Nos encontramos transitando el período del año en el que siempre se habla -o se escribe en este caso- sobre lecturas pasatistas. Así, al costado del sillón de hierro oxidado ubicado en la galería, pernota la consabida novela rosa, la policial, de misterio, o la investigación periodística del momento. Una búsqueda de novedades para la evasión a los problemas cotidianos que el habitante de nuestra ciudad bien puede detener unas horas y hurgar entre las estanterías de pequeños comercios del ramo o puestos de usados. Allí, convalidando al viejo apotegma que dice que a una necesidad le asiste un derecho, el lector paciente podrá acoger entre sus manos a los clásicos de la literatura universal, y si lo prodiga la fortuna, encontrarse con un libro del español José Martínez Ruiz, más conocido con el seudónimo de Azorín.

Este genial prosista nació en Alicante en el año 1873. Perteneció de manera plena a lo que los españoles denominaron como “la Generación del 98”, un grupo de intelectuales cuyo mayor mérito consistió en haber renovado el pensamiento y la vida de su país. Sus líneas eran claras, tanto es así que al preguntarle Guillermo de Torre -crítico literario español y cuñado de Borges- sobre si le había costado escribir le respondió: “Escribir no, limar sí”. Precisamente el producido de la batalla por la limpidez del estilo, fue su mejor legado para las generaciones posteriores, en las que hoy se enrolan, entre otros, el madrileño Javier Marías, o hasta la mismísima Rosa Montero, vastamente leídos en nuestro país.

La vieja editorial Losada, en su Biblioteca Clásica y Contemporánea inscribe muchos de los títulos de este verdadero maestro de la prosa. Si no creen la afirmación, deleitémonos con un pasaje del libro Los pueblos: “…La hora viva, exultante, del pueblecillo en el que el insigne hombre habitaba, era ésta de los primeros albores matutinos. La edificación se asienta en las laderas de un montecillo que remata en un peñón ingente, agudo, enrojecido por los siglos, coronado por un castillejo morisco; un riachuelo contornea la montaña; ancha zona de umbríos huertos destaca en sus orillas. Y las casas, agazapadas entre el peñasco y la arboleda, vueltas de espaldas a los huertos, abren sobre la verdura sus largas solanas con toscas barandillas de madera, o muestran, a través del boscaje, los negros cuadros de sus ventanas misteriosas”.

Ante semejante monumento literario, pido al lector, en este caso del diario, tenga a bien no comparar, no sería justo. Solo vuelva en este verano tórrido y raro, a Azorín, el hombre de las pinceladas claras y leves. No se arrepentirá.