Bill Clinton, en el día franco de su empleada, ingresa a su mansión arrastrando el carrito con las compras hechas. Sin usar las manos, con los mismos pies se quita los zapatos y los patea a un rincón. Se acaricia los juanetes y el dedo gordo. Descalzo camina a la cocina. Vigilado por un papel pegado con scotch en la pared, que escrito a mano le grita ¡Lavar Manos!, se quita el barbijo y, ya sabiendo que la bruja lo está llamando, agarra el celular que no para de aullar: “Hola, querido, ¡ya llegaste! Como Bill sabe que ella habla largo, prende la compu y se distrae con las páginas de las 3X, y se descorre el cierre. Se sorprende con algo inesperado en la pantalla y exclama para sí: ¡¿cómo puede ser que eso sea verdad, Dios?!... Hillary, del otro lado, también investigando mulatos enredados en garrochas tridimensionales, larga su espiche: “Yo dando los últimos toques a nuestro plan de inversiones en el “Gran Reinicio”; siempre luchando y pesquisando a los indeseables conspiracionistas que nos odian, en este mundo decadente y acojonado por esta pandemialitis. ¿Y a vos en esas esas calles de Dios?”. Bill Clinton se sirve un coñac: “Me he peleado con el chino, no me alcanzó el dinero y quise completar con la tarjeta, pero se negó el muy tunante, así que no iré más a ese condenado supermercado fascista y antisemita...”. Ella le pide verlo en el celu y Bill alega dificultades en el aparatejo. Ella echa leña al fuego contra los chinos: “Ya hace más de cincuenta años que el hijo de su madre de Céline lo dejó escrito en su última novela RIGODÓN, avisando que se nos avecinaba el peligro chino y nadie le dio bolilla. Y tenía razón, ¡los chinos son los únicos que le ganaron a las cucarachas! Y ahora obligan parir más hijos para tener más soldados y oprimir mejor al mundo... ¿Cómo se te ocurre salir a la calle con este frío, estás loco, querido Bill?... Bill detiene los nerviosos dedos porque una rubia espectacular sacude el esqueleto de tal modo que por un instante la Linda Lovelance de sus sueños eternos desaparece de su obsesiva-obsesión. Pero mantiene la charla cuidando que la voz le salga normal y no alterada: Es que necesito andar entre la gente cualunquen, sentir al pueblo... Ella lo interrumpe: No me versees a mí, chuntún, oíme, te anda buscando Bush el viejo... Bill Clinton le dice Okay y, sin pestañar ante el embrujo de la rubia, presiona la tecla de Bush el viejo pero, de puro torpe y calentón, se mete por obra y gracia de la tecnología virtual que por ahora sólo manejan los servicios de inteligencia y algunos elegidos, en el estudio de Bush el viejo justo cuando éste, mal pillado, debe hacer malabares para cerrar con rapidez las páginas pornos y saltar a Yahoo para enmascararse y de apuro abrir una circular del banco fingiéndole a Clinton: “Mirá vos, querido Bill, lo bajo que han caído los bancos, ahora nos venden pizza de morrones con descuento, lo mismo con los shoppings, ropa, vajillas, paraguas asiáticos, hamburguesas, entradas para teatros; qué-cosa-che... Pero bueno, a lo nuestro”. Luego de pasarle el informe que Bush el viejo necesitaba, Bill le recuerda que no se olvide de llamarlo a Carlitos como habían quedado... Bush el viejo le dice que ya lo está llamando a Carlitos, y se manda un traguito de whisky. El llamado suena una sola vez y de inmediato cambia a un disco publicitario que exclama: ¡Cripto monedas, Bitcoins, XRP, Etheseum, colocación de monedas, funding, activos digitales, pesos argentinos a futuro! ¡Asesoramiento internacional de Carlos Marx y asociados, la mejor opción!, ¡suscríbase, dele enter al pulgar levantado y recibirá un desayuno delivery asombroso!... Y aparece el rostro del susodicho Carlitos con los rulos parados enmarcándole la cara y con el barbijo colgado de la oreja. El autor de “El Capital” inicia el diálogo: “Hola gringo, ¿qué es de tu vida?... ¿Y vos mi amigazo Bush? ¿Cómo la llevan por ahí?” Bush el viejo le garantiza que poniéndole paños tibios al púlpito, y le pide consejos leyéndole apresurado una circular con opciones de inversión que le ha mandado el banco. Carlitos, sin dejar de apreciar en su monitor la igualdad lograda entre prosapias y cepas fraternizando felices en camas sicalípticas donde se ejercen derechos adquiridos en la plataforma de Porn-Hub, comienza a dar sus consejos bursátiles cuando, de sopetón, ingresa en el estudio Federico Engels. Marx, más previsor que Bush el viejo, de inmediato presiona la tecla que siempre tiene preparada para evitar el papeloneo, pero lo hace desmañadamente y, en lugar de aparecer la página en la que se supone debe estar bien atareado el enorme economista, surge un viejo video en el que se la ve a la Mónica Lewinsky arrodillada ante Bill en ritual y purificante ablución. Carlitos Marx, tragando saliva y para superar con clase el bochorno, le indica silencio a Engels cruzando el índice en los labios; y, señalando la pantalla, responde a Clinton: “Sí, querido Bill, tenés razón, sí, sí, creo más conveniente invertir, como ya te dije, en obras de arte en la línea Andy Warhol, todo muy libre, sí-sí, personajes de historieta, exacto, todo muy cool y desabrochado como este cómico link que me enviaste..., sí-sí, pero mejor todavía invertir ahora en plataformas e-book porque las nuevas variantes del coronavirus que nos acechan no las veo benignas y ya nadie va a querer manosear un libro con lomo y tripa, ja-ja”… Y, para acabar con el aturdimiento, Carlitos decide cerrar la cháchara con un disloque desconcertante: “Eso mismo, Gringo, como vos decís, Dios sólo inventó el cine para eternizar a Rita Hayworth, el resto es verso”. Con cara “de qué estarán hablando estos pelotudos”, Engels se retira indiferente dejando sobre el escritorio los papeles a consultar, y al cerrar la puerta, mágicamente, en incomprensible final, la pelirroja Gilda cierra el evento apareciendo en todos los celulares y compus del grupo de amigos. Ella, muy sonriente, totalmente desnuda como nadie y para todos, canta y baila su impresionante y memorable “Put-the-blame-on-Mame-boys”, seduciendo así no sólo a los admiradores políticos sino, también a su creador, el Señor de las Alturas, que, muy adusto, comienza a acariciarse el mentón, suavemente...