El vértigo de la agenda política argentina tiende a envejecer prematuramente acontecimientos cruciales y de alcance histórico. No es, claro, un vértigo inocente. La coalición política gobernante –la verdadera, no la cada vez más irrelevante alianza con el radicalismo sino la que conforma el macrismo con los grandes medios de comunicación y con la corrupción judicial– maneja los ritmos y los relieves de los acontecimientos. Por eso parece que el tsunami político que provocó el fallo pro-indulto de la mayoría automática de la Corte Suprema hubiera pasado hace mucho y no hubiera dejado ninguna huella importante en la política argentina. Sin embargo, está muy claro que estamos ante una larvada crisis institucional, cuyo curso y desenlace forma parte central del futuro de la democracia en nuestro país. La cúpula de uno de los tres poderes constitucionales está hoy absolutamente vaciada de legitimidad. Su decisión ha impactado en uno de los consensos políticos centrales construidos en nuestro país durante los dieciséis años de vigencia ininterrumpida del estado de derecho: el de la necesidad de la memoria, la verdad y la justicia respecto de los crímenes del terrorismo de Estado. Lo revelaron todos los estudios de opinión que señalan una masa absolutamente mayoritaria de rechazos al fallo. Pero ante todo, lo puso en escena la multitudinaria plaza de Mayo del pasado 10 de mayo. 

Algunas de las consecuencias político-institucionales están a la vista, otras insinúan escenarios problemáticos a corto plazo. La Comisión Bicameral de Control y Seguimiento del Ministerio Público postergó la convocatoria a la procuradora general Alejandra Gils Carbó. Como es de práctica, se ensayaron excusas formales para la postergación, pero no hay forma de desligar el cambio, impulsado por el macrismo, de la tormenta que se desata sobre la cúpula judicial. El simulacro de juicio político preparado contra la procuradora no está rodeado hoy de un clima político favorable; perseverar en la agenda prevista hubiera sido exponerse a convertir el espectáculo parlamentario que se había montado en un escenario donde resonaran muy fuertes los argumentos contra la prepotencia del gobierno en su intento de apoderarse de todos los resortes judiciales decisivos: imponer a Horacio Rosatti y a Carlos Rosenkrantz (lo que se intentó perpetrar por decreto con la posterior conformidad de los designados), facilitar la violación a la Constitución que comporta la continuidad de Elena Highton de Nolasco como jueza de la Corte y después destituir de modo fraudulento a Gils Carbó hubiera aparecido claramente como la evidencia de una política dirigida a homogeneizar el Poder judicial en respaldo de las decisiones de gobierno. No quedaría de la independencia judicial más que una retórica gubernamental claramente desmentida por los hechos. 

Pero a la crisis institucional le esperan nuevos episodios. Tal vez el más inmediato y dramático es el papel que los cortesanos han recibido justamente de la procuradora general, el que fundamenta con sólidos argumentos jurídicos la necesidad de poner en libertad a Milagro Sala, cuya ilegal detención dura ya más de dieciséis meses. Además esta decisión estará precedida por la presencia de una delegación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuya decisión de condenar el atropello no deja ninguna razón para la duda. Es una decisión muy dramática para la cuestionada Corte. Si ratifica su prisión habrá reforzado su divorcio de la ciudadanía. No sirve, en este caso, detenerse a calcular si las encuestas mostrarían el mismo abrumador consenso negativo que expresaron frente al fallo del nuevo indulto: el sesgo autoritario y represivo de las decisiones de la cúpula judicial quedaría convertido en una certeza política y las consecuencias de esto no podrían reducirse a un escrutinio circunstancial de la opinión pública. Se habría sellado de ese modo la atadura irreversible de la Corte a la imprevisible suerte del gobierno de Macri. Para aflojar la tensión social a su alrededor, la Corte podría validar el dictamen de Gils Carbó y ordenar la liberación de la luchadora social. Pero en ese caso estaríamos ante una circunstancia crítica para la coalición formal entre Macri y el radicalismo, casi inexistente en la práctica de gobierno pero de importancia crítica en las muy próximas elecciones legislativas. Claramente el impacto sobre la figura del gobernador Gerardo Morales, sobre la realidad política de la provincia de Jujuy y sobre las relaciones entre el PRO y la UCR sería muy considerable. ¿Puede la Corte sencillamente no hacer nada y aplicar la terapia política del paso del tiempo? Eso ya hubiera sido problemático antes del fallo a favor de los genocidas; luce muy problemático en medio de la incierta situación político-institucional en la que está hoy la Corte. 

