Catorce películas (una de ellas en tres partes; 4 horas y media en total) sobre un total de dieciséis (sin contar cortos, trabajos para televisión y un par de obras filmadas en colaboración), a lo largo de una carrera de 50 años exactos, que se halla en pleno desarrollo. Las dos más recientes son estrenos en cines argentinos, y a ellas se les suma un generoso puñado de películas jamás vistas en nuestro país. O apenas vistas. La retrospectiva que el Malba dedica a lo largo de este mes a la filmografía de Patricio Guzmán (Santiago de Chile, 1941) es, lisa y llanamente, la más extensa de su obra jamás proyectada (ni la Cinémathèque Française pudo darse ese lujo). Con los recientes fallecimientos de Fernando Solanas y Eduardo Coutinho, Guzmán, que a lo largo de su carrera recibió casi todos los premios imaginables, es, a los 80 años, el único coloso que le queda al documental latinoamericano y uno de los más grandes documentalistas del mundo entero en actividad (sólo el estadounidense Frederick Wiseman y Raymond Dépardon están a su altura). En síntesis, febrero será un mes en las más altas cumbres para el cine de no ficción en la Argentina.

Patricio Guzmán Lozanes había filmado en 1971 dos largometrajes hermanados, El primer año y La respuesta de octubre, que como sus nombres indican documentaban el período inicial del gobierno de Salvador Allende Gossens, electo Presidente de Chile el año anterior. El eminente Chris Marker (La jetée, Sans Soleil, Le Joli Mai) tuvo ocasión de verlos. No sólo se ocupó de distribuirlos en Francia y Bélgica, sino que ofreció a su autor colaboración para un proyecto más ambicioso, que funcionara como continuidad del anterior. La colaboración consistió en ofrecerle toda la película virgen que necesitara. Guzmán se proponía filmar una crónica documental de largo aliento, que diera cuenta a la vez del inédito camino pacífico al socialismo que la Unión Popular había puesto en marcha como los modos en que esa nueva sociedad iba tomando forma, desde las bases, con testimonios directos de sus protagonistas.

Guzmán filmó durante más de un año, hasta que el 11 de setiembre ese proceso fue interrumpido con el bombardeo sobre el Palacio de la Moneda. Tras el golpe el realizador fue arrestado y llevado al Estadio Nacional. Permaneció secuestrado quince días, hasta que se le otorgó el beneficio del exilio. Pero lo que le interesaba a Guzmán eran los rollos de celuloide filmado (en blanco y negro), que logró sacar en valija diplomática, subiéndolos al barco que lo trasladaría de Valparaíso a Europa. Ahora venía la tarea quizás más difícil: montar aquello que el realizador había filmado “sin un plan predeterminado”. Eran kilómetros y kilómetros de celuloide, para lo cual contó con la ayuda de otro “ángel guardián”. Se trataba de Julio García Espinosa, director del Icaic cubano, que puso las salas de montaje del instituto a su disposición.

Abajo, arriba

Tras dos años metido en esa cueva habanera, Guzmán salió de allí con un montaje final de alrededor de una hora y media, al que puso por título La batalla de Chile (el subtítulo no es muy conocido: “La lucha de un pueblo sin armas”). Era el año 1975, y ésa resultaría la primera parte de La batalla de Chile en su forma final, llamada a ser, junto con La hora de los hornos, el documental político más legendario en la historia del cine latinoamericano. Las dos partes restantes quedarían terminadas en 1976 y 1979, mientras en el resto del continente las dictaduras manejadas desde el Departamento de Estado y las embajadas del Imperio cumplían a sangre y fuego el proyecto de “detener el camino al socialismo”.

Sobre un guion encabezado por Pedro Chaskel, José Bartolomé y el propio Guzmán (con el primero de ellos enfrascado además en la titánica tarea de montaje), la estructura que el realizador dio al tríptico es curiosa. La parte I, llamada La insurrección de la burguesía, entronca con El primer año y La respuesta de octubre y se continúa con la parte II, El golpe de Estado. Pero la tercera parte (El poder popular) retrocede en el tiempo y dialoga en forma directa con aquellos dos precedentes. En octubre de 1972 tuvo lugar el primer lockout patronal santiaguino, y es allí donde nace La insurrección de la burguesía, que junto con El golpe de Estado narra la creciente oposición de los “momios” chilenos, que comienzan a salir a la calle, digitados por el Departamento de Estado. Paros, desabastecimiento, reacción contra los cambios sociales y políticos llevados adelante por el gobierno de la UP, oposición parlamentaria sistemática a los proyectos de ley, intento fallido de destitución, una asonada sin eco. “Cuando vieron que habían agotado todos los medios, llegaron a la conclusión de que sólo quedaba uno”: es el comienzo de la segunda parte.

