"Tuvimos paraísos o infiernos con la forma de un muchacho y su guitarra. Tuvimos noches de euforia y madrugadas de bajones espantosos que se estiraban hasta el mediodía y duraban semanas. Tuvimos música de todo calibre, siempre". Podría haberlo escrito la semana pasada pero no, lo escribió en 1977, cuando todo estaba naciendo y todo se estaba haciendo y Miguel Grinberg estaba allí, hacía tiempo que estaba allí, testigo y escriba y hacedor en una escena que nadie definía como "rock", que era "beat" antes que el término fuera apropiado por los mercaderes de la industria musical. Gente que creía que el brillo era una camisa colorida y un peinado atrevido. Grinberg había abrazado la cultura de la Generación Beat, se había sumado al aullido de Allen Ginsberg y él también, por pleno derecho, por potencia poética, era un beatnik. Poeta en su tierra.

Miguel Grinberg murió este viernes en Buenos Aires, bancando con enorme dignidad los costos de la edad, sin faltar un solo martes a su grupo de meditación tibetana, con su esposa Flavia siempre cerca, leve aun con el peso de todo lo que recordaba de su vida -y vivió mucho, y recordaba mucho-, con esa aura de paz que lo rodeaba y contagiaba. Tenía 84 años y no se puede sino pensar en su tristeza y desazón ante una nueva destrucción de alcance mundial, ante los repetidos desastres ecológicos. Él, que vio tanta guerra y peleó tanto por un despertar y una ampliación de la conciencia humana.

Aquella frase en el prólogo de Cómo vino la mano -¿Cómo pretender pensar al rock argentino sin haber leído Cómo vino la mano, o la extraordinaria compilación Un mar de metales hirvientes de Gourmet Musical?- es apenas una pincelada, una faceta de Grinberg. Si le interesaba la música era como vehículo de poesía y herramienta de cambio, y quizás por eso sintonizó tan bien con Luis Alberto Spinetta, con quien no solo tuvo una potente charla en una noche de temporal de 1977, retratada en aquel libro, sino que le dedicó el tan hermoso Una vida hermosa, en 2013. 

Pero cuando los primeros músicos argentinos asomaron la cabeza, Miguel Grinberg ya había vivido su propia revolución. Había descubierto al rock estadounidense en 1953, gracias al aparato de onda corta de su padre radioaficionado. En un desvío de ese fanatismo encontró a Ginsberg, y en 1959 lo contactó para traducir Howl al castellano.  Las nuevas formas poéticas de los beatniks lo llevaron a gestar junto a Antonio Dal Masetto la revista Eco Contemporáneo, que no encajaba en ninguno de los moldes periodísticos de la época. Y a fundar la alianza de poetas latinoamericanos Nueva Solidaridad, que encontró ecos en una Latinoamérica todavía no asolada por los golpes militares en sincro: El pez y la serpiente en Nicaragua, la revista mexicana El corno emplumado, los nadaístas colombianos, el movimiento venezolano El Techo de la Ballena que reunía a pintores y escritores.

Toda esa fiebre cultural desembocó en una intensa estadía en Estados Unidos, que tiene su ineludible testimonio: Memoria de los ritos paralelos (Caja Negra, 2014) da cuenta de un diario revelador, un fogoso intercambio con nombres esenciales de la contracultura y el movimiento anti Vietnam como Jonas Mekas, Ginsberg, Henry Miller, Lawrence Ferlinghetti, LeRoi Jones, Jack Kerouac (con quien no se llevó del todo bien), Thomas Merton. Era 1964, y algo más estaba sucediendo en ese año y ese país: la invasión de cuatro pibes ingleses que iban a poner todo patas arriba. Primero The Beatles y enseguida The Rolling Stones, la reformulación y ampliación de aquel primer rock estadounidense.

Por eso, también, al regresar a la Argentina tras un año de travesía, Grinberg encontró interlocutores de otra especie en Moris, en Litto Nebbia, en Spinetta, en Claudio Gabis, en Tanguito, en Pipo Lernoud y Jorge Alvarez. Por eso se empeñó en una aventura llamada Aquí, allá y en todas partes, ciclo musical en el Teatro de la Fábula del Abasto que se apropiaba de un título Beatle para tratar de expandir nuevas esquirlas de lo que pasaba en La Cueva.

Pero ni la poesía ni el rock -ni sus combinaciones- alcanzaban para saciar el apetito cultural de Grinberg. El nuevo ser humano que proponía el hippismo implicaba otra relación con la tierra y el medio ambiente, y por eso su voz no se limitaba al concienzudo registro de lo que iba pasando en la escena argentina para La Opinión. En El Son Progresivo, que desembarcó en 1972 en Radio Municipal, abrió el micrófono para fusionar sus búsquedas artísticas, su interés en la filosofía y en la poesía, con el planteo de una nueva relación con la Madre Tierra. 

Esa misma búsqueda llevó a Mutantia, otra revista salida de los moldes, que entre 1980 y 1987 propuso miradas diversas sobre la ecología, la filosofía, las formas pedagógicas. Tiempos que habilitaron a la reedición en 1985 de Cómo vino la mano, pero no como ejercicio de nostalgia sino con un necesario prólogo que contemplara lo sucedido, que incluyera en el análisis el tsunami que había significado la Guerra de Malvinas, que propusiera coincidencias y disidencias por parte de alguien con autoridad para el ejercicio: "¿Qué hacer con la libertad?", se preguntaba allí. "En épocas dictatoriales, el rock ha sido un baluarte, un foco de resistencia generacional y poética. Pero cuando 'todo se puede' y cuando la totalidad de una sociedad comienza a evidenciar la necesidad de una música popular trascendental, allí se achican los márgenes para el divague y la futilidad."

Miguel Grinberg estuvo así dentro y fuera del rock, parte de un movimiento pero siempre con la cabeza abierta a miradas mucho más amplias, a ir dándole cuerpo a una obra literaria multiforme, a tener profundas relaciones de amistad tanto con Miguel Cantilo como con Witold Gombrowicz. Por eso es imposible fijarlo en un solo lugar, pero por eso también es tan imprescindible la visión de Satori Sur (título que alude a un libro nunca escrito), el documental de Federico Rotstein que puede verse en Cine.Ar y que incluye un pasaje memorable de diálogo con Jonas Mekas, entrecortado por la tecnología pero aún así revelador. Allí -como en el libro 80 preguntas a Miguel Grinberg- hay un notable destilado de su persona. Allí aparece como autor de la música Juan Ravioli, que viene rescatando el espíritu de Aquí, allá y en todas partes con vinilos en los que artistas de hoy revisitan esas páginas de ayer. 

Porque la historia de Grinberg no se divide en pasado y presente, es un ciclo sinfín en el que frases y conceptos no parecen tener tiempo, más allá de alguna referencia anclada en una época. Las escribió en algún ayer, pero podría haberlas plasmado la semana pasada. En la noche del viernes, muchos que ampliaron sus horizontes con él prepararon un "coro de silencio" y una vela encendida para tributar a una vida hermosa. Despedir a alguien que, de algún modo, siempre quiso eso: iluminarse un poco, darse calor. Y contagiarnos.