Además el fallo, la réplica popular y las consecuencias institucionales han dejado la situación de la justicia frente al castigo a los criminales de la dictadura en una especie de limbo. El Congreso, recordemos, sancionó en tiempo record una ley que impide explícitamente la aplicación del beneficio del 2x1 a los culpables de los crímenes de lesa humanidad, con el llamativo apoyo de los partidos que vienen militando en el negacionismo del genocidio y en el rechazo de la política de justicia de los años anteriores a la asunción de Macri. La ley no es aplicable al caso Muiña ya beneficiado por el fallo, obviamente irreversible, del supremo tribunal. ¿Qué pasa con la larga fila de criminales formada después de ese veredicto en reclamo de recibir el mismo beneficio que el indultado Muiña y con los fallos contrarios al de la Corte que se han multiplicado en los últimos días? La mayoría macrista del tribunal podría ampararse en la ley recientemente aprobada para borrar el antecedente que su propio fallo inconstitucional creó y, en consecuencia, mantener el cumplimiento legal de las condenas de los represores; la tentación de hacerlo para disminuir el aislamiento social sería muy grande. Sin embargo, como lo demuestra el artículo publicado por Aníbal Fernández en este diario (“Corregir el dislate con un desaguisado”, PáginaI12, 17 de mayo), ese lavado de cara del tribunal sería gravemente costoso para el orden jurídico argentino puesto que al instalar la retroactividad de la ley penal constituiría una aberración constitucional mayor que la del propio fallo cuestionado. Da la impresión de que si se quiere reparar el agravio a la Constitución, no hay muchos caminos posibles que no pasen por la renuncia o el juicio político a la mayoría automática macrista y la apertura de la posibilidad de que una nueva Corte Suprema fulmine con un nuevo fallo el nefasto antecedente. Es una gran ocasión para abrir una instancia de debate parlamentario sobre la situación institucional en la que está la Corte, que exprese claramente el lugar en el que está parado cada uno de los actores políticos.     

La crisis institucional tiene su centro en la Corte Suprema pero claramente no se limita a ella. La masiva respuesta popular tiene implícito un mensaje muy importante para el actual gobierno. Es la puesta en escena de la “diferencia argentina”, de aquello que a través de muchas décadas, de persecuciones, proscripciones y dictaduras, mantuvo en pie una voluntad y una capacidad popular de movilización ampliamente reconocidas como rasgo distintivo en cualquier comparación internacional. A propósito, en las últimas horas el funcionario Alejandro Rozitchner recurrió a la palabra “resentimiento” (adjudicada nada menos que al flaco Spinetta) para caracterizar a todos los que no reconocen “las cosas sensacionales que está haciendo este gobierno”. Es decir que para el pintoresco “filósofo”, los millones de argentinos y argentinas que protestan y luchan contra el saqueo corporativo del país que está en marcha son nada más que resentidos. Es un sonsonete que se acumula en las arcas de la retórica macrista para descalificar la protesta popular, lo que demuestra que Rozitchner está correctamente contratado. La diferencia argentina no es el resentimiento. Es la dignidad y el coraje para defenderse en las condiciones más adversas y así se manifiesta hoy en las múltiples resistencias a la política de Macri y sus CEOS.

Hace más de tres décadas el presidente Raúl Alfonsín decía en su campaña presidencial que la Argentina tenía que unir las dos tradiciones populares que construyeron su historia durante el Siglo XX, la de la defensa del estado de derecho y la de la justicia social. La división de esas dos tradiciones era, según él, la causa de las derrotas populares frente a los grandes enemigos tanto del estado de derecho como de la justicia social. Por encima de las circunstancias coyunturales en las que se inscribió ese mensaje de Alfonsín, su vigencia actual parece difícil de discutir. Acaso las concentraciones en la Plaza de Mayo del último 24 de marzo y de la semana pasada sean el punto más alto de esa unión de tradiciones políticas invocadas en tiempos de la recuperación democrática. Y la vigencia de esta idea tiene alcances dramáticos en nuestros días. Las huellas más dolorosas del accionar del macrismo en estos meses son las pérdidas de derechos y de condiciones de vida de los sectores más débiles y vulnerables de nuestro pueblo. Pero estos dolores y los avances contra la ley y la Constitución no son aspectos que puedan separarse. La represión de la protesta social, el incumplimiento de leyes como las que obligan a la paritaria docente, la reversión de leyes trascendentes como la de medios de comunicación por vía de decretos-leyes, la utilización del Poder Judicial para la persecución y estigmatización de adversarios políticos, constituyen la forma necesaria de un proyecto de vaciamiento nacional y de concentración de riqueza en el diminuto polo de los poderosos. 

Sin que en nuestro país la crisis política del proyecto neoliberal haya alcanzado las proporciones de catástrofe institucional que tiene hoy en Brasil, está claro que sigue siendo una constante histórica que para saquear a un país y empobrecer a un pueblo es indispensable el atropello al estado de derecho.