“¡Política, no!”, dan a entender los campeones mundiales, que se niegan a ser recibidos por el presidente de la Nación, rompiendo una tradición de las delegaciones campeonas.

“Yo entiendo que no quieran mezclar el deporte con la política”, justifica, cometiendo el mismo error, el Jefe de Estado, a pesar de que él no es un simple dirigente partidario sino que inviste la máxima representación institucional del pueblo argentino.

“¡Política, no!”, me decían en 2019 los comerciantes del barrio cuando les pedía colocar en las vidrieras los cartelitos anunciando las charlas que organizamos a partir de ese año los Vecinos Activos de Coghlan con referentes de la sociología, el pensamiento económico y el periodismo, un programa en el que, lo admito, evitamos por un tiempo incluir referentes de partidos políticos para no ahuyentar al público.

A los campeones mundiales y a los comerciantes, y a muchos ciudadanos les parece que “¡Política, no!” los preserva de la grieta, de la “casta política” y todas sus intoxicaciones. Piensan que los posiciona en una neutralidad sabia, lejos de cualquier sospecha que proyectan sobre los dirigentes partidarios.

“¡Políticos, no!”, ordenó en 1976 la enésima dictadura argentina, -la peor de todas-, que sólo persiguió, como las otras, a políticos del campo popular, y que también proclamó “Libros, no”; “Militantes, no”; “Gremialistas, no” e “Intelectuales, no”.

¿Por qué cíclicamente se nos instala la proclama que simula expulsar la actividad política –cosa que no hace en los hechos porque es imposible-, persuadiendo de que las relaciones sociales se volverán así más transparentes?

¿Cómo se gestiona la sociedad si no es por medio de políticas? ¿Cómo se elige a los gestores si no se discuten sus proyectos?¿Cómo mejorar el bien común si optamos por desentendernos de lo que hacen los gobernantes y la oposición? En definitiva, ¿a quién le sirve que las mayorías repudien a los políticos y se desentiendan de la Res-Pública?

De hecho, no existe semejante apatía porque formamos parte de una sociedad con alto nivel de movilización, y porque, aún cuando en algunos comicios aparezca un aumento del ausentismo, la proporción de los que votan es claramente mayoritaria. Podrían decir que en muchos casos eso se debe a que no votar les podría causar problemas legales, pero no da la impresión de que las mayorías carezcan de opiniones cuando los consultan.

Cualquiera que se detenga un momento a meditar sobre el funcionamiento de una sociedad, las instituciones de la democracia y sus rituales, llega fácilmente a entender que “¡Política, no!” es una suprema burrada, pero nada inocente.

¿Cómo fue, entonces, que se naturalizó semejante proclama?

Dirán fue/es el resultado de la decepción colectiva sobre quienes administran los asuntos públicos, el cansancio, las promesas que terminan en frustraciones, el mal olor del marketing político, la demagogia, la idea admitida por algunos políticos de que “Si decía lo que iba a hacer no me votaban”, el pesimísmo, en buena parte inyectado, para concluir amárgamente que “Son todos iguales”.

Llamatívamente, son la derecha y la ultraderecha las que agitan “¡Política, no!”, justamente cuando ellas partidizan toda acción para bloquear las iniciativas del gobierno en el Congreso y aplaudir al Partido Judicial que hace lo mismo.

Y “¡Política, no!” se escucha con más fuerza justo cuando los poderes corporativos (grupos económicos, medios dominantes, sectores del Poder Judicial, embajadas) estrangulan a la clase política y le imponen cada vez más su agenda.

 

Finalmente, identificamos a la usina productora de la proclama “¡Política, no!”. Y está en la vereda de enfrente del ciudadano común y sus intereses.