La proliferación cada vez mayor de series, las limitadas y las extendidas, cuyo poderío ha logrado desbancar de su trono al largometraje como vórtice central de la producción de imágenes y sonidos, conjura en muchas ocasiones la repetición infinita de fórmulas con ligeras variaciones. En otras palabras, no son tantas las producciones seriadas pensadas para la televisión o los servicios de streaming que realmente logren sorprender en términos narrativos y/o dramáticos, más allá de su mayor o menor eficacia, inteligencia, originalidad del planteo, factura formal y otros ítems que suelen considerarse relevantes. El oso, creación del productor y guionista Christopher Storer, que llega a Star+ con algunos meses de diferencia respecto a su estreno en los Estados Unidos, es una de esas perlas escondidas en el océano audiovisual. Una serie de formato breve que bien podría considerarse, desde la estructura del guion, como un largometraje dividido en varias partes, en este caso ocho, con duraciones que van desde los 25 a los 47 minutos. Poco más de cuatro horas en total, sin golpes de timón sensacionalistas en la trama, sin la necesidad de mantener al espectador atado al sillón gracias a situaciones de suspenso que se resuelven en el capítulo siguiente (el viejo y nunca enterrado cliffhanger), sin la promesa segura de una nueva temporada, porque la historia comienza y termina y para qué seguir ordeñando. Aunque... nunca se sabe. El espacio donde transcurre la historia es también mínimo: la cocina de un local de comida rápida, pero de origen familiar y artesanal, en la ciudad de Chicago, famoso por sus sándwiches de carne, de la especialidad conocida como italian beef. Una delicatessen al paso que ha sobrevivido a los cambios de las décadas (también a la pandemia de covid-19, como se afirma en cierto momento) y cuyo gerenciamiento ha pasado de generación en generación. El nombre del establecimiento es The Beef, y además de los platos del menú, un poco para paliar los tiempos duros y la falta de clientes, el lugar aprovecha la condición de culto de una vieja máquina de videojuegos –que funciona casi de milagro– para atraer a jugadores de todo el país, aficionados al más específico y puntilloso de los cosplays. Protagonizada por Jeremy Allen White en un papel consagratorio, El oso es además una serie generosa, que sabe abrir el juego más allá del personaje central y dedicarle espacio y sensibilidad al puñado de criaturas que disfrutan y sufren (sobre todo esto último) de la vida al límite durante las faenas culinarias. La vida entre ollas humeantes, cebollas lacrimógenas, batidoras que no funcionan como deberían hacerlo y un caos generalizado que, por momentos, transforma esos pocos metros cuadrados en un verdadero campo de batalla.

