Doug Chiang, Brian Matyas, Erik Tiemens, Nick Gindraux o Christian Alzmann- emperifollan la pantalla a modo de incitante corolario del tono y la acción desarrollados en el total de entregas. Imaginados los mejores momentos con tanta belleza que los diseños piden pista: no faltan ya quienes solícitamente ruegan que se los edite prontamente en cuidado formato libro para poder admirarlos en papel, con lupa y cuidado. Independientemente del deseo, los terrícolas que quieran empaparse de estas obras no necesitan esperar para ver la serie: en las cuentas de Twitter de Star Wars y del propio programa están subidas todas y cada una de las ilustraciones, que harán las delicias de cualquier almita sensible a galaxias muy, muy lejanas. Y sí, aunque no sea necesario aclararlo: en más de una aparece ese hit instantáneo llamado Baby Yoda.

Verdes bosquejos fashionistas

¿Una revista de moda sin fotos? Puede hacerse. En especial cuando el ingenio se alía a las buenas intenciones, conforme ha demostrado la última edición de Vogue Italia (disponible en puestos de diarios y revistas tanos desde el pasado 7 de enero, para más info). Y es que la icónica publicación fashionista se ha marcado un tanto en materia de sustentabilidad al proponer un número “libre de sesiones fotográficas”. Sesiones que, según confiesa su director, Emanuele Farneti, implican disparatados gastos con su consecuente impacto ambiental, amén de vuelos y más vuelos, autos en servicio, luces prendidas durante largas horas, alimentos de cáterings que se desperdician, plástico para envolver las prendas, electricidad para cargar cámaras, teléfonos… Prescindiendo de tales expendios, han optado por ilustrar portada y páginas a la vieja usanza: con ilustraciones en vez de fotografías, una rareza en tiempos que beben de la cámara para mostrar lustrosísima pilcha. Con gesto bienhechor adicional, dicho sea de paso: lo ahorrado lo han destinado a la Fundación Querini Stampalia, centro cultural de Venecia que sufrió los estragos de las inundaciones el pasado noviembre. Se trata, según el mentado Farneti, de “un gesto pequeño pero concreto”, a tono con el compromiso “que firmásemos los editores de las 26 ediciones mundiales de Vogue por tomar decisiones más verdes” y que “implica admitir que hacer una revista de moda tiene implicancias ecológicas significativas”. Con esa meta entre ceja y ceja, fichó Vogue Italia a artistas más y menos consagrados que desplegaron su magia “sin contaminar de ninguna manera”, dispensando diferentes técnicas y estilos para hacerle honor a los conjuntitos Dior o Gucci desplegados en sus páginas: la artista multimedia italiana Vanessa Beecroft, la gala Delphine Desane, la pintora mozambiqueña Cassi Namoda, el estadounidense David Salle, el historietista Milo Manara, el artista gráfico japonés Yoshitaka Amano, entre ellos. “Este mes quisimos salir con un mensaje fuerte. Y la creatividad puede y debe incitarnos a explorar caminos distintos”, concluyó Farneti.

Gatos hasta la locura

Desde su reciente estreno, la inquietante adaptación fílmica del musical Cats -de Andrew Lloyd Webber sobre poemas de T. S. Eliot- ha dado muchísima tela para cortar por todas las razones equivocadas, desdeñada con ídem pasión por el público y por la crítica. Ni la manada de reputados gatos -con Judi Dench, Ian McKellen, Taylor Swift y Jennifer Hudson a la cabeza, metamorfoseados en extraños híbridos gatunos vía horríficos efectos digitales- salvaron las papas del fuego, rematadamente quemadas para el realizador Tom Hooper. Así y todo, acaso el Washington Post haya dado con una fórmula para rescatar a esta película desconcertante del fondo del océano: consumir estupefacientes antes de ir a verla. De hecho, se pregunta en un reciente artículo si no reemergerá el film de sus cenizas como un clásico stoner y procede prontamente a compilar comentarios de espectadores que se animaron al mal viaje cinematográfico bajo los efectos de las sustancias más diversas; marihuana, LSD, setas alucinógenas, por caso. Algunos salieron indemnes, otros… no tanto, pero algo es certero: todos atravesaron la experiencia con intensidad inusitada. De un lado del espectro: “Vomité cuatro veces durante la función, pero al final creo haberla entendido a un nivel genuinamente profundo”, dijo un terrícola iluminado. “¿Qué es esta genialidad? ¿Es posible que se trate de lo mejor que haya visto en la vida toda?”, se entusiasmó -por demás- un almita psicotrópicamente alterada. “Por un momento sentí que era la única persona capaz de comprender Cats. E imaginé una tesis cruzando los dialectos de clase del Londres de los años 30s, la jerga de los 80s de Estados Unidos y la violencia policial del 2019. A la distancia, no es ni ocurrente ni revolucionario, pero sepan entender: estaba realmente colocada”, manifestó una humana. Y ya luego, otras voces sinceradas: “Cuando Judi Dench se volvió y me miró directamente a los ojos para decirme que un gato no es un perro, fue el momento más aterrador de mi vida”. “Taylor parece Taylor, pero no es Taylor: es un monstruo”. “Juro por Dios que creí que el alma se me escapaba del cuerpo”. “Esto solo puede ser una obra del diablo”. “Mi único pensamiento hacia el final: ojalá no odie a mis gatos cuando llegue a casa”. Por su parte, un productor de Broadway -que no quiso revelar su identidad y también asistió bajo los efectos- contó: “Hacia el final, todos habíamos perdido contacto con la realidad y empezamos a reír a carcajadas en un acto colectivo de histeria. Pero cuando salimos del cine, solo había silencio, nadie emitía palabra. No entendíamos qué nos había pasado”. A esta altura del trauma, ni cuando los gatos duermen los pobres ratoncitos bailan…