Lo notable de La batalla… (que se acentúa en la tercera parte, El poder popular) es el modo en que Guzmán articula lo “macro” (el movimiento de fichas de alto nivel, tanto en el plano oficial como el de la oposición) y lo micro, con cientos y cientos de entrevistas a los protagonistas de lo que Allende llamó “camino al socialismo”. El gobierno no se queda de brazos cruzados y emprende una batería de iniciativas dirigidas a beneficiar a los sectores populares: apropiación de tierras improductivas, toma de fábricas, almacenes populares para suplir el desabastecimiento, control de productos acopiados en manos de ciudadanos comunes, asambleas, cordones industriales, comités campesinos…

Aquí se siente la Historia

Las tres partes permiten ver a los protagonistas en primer plano, directo a los ojos. Sus gestos, su sorpresa ante su creciente poder, la felicidad en muchos casos… Los rostros y las palabras: sorprende ver el grado de fluidez verbal, de claridad política y de articulación del discurso, en algunos casos de militantes formados, pero en muchos otros de gente de las barriadas, de los arriendos y talleres. Más interesante aún (y eternamente vigente) es el modo en que, a medida que el golpe se hace cada vez más inminente, estos representantes del pueblo polemizan (en los términos más respetuosos, estamos aquí a años luz de las chicanas de este lado de la cordillera) aquéllos que en vista de la correlación de fuerzas no ven plausible el uso de las armas, y los que creen, por el contrario, que el “poder popular” se construye arma en mano.

“Aquí se siente la Historia”, dice Guzmán desde el off, en una de las escasas intervenciones al relato de un locutor español. A propósito del off: es omnisciente, pero no simula ser imparcial. Es, claramente, el de un narrador que se siente parte de ese proceso de cambio. A impedir que esa historia muera, se olvide o se tergiverse, a recordar que sigue viva, dedicará Guzmán buena parte de su obra posterior.

Durante los años 80, exiliado desde el golpe y aposentado sobre todo en Cuba, Guzmán filma una nueva trilogía (más modesta, más colateral, no menos interesante) sobre el papel cumplido por la Iglesia Católica en América Latina. La rosa de los vientos (1983) y La cruz del Sur (1991) revisan la historia de conquista y los intentos de catequización, en oposición a las creencias de los indígenas de la zona, en particular los mayas (incluyendo testimonios de sobrevivientes). Pero también da lugar al fenómeno del sincretismo, por el cual en el curso del tiempo la religión del colonizador y el del colonizado tienden a producir fusiones.

Entre una y otra Guzmán relee, en En nombre de Dios (1987), el rol de la Iglesia chilena durante el período Allende-Pinochet. Aunque un poco el ateísmo de los tiempos y otro poco el papel de la Iglesia Argentina como cómplice de la última dictadura militar hagan pensar en un título irónico, conviene no olvidar que en los 70 hubo una Teología de la Liberación, que en Argentina existieron los padres Mugica, de Nevares y Angelelli, y que en Chile el arzobispo Henríquez no cesó de denunciar los crímenes y desapariciones del gobierno de Pinochet.

Yo

Poco más tarde Guzmán filma dos mediometrajes. Uno en México: Pueblo en vilo (1995), donde retoma el tema de la memoria. Se trata de un episodio muy pequeño, de esos a los que no sólo la Historia, sino las crónicas periodísticas (que hacen gala de lo pequeño como nuevo sujeto) suelen prestar poca atención. En el pequeñísimo pueblo de San José de Gracia, que no suele aparecer en los mapas, un poblador ha escrito un libro de volumen considerable, que registra la historia de ese caserío aparentemente sin historia. Como un Funes mexicano, a su vez, uno de los fundadores del pueblo recuerda todo. La memoria: estamos en zona propia del realizador. En 1995 Guzmán vuelve al país. Empieza un poco como turista, con Isla de Robinson Crusoe (1999), en la que el héroe de Defoe vivió solo durante decenas de años. El pequeño, modesto film tal vez funcione como prueba de ensayo para la maravillosa Mon Jules Verne (2005).