¿Por qué El oso? Es que a Carmen Berzatto, el protagonista, a quien todos llaman Carmy, también recibe el apodo cariñoso de “Bear”: Oso. La primera escena del capítulo inicial huye del realismo presente en casi la totalidad de la historia. Carmy camina sobre un puente elevado de la ciudad y se enfrenta a una gran jaula, de cuyas puertas abiertas emerge un oso negro con pinta de pocos amigos. El sueño se repetirá en un par de ocasiones, sublimación de los miedos y ansiedades del personaje. Es que poco tiempo atrás murió su hermano mayor, Mikey. Suicidio. Y Carmy, un chef hecho y derecho, famoso en los círculos gastronómicos, un cocinero que supo estar a cargo de los platos de uno de los mejores restaurantes del mundo, decidió hacerse cargo del negocio familiar. ¿Qué razones lo han llevado a abandonar semejante carrera en la alta cocina, con libros publicados y premios ganados con esfuerzo, y ponerse a cocinar sanguchitos y platos de espagueti con salsa enlatada, en un establecimiento que apenas si pasa los estándares municipales de salubridad y que, para colmo de males, lleva la pesada mochila de varias deudas impagas? Hay algo scorsesiano en el ritmo endemoniado de ese primer capítulo, que va revelando el todo y sus detalles a partir de un montaje acelerado y diálogos ídem, reflejo de las altas velocidades que manejan los cocineros de The Beef, abierto de corrido desde el mediodía hasta la noche. Una imagen recurrente aparece y reaparece durante esos minutos de origen: Carmy tomándose la cabeza, la mirada vidriosa, preguntándose por qué su hermano decidió hacer ciertas cosas, en apariencia incomprensibles, y no otras. Ejemplo: ¿por qué en el último pedido a los proveedores compró tantas latas de tomate triturado de tamaño mediano cuando las más grandes hubieran convenido desde todo punto de vista, en particular el económico? La pregunta se choca con otra, expuesta en voz alta por su “primo” Richie (en realidad no hay parentesco, sólo son amigos muy cercanos desde la infancia), interpretado por Ebon Moss-Bachrach. ¿Por qué cambiar las cosas, el “sistema”, según su propia definición y la de los empleados, en su mayoría con amplia experiencia en el lugar, casi su segundo hogar? ¿Por qué cambiar el menú, la manera de cocinar la carne, la cocción y la textura, si durante tantos años se hizo de otra manera? Y, sobre todo, ¿por qué traer esa “exquisitez” de su entrenamiento culinario a un lugar que, siempre según Richie, no lo necesita? Si algo no le falta a El oso son gritos, reproches, rencores viejos y nuevos, seguidos de alguna clase de reconciliación. Si algo no le falta es esa “italianidad” que el cine ha cimentado a fuerza de cientos de películas y series a lo largo de la historia.

TIEMPO Y DESASTRE

“Hay algo sobre los restaurantes que parece insostenible. No puedo evitar pensar que es algo imposible, como si en cualquier momento todo fuera a colapsar. Cuando ves esos restaurantes que han estado abiertos durante veinte o treinta años... no sé cómo alguien puede hacerlo”. Entrevistado por la revista Esquire, Christopher Storer, criado en el barrio Park Ridge de Chicago, muy cerca de donde transcurre la acción de la serie, destaca las razones por las cuales eligió un local de las características de The Beef, su ligazón con la realidad y los desafíos de construir series y cocinar para una clientela. “Conozco al dueño de Mr. Beef, el restaurante que inspiró a The Beef. Su nombre es Chris Zuchero. Mr. Beef está casi en una esquina, en Orleans, cerca de Erie, en River North, que es un hermoso vecindario de Chicago. Hay algo en él que siempre sentí perdido en el tiempo. Incluso hay un letrero que dice ‘Aunque es 2022, aquí todavía es 1988’. Escribí buena parte del guion pasando el rato con Chris, en lo que llaman el ‘comedor elegante’ de Mr. Beef, que en realidad es solo un patio adyacente”. En cuanto al personaje de Carmy y, por extensión, el resto de los cocineros, Storer destaca que, si hay algo en común entre los chefs, es el tiempo que la rutina del restaurante les quita. “La mayoría de los cocineros salen del trabajo y no tienen idea de qué hora es. Mucho menos de lo que ocurrió en el mundo exterior. Al mismo tiempo, cuando están en el restaurante, están obsesionados con el tiempo. Eso se convirtió en un tema central de El oso. Los cocineros y lavaplatos están siempre bajo tanta presión en el interior que, en el momento en el que salen, les resulta difícil relacionarse con esa vida que se están perdiendo”. Esa era la vida de Carmy en Nueva York, bajo la mirada dura y agresiva de un superior omnipresente, y esa es también la vida en Chicago: mirar el reloj que avanza implacable hacia la hora de apertura del restaurante, calculando si el tiempo alcanzará, si la cantidad de carne será suficiente, si el puré de papas tendrá la consistencia y el sabor adecuados. A tal punto está obsesionado con el paso del tiempo dentro de la cocina que, cuando el turno del mediodía cede y hay un pequeño espacio para fumar en la puerta, a veces se olvida el paquete de cigarrillos en lugares prohibidos. Esa vida alienada por los cacharros y utensilios parece tener un rito de iniciación: la primera vez que una olla o sartén se prende fuego, el tiempo de reacción para apagarlo antes de que sea demasiado tarde, la posibilidad del desastre.

