Donald Trump desconfiaba del linaje nativo de la senadora demócrata Elizabeth Warren, a la que consideraba una mentirosa y la llamaba Pocahontas. En la misma línea, el mes pasado se distribuyó el libro de memorias In Full Color. Finding My Place in a Black and White World (A todo color. En busca de mi lugar en un mundo en blanco y negro), en el que Rachel Dolezal cuenta su peripecia en un mundo que no aceptó que ella eligiera reconocerse como negra. 

La conmutación. La lingüística llama conmutación al ejercicio de cambiar un elemento en el plano de la expresión por otro. Hay conmutación cuando se verifica un cambio en el plano del contenido. Por ejemplo: si cambiamos la unidad /k/ por /g/ en el contexto [asa], hay permutación porque una cosa es [kasa] y otra cosa muy distinta es [gasa]. El lenguaje es la casa del ser, la gasa se aplica sobre las marcas del ser herido.

¿Qué sucedería si, en el contexto de las políticas de lo trans se nos ocurriera una permutación? Por ejemplo, de lo trans-gender a lo trans-racial, ¿hay variación de contenido? El caso de Rachel Dolezel, la autora de In Full Color, parece revelar que sí y el ejercicio lingüístico sirve no tanto para discutir su “caso” (bastante intrascendente en sociedades como la nuestra) sino para verificar cuan endebles son los umbrales de aceptación de las identificaciones imaginarias y qué cerca de los veredictos estamos. Habrá que estar siempre alertas.

La historia. Cada vez que puede, Eduardo Grüner recuerda una antigua obsesión suya, la frase que dice “Todos los ciudadanos, de aquí en adelante, serán conocidos por la denominación genérica de negros” incluida en el artículo 14 de la Constitución Imperial Haitiana de 1805, promulgada por Jean-Jacques Dessalines sobre los borradores redactados por Toussaint Louverture en 1801, pero cuya institucionalización tuvo que esperar a la Declaración de Independencia de 1804, con Toussaint ya muerto en las cárceles napoleónicas.

La Revolución Francesa, que produjo un notable documento, la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, bien pronto dejó en evidencia que no cualquiera participaría de los universales de la ciudadanía o de la especie: en todo caso, no los negros esclavizados en las colonias. En 1791 comienza en Haití el largo proceso revolucionario que permitirá fundar el primer imperio negro de la historia y que obligará, ahora sí, a la abolición de la esclavitud en los territorios metropolitanos y en todas las colonias. El artículo 14 de la Constitución haitiana incluye en su fraseo también a “los alemanes y polacos naturalizados por el gobierno”. Despojado de todo particularismo genético o biológico, el nombre “negro” se vuelve un gesto político.

Llamar a partir de ese momento a todos los haitianos “negros” habría sido equivalente a llamarlos “mujeres”, independientemente del género por el que se reconocieran. Las más modernas teorías de la identidad y sus legislaciones asociadas provienen de aquellos arrebatos de unos negritos que no estuvieron dispuestos a dejarse a avasallar por el poder imperial y colonial. 

Peter Newsam, presidente (de 1982 a 1987) de la Comisión para la Igualdad Racial en el distrito de North Yorkshire (Inglaterra), por ejemplo, recuerda la Ley de los Lores de 1983 que dictaminó que “Para que un grupo constituya un grupo étnico en el sentido de la Ley de Relaciones Raciales de 1976, debe considerarse a sí mismo y ser considerado por otros como una comunidad distinta en razón de ciertas características”. Después de establecer esas características, ninguna de ellas relacionada con el color de la piel, la ley agrega: “Siempre que una persona que se una al grupo de referencia se sienta miembro de él y sea aceptada por otros miembros, será, a los efectos de esta ley, un miembro”. No fue el caso de Rachel Dolezal, que fue rechazada por las personas a las que ayuda la Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color (NAACP, por el título en inglés) y, lo que es peor aún, la Universidad de Washington del Este, cuando el periodismo la obligó a decir que ella no es negra por nacimiento (si tal cosa existiera), sino por gesto.

Un veredicto. Rachel Dolezal fue acusada de “race faker” (falsificadora de raza), oportunista, mentirosa y “crazy bitch” en los Estados Unidos, cuando en junio de 2015 sus padres aparecieron en la televisión con sus rostros rubicundos para denunciar la impostura de una hija que había decidido apartarse radicalmente de lo que de ellos les venía, por la vía de una identidad imaginada. Rachel nació en el área rural de Montana en 1977. Debajo del nombre de sus padres, su certificado de nacimiento identifica al médico que intervino en el alumbramiento como “Jesucristo”.

