Antonio tiene cinco años en 1936. España es un país arrasado por la Guerra Civil. Aunque fue parido en Oviedo, la madre viuda lo cría en la que será su tierra de adopción, la zona obrera y ferroviaria de León, en el linde con lo rural. El hambre, la intemperie y la persecución, la muerte acechando las ventanas. Las escuelas están cerradas. El libro que el chico tiene como aprendizaje de lectura, un libro de poemas, se llama “Otra más alta vida”. Lo escribió su padre, que se llamaba como él y murió cuando tenía un año. Ese libro será su principio y también su herramienta porque, como el padre, se hará poeta. "Considero imposible que, con la muerte por medio, pueda darse una relación más real entre un padre y un hijo que la que aconteció en mi infancia", diría más tarde. Esto, para empezar, como arranque en una aproximación a Antonio Gamoneda, el estilista mayor de la poesía española contemporánea que, en la actualidad, tiene noventa años y termina de publicar su segundo libro de memorias. Pero volvamos atrás. En el 41 asiste a un colegio religioso que abandona en el 43. Ingresa como empleado en un banco y pasa de un puesto a otro durante veinticuatro años. Su poesía madura, participa en algunas revistas literarias, se casa, tiene tres hijas. En tanto, la autodestrucción, el suicidio, la locura y el envilecimiento dispersan a sus amigos antifranquistas.

Pero, cómo se resume una vida. En todo caso, qué pueden pretender tanto un esbozo biográfico como un ensayo pormenorizado cuando su protagonista es capaz de preguntarse toda su existencia: “¿Qué hago yo delante del abismo?” Y se responde: “Bajo las águilas silenciosas, la inmensidad carece de significado”. Estoy convencido: leerlo lo narra más a fondo. Y si hay un libro suyo que me parece esencial en este sentido, ése es “Libro del frío” (1986-1998). Lo revisé a partir de la lectura de unos versos del poeta islandés Sjon (Sigurjón Birgir Sigurdson, Reikiavik, 1962). Pasa a menudo: la lectura genera un delta, canales que se comunican, una frase puede contactar con otra, una parienta inesperada, un fragmento con otro, y así se arma un circuito que puede desembocar en un libro que uno creía perdido, pero no. Sjón, en islandés, quiere decir vista. Me ganó su “Ars poética”, publicada por Silvina Friera en este diario (“El borde de lo posible”,10.8.20). Sjón lee con voz pausada, tomándose su tiempo: “Sucede a veces en los poemas/ que cuando la niebla se disipa/se lleva consigo la montaña”. Imagino que el efecto de una voz poética no es ninguna novedad: suele tratarse de un insight transformador. Me gusta también imaginar que tal fue el poder que las “kenningar”, esos míticos cantos nórdicos que reemplazan una palabra por una anécdota, ejercieron sobre Borges induciéndolo al estudio del islandés.

Según Gamoneda, “la poesía es arte de memoria en la perspectiva de la muerte”. Quiero atreverme a sugerir además que la poesía suele ser un milagro que no siempre ocurre pero, cuando se da, por lo general una visión, logra que el ser no sea ya el mismo: hablo de un antes y después, una mutación que esquiva la lógica de un lenguaje domesticado. Este es el punto: “la niebla se disipa, / se lleva la montaña”. El milagro está ahí, el estupor al alcance de la mano, gratuito y, no obstante, no es para todos en la medida en que exige algo tan simple como estar alerta, ir al encuentro desprendiéndose de preconceptos y certezas de bolsillo. A una música inaudible, me refiero. Estas reflexiones pueden sonar quizás alucinatorias, pero no.

“Soy autodidacta”, se define quien fuera ese chico que aprendió a leer en el libro de poemas de su padre. “Yo no sé idiomas”, dice. Y, sin embargo, hace unos años, leyendo al austríaco Georg Trakl se dedicó a darle forma en español a su prosa poética. El procedimiento no fue novedoso para Gamoneda: ya antes lo había afiatado versionando con libertad el “Libro de los venenos” de Diascórides o las “Geórgicas” de Virgilio. A estas transfiguraciones las ha bautizado “mudanzas”. Y se traducen en ese regreso a la textualidad de un otro, uno anterior, no importa de qué siglo. No es una operación paternalista de divulgación de lo clásico sino un regreso a lo pasado perdurable, lo que aún puede latir en nosotros. Lo que decía Heráclito: “Nadie baja dos veces al mismo río”. Gamoneda nunca fue un apurado. Un ejemplo: durante su compromiso con la resistencia, entre el 67 y el 75, permaneció en silencio, silencio que legitima el control de la efusión retórica. Al leerlo hay ocasiones en que se tiene la impresión de estar ante un presocrático: “Hierba de soledad, palomas negras: he llegado, por fin, este no es mi lugar, pero he llegado”.

Difícil escribir sobre Gamoneda sin citarlo. Conjeturo: la complicación reside en acercarse a una poesía que escarba en la dificultad de traducir en palabras la experiencia y recurre a imágenes y símbolos. En la complicación de hablar de su escritura, me doy cuenta, citarlo deviene imprescindible. Por ejemplo: “Hay un anciano ante una senda vacía. Nadie regresa de la ciudad lejana: sólo el viento sobre sus últimas huellas. // Yo soy la senda y el anciano, soy la ciudad y el viento”.

También es cierto, debería detenerme más en algún detalle personal, la condición proletaria, la coherencia entre el sentir, el pensar y el hacer. Debería, me digo, subrayar la vinculación estrecha de vida y obra fundiéndose en la terquedad de una escritura que se despelleja hasta el hueso. Su poesía, un querer decir, ilumina mejor su personalidad de apartado. Pareciera estar claro: la escritura suele saber más de quien escribe que su autor. “Tú ya no estás en tus oídos”, escribe. No es que Gamoneda desprecie la exterioridad sino que la interioriza a través de una elaboración que, mediante lo elíptico, alude a lo tácito: “Hay una hierba cuyo nombre no se sabe, así ha sido mi vida”. Desde la infancia, desde la voz del padre ausente, desde ahí regresa en “Libro del frío”: “Amé todas las pérdidas” escribe. “Nada es veloz en tu memoria salvo los ojos del suicida, el que encendía árboles en sus manos expertas en la pobreza y en la ira”, escribe. “Has llegado al gran sábado de la vida”.

Ninguna erudición: una de las virtudes del acto poético es conjurar las conexiones en un único texto esencial. Al borde del fin del libro, inficionado por las radiaciones de su escritura, uno se resiste a su conclusión. En el tramo final hierve la sangre del huérfano: “He atravesado las cortinas blancas: ya sólo hay luz dentro de mis ojos”.

Súbitamente decido hacerla corta. Es que Gamoneda me pide: “Dame la mano para entrar en la nieve”.