En ambas, y desde la más pura subjetividad, Guzmán hace a un lado la memoria histórica y habla de sus goces de infancia: las novelas de aventuras, las naves espaciales, la inmensidad del cosmos. Esto último va a terminar dando por resultado, unos años más tarde, una obra mayúscula, Nostalgia de la luz (2010), de la que pronto hablaremos. Madrid, por su parte (2002), es otra de estas bonitas miniaturas de un cineasta que parece pasar por una fase de recreo de los “grandes temas”.

A esa altura, sin embargo, el realizador de La batalla de Chile ha descubierto varias cosas. A partir de ese momento excavará sin cesar sobre ellas, como un explorador de la memoria. Uno de esos hallazgos es que se puede filmar un documental desde la máxima subjetividad, desde el más puro deseo, involucrando ya no sólo la razón sino la vida entera en él. Descubre también el efecto paradójico de esto último: cuanto más “yo” del autor, más empatía, más involucramiento del espectador. Estas dos intuiciones resultan esenciales para el desarrollo de su obra posterior.

Pero estamos en 1997 y el realizador de La batalla de Chile, de vuelta en su país, decide registrar esa batalla en tiempo presente. Preguntas para hacerse. Cuántos de quien lo han vivido recuerdan aquel experimento de socialismo pacífico de tres décadas atrás, y cómo lo han procesado en esos treinta años. Cuánto se sabe de él hoy en día, cuánto han tergiversado los medios ese saber y, sobre todo, qué grosor tiene el manto de silencio que se ha tendido sobre él. En Chile, la memoria obstinada (1997), Guzmán establece un diálogo (desde hace varias películas es su propia voz la que se oye en la banda sonora) con los que vivieron ese proceso (“recuerdo la frescura radiante de ese momento”, dice Guzmán), y con los que no.

El pasado es hoy

Chile, la memoria obstinada

A esta altura hemos escuchado, visto y presenciado una cantidad tal de testimonios de torturados en el mundo entero, como para estar relativamente anestesiados ante el relato de este horror. Las “parrillas”, los submarinos secos, las violaciones de mujeres secuestradas, la obligación de vivir en la propia inmundicia, la obligación de presenciar cómo se asesina a una persona. Lo que no deja de impactar en Chile, la memoria obstinada, por más que lo hayamos visto tantas veces, es la resiliencia, la capacidad de perseverar de los sobrevivientes, su grandeza para ser más grandes que la tortura. Sobre todo las mujeres.

Eso en cuanto a los protagonistas. La reacción de los “hijos del pinochetismo “ (alumnos de colegios secundarios, que se dan ese nombre) es mucho más matizada, más difícil de asimilar y de tragar. Que el documental que vieron es parcial, que “no refleja la verdad”, que era necesario frenar al comunismo. Sin embargo a la larga todos lloran, porque es difícil aceptar el exterminio, la tortura, los campos de concentración, sin que algo se conmueva. Y si ahora sienten ese dolor, ¿será que mañana, dieciocho años más tarde, pongamos, serán otros?

En un documental, como en una entrevista periodística, hay tres posibilidades de vincularse con el entrevistado, La primera es de carácter intimidatorio, apunta a precisar lo que el entrevistador sabe y quiere verificar en datos: Shoah, de Claude Lanzmann, La segunda en la repregunta, que el propio Lanzmann practica en Shoah, y que tiende a generar en el entrevistado la duda, “la otra versión”, finalmente el sinceramiento. Guzmán practica la tercera vía: hace una única pregunta, como Columbo, en la certeza de que con eso basta para que el entrevistado, en caso de querer ocultar algo, lo muestre. Y lo que muestra Chile, la memoria obstinada (un título que parece más referido al realizador que al conjunto de su sociedad) es una memoria borrada. La memoria obstinada contiene un fragmento dorado: aquél en el que quienes el 11 de setiembre permanecieron junto al Presidente hasta último momento se muestren, veamos sus rostros, para así mejor venerarlos.

Allí donde se encuentre

El caso Pinochet

En setiembre de 1998, Augusto Pinochet Ugarte, que gobernó Chile durante diecisiete años, es detenido en Londres, acusando de genocidio, terrorismo y tortura. De pronto el mundo mira hacia allí, y Patricio Guzmán también lo hace. El caso Pinochet (2001) es tal vez su documental más clásico, que sigue en directo las laberínticas contraposiciones de ese juicio. Por un lado, la legitimidad de juzgar a un asesino de masas, allí donde se encuentre (la posición del juez Baltasar Garzón), hasta la tesis de los abogados defensores, para quienes eso no se corresponde con la ley (y, de paso, Pinochet no fue un asesino de masas).