La mayoría de los episodios de El oso fueron dirigido por el propio Storer y contaron con la ayuda de una “productora culinaria”, su hermana Courtney Storer, responsable del menú del restaurante italiano de Los Ángeles Jon + Vinny’s. La atención al detalle no está puesta sólo en los diálogos y la recreación del barrio, casi siempre visto a través de los cristales del local, sino también en la manera de moverse entre las hornallas y hornos: todo el tiempo se grita “manos”, para entregar un plato, y “atrás”, para avisar que alguien está transitando de un lugar a otro. Y todos y cada uno de los empleados se llaman entre ellos “chefs”, en señal de respeto (la confusión entre “chef” y Jeff, de paso, genera algún paso de comedia). Una de las evidentes señales de inteligencia de la serie es la manera en la cual parece releer y subvertir el formato de la sitcom: sin serlo en un sentido estricto, la historia coquetea con el espacio de The Beef como centro del universo, el lugar en el que podrían ocurrir mil variaciones de capítulo en capítulo. Pero más allá de los momentos de humor –que los hay, y muy afilados– The Bear se afinca en el drama personal y social, los conflictos entre generaciones, la eterna lucha entre los deseos y las posibilidades. Ya en el primer episodio, el staff perenne del restaurante al cual acaba de sumarse Carmy se amplía sumando a una joven cocinera que llega con el C.V. bajo el brazo. Como el nuevo dueño del Beef, y a diferencia del resto de los empleados, Sydney (Ayo Edebiri) también posee un título gastronómico e incluso fue dueña en el pasado reciente de una pequeña empresa de catering. Indudablemente, como ocurre con Carmy, está demasiado preparada para el puesto de ayudante de cocina. Cuando la decisión de darle una lavada de cara al lugar toma impulso, su inesperado protagonismo entre las ollas será el catalizador de varios conflictos que venían acumulándose de manera sorda, y que ahora se verbalizan sin filtros. La orden de establecer una “brigada francesa”, término que define cierta jerarquía tradicional en la trastienda de un restaurante, termina por hacer estallar varias granadas. Es justo entonces, en el peor momento posible, cuando la nueva inspectora del municipio hace acto de presencia para revisar las condiciones generales y, en particular, el aseo, el orden, el control de la contaminación cruzada. Casi al mismo tiempo, el abuso de la vieja batidora industrial hace estallar un fusible. Por momentos, The Beef parece maldecido por un conjuro maléfico.

Un asunto de familia(s)