Esa figura más apocalíptica que evangélica no dejó de atormentar la infancia de Rachel, criada en un ambiente fundamentalista pentecostal, educada en el hogar (y no en la escuela) por sus padres Lawrence y Ruthanne en la recta y estricta interpretación de la Biblia (y en el creacionismo y el compromiso puritano con la vida). Dolezal creció pensando que vivía una horrible equivocación y se construyó su propia novela familiar de neurótica: “En mis escenarios imaginarios mentales yo era una princesa egipcia y mis padres me habían secuestrado y adoptado. Tenía la ilusión de que, una vez que pasara mi infancia, todo iba a estar ok”. Por un tiempo, parece que fue así. Rachel se inscribió en Howard University (un tradicional college para negros) donde completó un Master en Bellas Artes en 2002. Dolezal se dedicó profesionalmente a usar el arte para la educación de niños sobre sus derechos civiles. Solicitó el cargo de titular de la Oficina de la Comisión de Ombudsman de la Policía de Spokane en mayo de 2014, y posteriormente fue nombrada por el alcalde David Condon. En su solicitud, se identificó como descendiente de varias etnias, incluyendo la negra. El mismo año fue designada presidente de la sección de Spokane de la NAACP.

En junio de 2015, Priscilla Frank denunció a Dolezal como plagiaria en The Huffington Post por su cuadro “La forma de nuestra clase”, que no es sino una copia del cuadro de Turner “El barco de esclavos” (1840). El asunto desencadenó el interés de la prensa, que se lanzó con fruición detrás de ese hueso con poca carne y pretendió descubrir, detrás de un plagio, otro. Aunque el trabajo durante su breve mandato había revitalizado la seccional de la NAACP, que nunca dejó de brindarle su apoyo y se horrorizó por los mensajes de odio que el caso despertó, el escándalo suscitado por los siervos de Dios bajo la máscara de padres biológicos de Dolezal en los medios la obligó a renunciar. Se la acusó de abuso de autoridad y comportamiento intimidatorio y su nombre fue eliminado de la página de la Universidad de Washington del Este donde había enseñado. Sin trabajo, prácticamente al borde de la quiebra y al mismo tiempo que lanzaba su libro, Rachel cambió el mes pasado su nombre por el de Nkechi Diallo. 

Las enseñanzas de la historia. El concepto “transracial” que defiende Rachel Dolezal en In Full Color ha sido impugnado por Claire Hynes (profesora de literatura en la Universidad de East Anglia) en The Guardian como ingenuo y, en el peor de los casos, peligroso, porque pretende ocultar el hecho de que lo que define a las personas de color es una falta de libertad para contar la propia historia. Syreeta McFadden, en el mismo medio, va más lejos: es una noción destructiva. Desde otro lugar, la cantante Rihanna defendió en Vanity Fair a Rachel, porque “flipeó” un poco a la sociedad y legítimamente cambió la perspectiva de las personas. “Es un gesto un poco heroico”, concluyó.

Alguien podría pensar que el asunto debe ser dirimido en el seno de la comunidad negra o afroamericana, como se prefiera, y tal vez sea cierto.

Pero si la noción (y forma de vida) “transracial” puede interesarnos es porque muestra un malestar que hoy ya casi no puede sostenerse en relación con la noción (y forma de vida) “transexual”, no tanto por imposibilidad histórica (eso ya no se piensa) sino por interdicto de discurso (eso no puede decirse porque hay quienes controlan los efectos del odio y de la intolerancia). Pero basta que apliquemos una mera permutación categorial, para que el trascendentalismo, el odio y la intolerancia se revelen con toda su fuerza bestial y reaccionaria: quien dice inscribirse en relación con un nombre (racial, genérico, nacionalitario o el que fuere) que “no le corresponde” miente, estafa, plagia, distorsiona. Hay una verdad que escapa a la soberanía sobre la propia vida. Los lugares sociales (mujer, obrero, negra, campesina, india, blanco), se nos dice, vienen dados. 

Pero independientemente de esos deprimentes veredictos judiciales, médicos y, sobre todo, sociales, el ser es capaz de rechazar todas las determinaciones. La revolución haitiana proclamó la negritud como un gesto, en el mismo sentido en que, primero, los movimientos de liberación homosexual reivindicaron el derecho de amar sin condiciones previas y, después, las éticas trans demostraron que hombre y mujer no son identidades fijadas por la partera (por más divina que ésta se pretenda). 

No es seguro que los nuevos paradigmas cisgénero (predicado de las personas cuya identidad de género es concordante con su género biológico o asignado al nacer) y transgénero (predicado de las personas que no se identifican con el género biológico o asignado en el nacimiento) hayan hecho otra cosa que correr el eje de la determinación un poco hacia la izquierda y hacia afuera de los antiguos trascendentales. Pero si acaso se pudiera pensar en términos de cisracial y transracial, nos beneficiaríamos porque ya no estaríamos obligados a declarar de qué color era la piel de nuestros abuelos o qué comían en sus días festivos.