Guzmán monta las circunstancias de la batalla judicial en Londres con fragmentos de sobrevivientes de la tortura. El dictador apela a sus últimos, despreciables recursos: cargar sobre las espaldas de sus colaboradores la responsabilidad por los crímenes cometidos y presentándose, in extremis, en silla de ruedas, mientras sus abogados alegan que no cuenta con las facultades mentales para prestar testimonio (en el medio, Margaret Thatcher se acerca hasta el lugar de su detención, para felicitarlo por su triunfo “ante el comunismo internacional”). El final es conocido, sólo puede agregarse que la llegada de Pinochet al aeropuerto de Santiago es una de las más vergonzosas, descaradas e infames que registre la historia reciente.

A Guzmán le había quedado algo en el tintero histórico y cinematográfico: reivindicar la figura del Salvador Allende Gossens, acusado de “tibio” ante la inminencia del golpe. Sencillamente llamada Salvador Allende (2004), la película homónima es lo que suele llamarse un biopic, la biografía cinematográfica de un personaje público. La película tiene un comienzo brillante: las manos del realizador sopesan una billetera, el carnet de afiliado al Partido Socialista y poco más. “Es todo lo que quedó de él”, comenta Guzmán. Aunque Guzmán simpatiza claramente con el ex presidente democrático, no por eso deja de mostrar los debates que sobrevivieron al corte final de La batalla de Chile, donde quedan claras las diferencias, que se agudizan a medida que la situación se agrava, entre los militantes del Partido Socialista, que siguen resistiendo el recurso a las armas (el PC chileno estaba borrado) y aquellos que simpatizan con el MIR, que reclaman la inmediata formación de milicias populares y reniegan del pacifismo extremo del Presidente. Otra vez, como en La batalla de Chile, Guzmán vuelve a dar argumentos para que el espectador asista a ambas posturas, desde la interna “más interna” de las fuerzas que defienden al gobierno constitucional.

Arriba, abajo

Nostalgia de la luz

En 2010, Nostalgia de la luz --elegida por gran cantidad de asociaciones de críticos entre las diez mejores películas de ese año-- marca un salto de gigante para el realizador, que luce aquí una inspiración fuera de lo común. La narración se construye de acuerdo a lo que podrían llamarse “asociaciones controladas”. Comenzando de nuevo a partir de su infancia en primera persona, como en Isla de Robinson Crusoe y Mi Jules Verne (sobre todo ésta), el realizador identificado con el cine político cuenta de su fascinación de pequeño por los cielos, las estrellas, la astronomía. De allí pasa al desierto de Atacama (uno de los lugares del mundo donde la cualidad de la luz y la anchura de los cielos permiten una observación privilegiada del firmamento), inspecciona algunos de los observatorios más importantes que hay sobre la Tierra, mantiene conversaciones que orillan lo metafísico con astrónomos y filósofos… y de pronto, en uno de los cortes más espectaculares de la historia del cine, baja a la tierra. Encuentra que allí mismo, en Atacama, funcionó uno de los mayores campos de exterminio del pinochetismo, y allí un grupo de mujeres (viudas, madres, hermanas) escarban hoy mismo la pedregosidad por su propia cuenta, desde el alba al atardecer, buscando dar a sus seres queridos el entierro que merecen.

El cielo y la tierra (y las partículas de polvo que pueden encontrarse tanto en las estrellas como aquí abajo), la relación entre lo inconmensurable y la historia de los hombres, la contemplación maravillada del firmamento y la constatación del horror, la pura poesía de planetas y galaxias, los días y las noches cristalinos de Atacama, los límites de la ciencia (“no lo sé”, responden con frecuencia los científicos entrevistados), la pregunta por el origen y los finales de escarnio y crimen, todo ello narrado con un tempo propicio a la contemplación y reflexión (que el fraseo pausado del propio Guzmán agudiza) hacen de Nostalgia de la luz una de esas películas que más que películas son experiencias irrepetibles.

