“The Herald dará especial importancia a todos los asuntos relacionados con los intereses comerciales, no sólo de esta República, sino también de la Banda Oriental”. La cita pertenece al primer número de este periódico publicado aquí el 15 de septiembre de 1876, que para comienzos del año siguiente pasaría de semanario a ver la luz seis días a la semana con un nombre más afincado, The Buenos Ayres Herald. Escrito en inglés y dirigido “a la comunidad inglesa en general”, aunque con autoproclamado derecho a participar del devenir de la República, de arranque fueron dos paginitas con el movimiento portuario y avisos de dentistas, plomeros, tinturas, cursos de fotografía, galletas, pieles de tigres y guanacos. En los primeros números fueron desplegándose la pleitesía a la corona británica, noticias policiales de Londres, interés por las finanzas, preocupación por la devaluación de la moneda local, artículos sobre un malón indio en el partido de 9 de Julio o sobre la captura del caudillo entrerriano López Jordán, tildados, los caudillos, más allá de “trazos románticos”, como “probados obstáculos principales del progreso y la genuina libertad”. Al primer director se lo llevaron preso durante el gobierno de Avellaneda, acusado de difundir un cable falso que hizo saltar la cotización de unas acciones en el Reino Unido; el segundo fue un estafador extraordinario, que tras ejercer en Boston como político, empresario, religioso y director de periódicos, dejó un tendal de pagarés por 631.000 dólares antes de huir hacia Europa. Un personaje de Soriano: quisieron extraditarlo pero zafó y luego desembarcó en Buenos Aires con el nombre cambiado. Se hizo amigo del general Roca, medió con éxito en un conflicto con Chile, dirigió al Herald durante nueve años y como buen reverendo prosiguió con la prédica de la palabra del Señor, aunque recayó en el pecado de los pagarés y también terminó en cana.

De esto cuenta el periodista Sebastián Lacunza en el comienzo de El testigo inglés – Luces y sombras del Buenos Aires Herald, una trabajada y expandida historia de este diario de 141 años de trayectoria. Lacunza fue su último director, cargo que ejerció entre 2013 y 2017, cuando el diario, después de unas cuantas temporadas de zozobras, finalmente cerró. A fines de ese mismo año comenzó con la escritura del libro: “Como venía tan involucrado en los diálogos con Andrew Graham-Yooll y con Robert Cox, y accediendo a archivos y otros materiales, me atrajo mucho la idea de contar una historia no canonizada, menos confortable –dice Lacunza-. Primero fui hasta 1959, cuando llegó Cox, que marcó un hito en cuanto a un abordaje más periodístico; luego fui tirando de la cuerda y me gustó la noción del testigo, del inglés curioso e interesado que pispea; y cuando me encontré con la historia del segundo dueño me resultó súper atrapante y me tiré de cabeza”. Cox y Graham-Yooll son los periodistas más destacados en la historia del Herald, protagonistas además de lo que devino en el relato épico sobre el diario durante la dictadura, con sus denuncias sobre las atrocidades del régimen, que derivó en el exilio de ambos. Sucesos, sostiene el autor en la introducción, “que merecían una investigación que iluminara hechos y tramas con toda su riqueza histórica. Esa épica –que fue real y salvó vidas- era aludida con frecuencia como una letanía, apta para la divulgación superficial y la corrección política, o como una herramienta autoindulgente para tergiversar el pasado y operar sobre el presente”.

