Julio Moura cuenta que a mediados de 1983 fue a SADAIC a registrar una hermosa balada que había creado para el disco Agujero interior, de Virus. Pero en la Sociedad Argentina de Autores y Compositores le rechazaban cada propuesta de título porque ya habían sido utilizados por otros. Negativa tras negativa, Julio se hinchó las pelotas –así lo metaforiza el guitarrista y eventual poeta– y propuso algo imposible de proscribir: ¿Qué hago en Manila?. El título nada tiene que ver con la canción, y ni siquiera está nombrado en la letra. Fue simplemente un lamparazo repentino que le vino después de consumir libros y documentales sobre la Segunda Guerra Mundial, en los que la capital de Filipinas era atacada y sometida por Japón, en represalia a Estados Unidos.

Hoy, hablar de Virus toma otra connotación, pues un virus con la inicial minúscula –pero de consecuencias mayúsculas– somete al mundo y Filipinas lo padece como pocos. Más allá de la crisis sanitaria ocasionada por la pandemia, la ONU estimó que durante 2021 en ese país se sumarán 215 mil nacimientos a los 1,7 millones anuales promedio de la última década. La segunda nación con la tasa más alta de embarazo adolescente en el sudeste asiático aceleró esta curva tras un severo confinamiento controlado con milicias callejeras. Además, en el único país oriental de culto católico, la Iglesia se impone y presiona para desalentar métodos anticonceptivos y la pastilla del día después. Según especialistas, 2021 será el año del "baby boom" filipino.

Los números alarman especialmente en Manila, una ciudad de casi 12 millones de habitantes hacinados de a 15 mil por kilómetro cuadrado, la cuarta mayor densidad del planeta. El amontonamiento se replica en hospitales y cárceles. En Filipinas viven 120 millones de personas y las cifras sobre contagios y muertes por Covid no terminan de ser confiables por la incapacidad material y económica de testear a tamaña cantidad de gente.

Por eso se despliegan células y patrulleros en las calles para mandarte a casa a punta de garrote. Días atrás trascendió mundialmente la espantosa muerte de Darren Peñaredondo, un muchacho de 28 años que convulsionó tras ser obligado por la policía a hacer 300 sentadillas como verdugueo por violar el toque de queda. En febrero, Human Rights Watch había denunciado otro castigo igual de sádico: cinco jóvenes fueron encerrados en una jaula para perros. No es por ahí, claramente.

Qué hacé', kumustá'

Antes de que Filipinas sea Filipinas, ese archipiélago de siete mil islas (¡siete mil islas!) fue disputado mano a mano por distintos imperios marítimos, como si jugaran al T.E.G en un mapa a escala real. El primer superclásico fue España versus Portugal y el segundo entre Inglaterra y Países Bajos, pero luego se metió Estados Unidos y la terminó de pudrir. Eso es lo que ocurre en el Pacífico, océano de transición entre Asia y América y, por lo tanto, punto estratégico para toda potencia económica y militar.

Malvinas, aunque en el Atlántico, también tiene una ubicación de privilegio que la volvió tentación para piratas. Por ahí habrá bordeado seguramente Fernando de Magallanes antes de atravesar el estrecho que separa Santa Cruz de Tierra del Fuego, y que hoy lleva su nombre, para terminar justamente en Filipinas, donde fue achurado sin piedad. El héroe de esa resistencia filipina fue un tal Lapulapu, quien a sus 29 años se le plantó de manos a la invasión del explorador portugués, liderando un ejército de 1500 filipinos que de los enemigos no dejaron ni los huesos.

Por eso la independencia real de Filipinas (no la que indican las efemérides, una fecha cualquiera en el calendario) fue al cabo de un largo proceso que incluyó pequeñas insurgencias, microrrevoluciones, la temeraria dictadura Ferdinand Marcos y millones de muertos en circunstancias de todo tipo, desde guerras mundiales hasta genocidios, pasando por campos de concentración, bombardeos y una de las más sangrientas "guerras contra las drogas" del mundo.

Poco de esto sabrán quienes en la vieja normalidad iban de turistas a las islas filipinas Cebú, Panglao, Palawan o Mantigue. Todas estallan de una biodiversidad zarpada. Algunas, como Camiguin, tienen siete volcanes. En otras no hay ni luz ni agua corriente, onda Cabo Polonio, pero para el otro lado. Y están aquellas en las que siquiera vive gente. Es decir: un puñado de archipiélagos a los que aún no llegó el coronavirus. Pero mejor no lo digamos en voz alta, no sea cosa que…

Filipinas es un destino de culto para muchos. Y de ubicación incierta para otros: no son pocos los que creen que está en Latinoamérica (¡!). Quizás sea porque varios de sus poblados suenan a español, o incluso porque su idioma madre tiene una fuerte influencia castellana: guapo se escribe gwapo; cuchara, kutsara; ventana, bintana; y ciudad, syudad, por ejemplo. Y saludar a un filipino en su lengua nunca será tan fácil para un argentino o cualquier otro sudamericano: ¿cómo estás? se traduce kumustá. Todo parece una mezcla de lunfardo en voz de tipos o tipas de rasgos andinos y apellidos tales como García o Pérez.

Consentimiento sin sentimiento

Pero Filipinas no es sólo un columpio entre millones de habitantes y miles de islas bonitas. En el medio, el desequilibrio se corta a cuchillo con un drama que padece el sudeste asiático en general, pero Filipinas en particular (acaso palmo a palmo con Tailandia): el turismo sexual alentado por una legislación que alienta la pedofilia. Una epidemia mucho más vieja y lesiva en la región que la reciente pandemia.

Desde 1930 está vigente una ley que habilita el consentimiento para tener relaciones coitales a partir de los 12 años, una edad en la que los pibes y las pibas aún no desarrollaron ni sus órganos sexuales ni su sistema reproductor, lo cual invariablemente ocasiona lesiones físicas, además de severos daños psicológicos. Esta norma –cercana a cumplir un siglo desde su sanción– lo único que logra es legitimar y normalizar la explotación y la pornografía infantil.

Tampoco hay que ser naíf y mirar tan lejos: en Europa, y especialmente en países vistos por la alta alcurnia como modélicos en hábitos y costumbres, la edad mínima de consentimiento sexual no está tan lejos. Alemania, por ejemplo, autoriza desde los 14 años. Y hasta 2015 España lo permitía a partir de los 13, misma edad que en Chile. Ese mismo año, un estudio de Unicef había alertado que una de cada cinco personas filipinas de entre 13 y 17 años había padecido algún tipo de violencia sexual.

Por eso en diciembre el Congreso le dio media sanción a una norma que eleva ese piso a los 16. Solo tres diputados osaron votar en contra de un cambio que impulsaron los otros 207 legisladores de Filipinas. Todo parecía dinamizarse, pero la aprobación final se estancó porque aún no se digna a tratarlo el otro cuerpo necesario para darle sanción final a la modificación: el Senado, esa cámara de notables plagada de gerontes proclives a obstaculizar modernizaciones. Cualquier parecido con la Argentina parece ser una coincidencia, o quizás no tanto.