Los ritos milénicos construyeron un ecosistema de intercambio constante con el mundo digital. Y la realidad comenzó a ser dictada por una herramienta de la percepción que se deja manejar a nuestro antojo: las selfies. Ser joven trae como condición sine qua non saber cuál es el ángulo fotográfico que más favorece, qué filtro pega con la situación y cómo hacer que esta premeditación parezca finamente casual.

En 1966, el astronauta norteamericano Edwin “Buzz” Aldrin Jr. tomó una cámara para sacarse una selfie junto al planeta Tierra y convertirse en lo que llamaríamos “influencer”. Sin embargo, ese episodio no era un hito apropiable para una generación preocupada por la Guerra Fría. Aún así, una cadena de innovaciones tecnológicas comenzó a alimentarse de la curiosidad egocéntrica que hace a la cultura joven. Unos 40 años después, las cámaras se fueron volviendo cada vez más digitales, compactas y rápidas. Pasaron de las pilas AA a las recargables y a conectarse a 220v. Las memorias comenzaron a parecer ilimitadas, y el recuerdo del rollo quedó relegado a nostálgicos.

Las cámaras digitales con temporizador (una característica útil que reemplazaba el torcer la muñeca y rezar estar en el ángulo correcto) se terminaron cuando Sony decidió agregar una cámara frontal a sus modelos de celulares “con tapita”. El juego cambió: la imagen ya no estaba en manos del camarógrafo. Las duck face, que había nacido con el objetivo de alcanzar una imagen estilizada por si no había espacio para otra foto, fueron memetizadas y convertidas en objeto del pasado. Los millennials aprendieron la palabra megapíxeles y las redes sociales eran el espacio que ofrecía lugar ilimitado para galerías de imágenes relativamente iguales.

 

El mundo de las selfies tomó otra proporción cuando la red social Instagram estrenó en 2010. La frescura de la autofoto comenzó a primar en un espacio que premia la estética visual y anima las constantes narrativas que inventan sus usuarios. Instagram no sólo demandó el rostro de las personas sino la historia de lo que sucedía detrás. Todos aquellos que terminaron migrando desde Facebook se acostumbraron a otro paradigma: los seguidores espiaban la vida de las personas con un relato “espontáneo”, retratado por una imagen que acompañaba su rostro.

La percepción se refinó con la explosión de los filtros de Realidad Aumentada que introdujo Snapchat en 2012, una gran manera de gamificar el ego del sujeto a través de disfraces virtuales. La apuesta virtual cantó Truco cuando se habilitó el etiquetado por geolocalización. La selfie se convirtió en el testimonio de experiencias de vida, de viajes y de ocurrencias “únicas”.

Víctimas de la selfie

La fascinación por demostrar lo que pasa en nuestras vidas a una audiencia imaginaria es una radiografía generacional. En 2014, la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) acuñó el término selfitis para el desorden obsesivo de sacarse selfies. En 2016 fueron publicados artículos médicos sobre el gran problema del codo de selfies, un padecimiento muscular similar al del codo de tenista. Y en 2018 un estudio demostró que 259 personas murieron por selfies riesgosas.

En promedio, 93 millones de selfies son posteadas por día: la década pasada nos enseñó que si no está en una red social, la persona no existe; y que si sus selfies no son adecuadas –después de todo el control lo tiene quien se toma la foto–, será condenado al ostracismo digital.

No es casual que hayan sido los millennials quienes sufrieron la devaluación total del poder adquisitivo y que hayan intercambiado la idea de la compra de un mobiliario por la de las experiencias limitadas. Las selfies terminaron por ser un reemplazo de aquella extrapolación material: se juzga cada una como irrepetible porque solo de esa manera tienen valor. En el marco de una década que se moldeó con una generación entre lo analógico y lo digital, las selfies son la marca de cómo necesitamos que las futuras generaciones nos recuerden.