Salieron temprano en la madrugada. El auto iba a una velocidad normal por la ruta a Rosario, no querían que la policía los parara. Manejaba Armando y al lado iba su hermano Osvaldo. Atrás, entre papá y el tío Nuñe, estaba sentada la abuela Rosa, sostenida por ambos. Mamá me contó que la bobe había viajado a Casilda para pasar las fiestas con nosotros. Yo tenía cuatro años. Esa madrugada la abuela se descompensó, papá logró sujetarla antes de que se cayera. Mamá tenía un embarazo bastante avanzado y ayudó a sostenerla. Murió en brazos de papá.

Toda la familia estaba en Rosario, entonces el funeral tenía que hacerse ahí y había que enterrarla en el cementerio judío. Como papá no podía pagar una ambulancia para llevar el cuerpo, al tío Nuñe se le ocurrió la idea de pedirle a Armando, amigo de los dos, que la llevaran en su auto. Y así la bobe fue todo el viaje sentada, en la parte de atrás, entre papá y el tío. Había un silencio sepulcral. Mi papá iba sosteniendo el brazo izquierdo y rozaba con la mano el costado de la abuela. Sintió cómo el calor la iba abandonando. Un llanto se le ahogó en el pecho. Nuñe le tocó suavemente la espalda: Largalo. Apretó el brazo de su madre, inclinó la cabeza sobre su hombro casi tibio y se largó a llorar.

Creo que papá guardaba algunos secretos. Nunca supe mucho de su vida. Era reservado, especialmente en relación a su madre y su juventud. Solo supe que Rosa había nacido en Lituania y que su familia se había asentado en Carlos Casares. Lo que fui conociendo de ella fue porque mamá me lo contaba. Mi viejo era tan hermético sobre su madre que nunca pude sacarle una palabra. Algunos de esos secretos me los fue abriendo mamá. Parece que el abuelo Mauricio, padre de mi viejo, se había venido desde Odesa dejando su familia. Había conocido a la abuela acá. Papá estaba avergonzado de que no estuvieran casados.

Guardo algunas impresiones borrosas de mi infancia, como el ojo grande, ovalado y verde brillante que me miraba en la oscuridad y me impactaba. Me incorporaba un poco y lo observaba de soslayo y volvía a acostarme llena de miedo. Mamá me contó, cuando le pregunté sobre ese recuerdo medio difuso, que cuando iban al cine con papá me dejaban en la casa de Rosa que vivía con la tía Sara. Cenaba con ellas y a las diez de la noche íbamos al dormitorio a escuchar la radionovela. Nos acostábamos las tres: mi abuela, mi tía y yo entre ellas. Mi abuela apagaba todas las luces, prendía la enorme radio y el botón verde se encendía. El ojo que brillaba me asustaba tanto que me dormía prendida al camisón de la bobe.

A pesar de que era muy chica aún evoco la larga galería de la casa chorizo de mis abuelos paternos, con los mosaicos blancos y negros que la abuela hacía brillar. Y de las columnas de hierro tornadas que sostenían el techo de madera y chapa. Y de las plantas que colgaban de las macetas a lo largo de la galería. Había un pequeño cuarto, hacia el fondo, que se usaba de despensa y en él había largos estantes con frascos de vidrio llenos de conservas y dulces caseros. Siempre pensé que ella replicaba las conservas y los dulces que se guardaban en los sótanos de su casa en Rusia.

Fui armando su personalidad a través de las anécdotas que me contaba mamá. Mi madre tenía una relación tensa con la abuela Rosa. Para ella era dura y seria, se reía poco y estaba siempre atareada. Cuando se casaron con mi papá les dio una habitación en la casa. La abuela les impuso la entrega de una mensualidad por esa pieza. Cada mes reservaban una parte para sus gastos y los escondían en un sobre pegado atrás del ropero. Una noche, al volver del cine, se encontraron con la pieza revuelta, el ropero corrido y la falta del sobre. La bobe y Sara los esperaban con una ristra de reproches por el dinero escondido. Se mudaron lo más pronto que pudieron.

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