La siguiente El botón de nácar (2015) constituye claramente un díptico (díptico que el film siguiente convertirá en tríptico). Ahora todo comienza con el descubrimiento de ese pequeño elemento vestimentario, sumergido en lo más profundo del Pacífico. Otra vez el método de la “asociación controlada”: el mar lleva al narrador a pensar en el origen de la vida, en el volumen de agua que contiene el planeta y contenemos los seres humanos, en su asociación con la vida misma. Pero sucede otra cosa: Chile entero vive junto al agua, el agua es particularmente esencial para un país que constituye, con sus más de 4000 kilómetros de costa, el archipiélago más largo del mundo. Allí, bien al sur, vivieron los picunches, los mapuches, los kawérskar, los huiliches, los yámanas, los selknam, reducidos o exterminados por el conquistador español, cuyas ajadas fotos podemos ver ahora (con lo cual El botón de nácar hace puente también con La Rosa de los Vientos y La cruz del Sur).

El botón de nácar 

Pero habíamos quedado en aquel botón de nácar sumido para siempre allí en el fondo. La historia documenta que ese botón, arrancado del traje de un conquistador español, fue lo que un indio yagán aceptó a cambio de pasar un año en Inglaterra, donde sería investigado como quien analiza la constitución de un animal. Al volver, Jeremy Button (tal su nombre “de adopción”) ya nunca más volvió a ser el mismo. Pero hay un segundo botón, que pertenecía no a los hombres sino a rieles ferroviarios, sumergidos en el Pacífico. Esos eran los rieles que los esbirros de Pinochet usaban para hundir a los presos políticos en el mar.

En ambas películas lo alto es, como diría un monje zen, lo mismo que lo bajo, y el tiempo deja de ser lineal, como el de los hombres, para hacerse circular.

La cordillera de los sueños (2019) es, según todo parece indicarlo, el cierre de un tríptico al que podría darse por nombre “Chile y el cosmos”. Ahora no es el cielo ni el mar, sino la masa geológica que, como el Pacífico del otro lado, cerca la entera superficie del este Chile, de norte a sur. Para Guzmán allí está el origen del aislamiento chileno, y también uno de sus mitos fundacionales: imágenes de la cordillera aparecen en todas partes, incluidas las pequeñas cajitas de fósforos. Asociaciones, reutilizaciones: dos escultores utilizan la cal de los Andes para su trabajo. En una segunda parte (la película se halla claramente dividida en dos), Guzmán rinde homenaje, mediante una larga entrevista, a su colega y coetáneo Pablo Salas, que después del 11 de setiembre no marchó al exterior. Se quedó, filmando documentales en los que llegó a exponer su vida (durante la represión a una manifestación, un carabinero pasa tirando palazos al lado de Salas, mientras éste permanece impertérrito).

Hace sólo un mes, el 10 de enero, el pueblo chileno se mostró dispuesto, por primera vez en estos 59 años, a dejar de una vez atrás el pinochetismo y reasumir su memoria histórica. El 11 de marzo asume su nuevo presidente, el socialista Gabriel Boric. ¿La historia volverá a hacerse circular, habrá alguien filmando el equivalente de aquella El primer año, reiniciando un ciclo virtuoso que, medio siglo más tarde, muestre al mundo qué es Chile hoy?

Creemos, apostamos a que la persona capaz de filmar eso existe.

 

  • Más información en https://www.malba.org.ar/category/peliculas/

 

Detalle del ciclo

Sábado 5: Isla de Robinson Crusoe (18 hs); Mi Julio Verne (19 hs.)

Domingo 6: La cruz del Sur (20 hs); En nombre de Dios (22 hs.)

Jueves 10: La cruz del Sur (21 hs)

Viernes 11: Chile, la memoria obstinada (18.30 hs); Nostalgia de la luz (20 hs)

Sábado 12: Pueblo en vilo (18 hs); Madrid (19 hs)

Domingo 13: El caso Pinochet (20 hs); Salvador Allende (22 hs)

Viernes 18: La batalla de Chile 1 (18 hs); La batalla de Chile 2 (20 hs); La batalla de Chile 3 (22 hs)

Sábado 19: Isla de Robinson Crusoe (18 hs); Mi Julio Verne (19 hs.)

Domingo 20: La memoria obstinada (20 hs); Nostalgia de la luz (21.30 hs)

Jueves 24: Pueblo en vilo (21 hs); Madrid (22 hs)

Viernes 25: El caso Pinochet (18 hs.); Salvador Allende (20 hs)

Sábado 26: La cordillera de los sueños (18 hs.)

 

Domingo 27: El botón de nácar (20 hs); La cordillera de los sueños (22 hs)