Hay elementos autobiográficos en El oso, aunque muy tamizados por la ficción. En la mencionada entrevista, Storer recuerda que, cuando era chico, su hogar era “un poco retorcido. En mi familia hubo enfermedades mentales y adicciones. Iba de visita a Alcohólicos Anónimos todo el tiempo. Todavía estoy lidiando con ello como adulto, tratando de encontrar formas saludables de abordarlo. Algunos de los mismos pensamientos que solía tener sobre mi familia los noté en ambientes de trabajo tóxicos. Nadie se propone crear un lugar de trabajo así. Pero te das cuenta de que, especialmente en las cocinas, mucha gente fue maltratada y aprendieron eso. En la cocina de The Beef en particular, una de las cosas que queríamos poner en tensión era el hecho de que Carmy ha estado en una de esas cocinas, en algunos de esos lugares de trabajo tóxicos, y cree y afirma que no quiere hacer lo mismo. Sin embargo, al menos en un principio, está intentando arreglar el restaurante por las razones equivocadas. A ese lugar llega Sydney, que viene de un lugar positivo, con muchas ganas de aprender, y cae en la naturaleza oscura y caótica del lugar. Todo eso me hace pensar en las adicciones, en las toxinas que corren por la sangre de las familias”. La hermana de Carmy no quiere saber nada con el local familiar; si por ella fuera, lo ideal sería venderlo. Algo similar comenta un conocido del clan, el Tío Jimmy (el gran Oliver Platt), un viejo “empresario” con evidentes conexiones mafiosas (al fin y al cabo, esto es Chicago) que supo prestarle demasiado dinero a Marty. Marty, el que decidió irse de este mundo sin previo aviso, sin dejar atrás ni siquiera una carta de despedida, con algunas palabras que expliquen por qué hizo lo que hizo. Carmy comienza a ir a reuniones de familiares de adictos para intentar comprender las razones de esa desaparición (por allí aparece brevemente Molly Ringwald, la chica de El club de los cinco y La chica de rosa, vista recientemente en la serie Dahmer), pero las respuestas no parecen estar allí ni en ningún otro lado. En el prólogo del sexto episodio la imagen y la voz de Marty es presentada en un flashback (cortesía de Jon Bernthal, que este año se devoró la pantalla de HBO con su papel central en La ciudad es nuestra), mientras relata una anécdota de viaje que incluye la aparición de un famoso comediante en el bar de un hotel. Todos querían a Marty, todos adoraban a Marty. Marty era afable, simpático, gracioso, amistoso, congeniaba de inmediato con cualquiera. Pero Marty tenía sus zonas oscuras y dejó de estar en contacto con su hermano, enojado quizás por el abandono del restaurante de barrio y sus sueños de grandeza. En la cocina de The Beef también se cuecen enconos y enfrentamientos, como ocurre en las mejores familias.

Se ha escrito que The Bear tiene puntos de contacto con el cine de los hermanos Josh y Benny Safdie, en particular con Diamantes en bruto, la película con Adam Sandler al borde de un ataque de nervios. A juzgar por el episodio siete, que se concentra en una suerte de reapertura del local, ahora con la posibilidad del pedido por delivery, hay algo de cierto en ello. La intensidad del ritmo general –de las acciones en pantalla, del montaje, de los diálogos– va en aumento hasta que finalmente todo estalla por el aire. Hay momentos más reposados en la serie, que alterna tonos y modos de manera constante, pero esos treinta minutos parecen definir en la memoria la totalidad del relato. Paradójicamente (o no tanto: la vida tiene sus vueltas), el desastre ocurre gracias a una buena noticia. Paradójicamente también, es eso lo que permitirá cerrar un libro y abrir otro, para todo el staff, que a esa altura de la serie forma parte de la vida del espectador. Storer explica las razones por las cuales El oso, a pesar de la velocidad endiablada de los acontecimientos, se toma su tiempo para terminar de perfilar a los personajes. “Fue algo ciento por ciento intencional. Era la única manera de explicar cómo funciona un restaurante. Recuerdo muy vívidamente ese par de días del pasado en los cuales creí que quería ser un chef y pensar ‘esto es lo más loco que he visto en mi vida’. Cualquiera que haya trabajado en un servicio de brunch sabe que es el infierno en la tierra. Y eso ayuda a mostrar la lucha de Carmy, cuál es su mentalidad. Él y todos los demás están atrapados en una suerte de submarino: juntos todo el día, cada uno con sus propias cosas. Cuando uno pasa tanto tiempo junto a otras personas en un pasillo angosto, muy ruidoso y caluroso, todo se enrarece”. Más allá de sus valores innegables como ficción seriada, que lo ubican como una de las producciones más sorprendentes y notables de la temporada, El oso es también un llamado de atención a la falta de modales cuando se visita como cliente un local de comida. Los cocineros sufren, aunque no los veamos y simplemente disfrutemos del resultado de su esfuerzo.