Que el Herald había apoyado el golpe del ’76 casi que forma parte del propio relato canonizado, dice Lacunza. “Porque justamente era muy útil a la noción de que no tenía ninguna inclinación de izquierda, sino que era un diario de centro, decente, que al notar las atrocidades había decidido apegarse a la verdad –sitúa-. No era negado el apoyo inicial a Videla. Y yo podía intuir, hablando con Cox o leyendo algunas cosas, que el apoyo había sido a todos los golpes. Es más: casi siempre fue un diario oficialista. Te diría que salvo Irigoyen, que fue una década de desapego del compromiso político, y una parte con Alfonsín, hubo mucho oficialismo. Con la Generación del ’80 o con la Década Infame, y la participación en el fusilamiento de Severino Di Giovanni, fue un diario de régimen. Con Perón. Con los gobiernos militares previos a Perón fue algo más distante, porque circulaba mucho la noción de guerra mundial. Frondizi, Illia, Onganía: Cox aplica dosis de distancia crítica, pero igualmente era oficialista. Las sorpresas aparecen con los detalles, comprobar el giro del peronismo al fervor antiperonista en un paralelismo muy marcado con el de Roberto Noble en Clarín. Y con la dictadura: bueno, se había ido exiliado Graham-Yooll, que era el principal periodista político, al Herald le constaban las desapariciones, y hasta había intervenido para salvar gente, y sin embargo hay textos revulsivos de apoyo al Proceso y posturas editoriales para salvar a Videla y Martínez de Hoz que siguieron hasta el exilio de Cox en 1979. Hubo figuras importantes dentro del diario que eran procesistas”.

Cuando el Herald se fundó había ya en Buenos Aires otros periódicos ingleses (como The Standard) y proliferaban los diarios escritos en otros idiomas, ligados al variopinto abanico de comunidades inmigrantes. Lacunza consigna tres factores centrales que incidieron en la singular longevidad del BAH: “Por un lado está la particularidad de la inmigración británica, que fue relativamente numerosa y se insertó en nichos puntuales, como los ferrocarriles, los frigoríficos, la siderurgia y el agro, aunque menos en las industrias o entre los trabajadores –dice-. Luego, la participación de multinacionales en la década del ’60, que lo resignifican como diario de negocios de los ejecutivos. Y después, sin duda, lo que le dio una sobrevida extraordinaria fue el prestigio simbólico por su papel en la dictadura, la noción de que había denunciado el terrorismo de Estado dio la vuelta al mundo. Incluso cuando cerró esa memoria subsistía expandida por el mundo, era un valor simbólico aún en medio de un lectorado que se había reducido por variadas causas. Hubo una pregunta que transitó toda la posdictadura: ¿a quién le hablamos, quién es nuestro público? Hubo muchas disputas por eso. Al final se juntaron varias tormentas, la del periodismo digital, la ausencia de una web, tormentas políticas y tecnológicas”.

Cuenta Lacunza que hizo unas sesenta entrevistas, que trabajó en la investigación junto a Cecilia Camarano en el análisis de las ediciones del Herald a lo largo del tiempo, que cuando accedió a la dirección procuró hacer un diario de sesgo liberal (léase en inglés, pronúnciese esdrújulo), que enfocara en retomar la agenda de los derechos humanos actualizada para su época, y que a la vez dialogara con el mundo de los negocios. “Y justamente, como debería procurar un buen ambiente de negocios, no podía adherir al capitalismo de amigos de Macri, ni el de los Kirchner –dice-. No podía adherir a esa concepción económica de la ventaja de la patria contratista”. Tuvo sus entredichos con Cox, que supo elogiarlo florido y terminó caracterizando a su gestión como pro kirchnerista. El periodismo: cuántos universos caben ahí. A la hora del cierre los principales propietarios del Herald eran Cristóbal López y Fabián de Sousa, que terminaron presos, hostigados a todo pedal por el gobierno de Macri. En el último tramo del libro, por razones obvias, se apela bastante a la primera persona. “Me gusta la idea de verlo como un pequeño diario universal –cierra Lacunza-. El Herald es un ejemplo particularísimo, escrito en inglés en esta capital, con vivencias de mucha intensidad. Un diario que asumía y aclaraba que no era argentino para terminar siendo un punto de Buenos Aires al que acudían por los desaparecidos. Me parece una parábola de vida única. Y a la vez creo que sus singularidades hablan de la historia de la prensa gráfica en general, de la Argentina y del mundo”.