La gigantesca central nuclear de Ignalina, en Lituania, fue inaugurada a finales de 1983, por entonces todavía bajo la tutela de la Unión Soviética. Pero su gloria fue escasa: en 1986, el desastre de la central de Chernóbil (que había servido como modelo para la de Ignalina, su hermana gemela), puso bajo la mira a la central lituana, donde también se descubrieron fallos de importancia. Cuando en 2004 la Unión Europea aceptó el ingreso de Lituania, entre las condiciones que impuso fue la de desmantelar totalmente Ignalina, un proceso tan largo y costoso que está previsto que concluya recién en 2038.

Esos son los datos básicos que están en el núcleo de Burial, la película de la artista visual y cineasta lituana Emilija Škarnulytė, que hizo un documental en las antípodas de un reportaje televisivo. Lo suyo es otra cosa. La información está allí –en unos subtítulos deliberadamente escasos-, pero su documental (que alguna crítica define como “inmersivo” por su cualidad hipnótica) propone una suerte de viaje espacio-temporal. Hay mucho de ese imaginario visual que alguna vez se llamó “retrofuture” en el film de Skarnulite, que parece adherir a una ciencia-ficción del pasado revisada por el presente.

Las brutales chimeneas de la central de Ignalina semejan cohetes pretéritos dispuestos a salir disparados hacia el cosmos. Las torres eléctricas que la rodean evocan a antenas dispuestas a enviar y recibir señales del espacio exterior (un efecto que potencia una banda de sonido hecha no solamente de una difusa música electrónica contaminada por estática sino también de viejos audios de archivo en distintos idiomas, uno de los cuales se atribuye a Einstein: “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”). Los escasos trabajadores que todavía circulan por la planta para cumplir con el desguace visten trajes y máscaras anti-radioactivas, pero usan herramientas que hoy parecen obsoletas: enormes martillos y sierras mecánicas. El permanente zumbido de los contadores Geiger, a su vez, remite al cine de ciencia-ficción de los años ’50, cuando la amenaza nuclear era más palpable, mientras que los vados desiertos que rodean la planta recuerdan a los de Stalker, la zona muerta, de Andrei Tarkovski.

Škarnulytė hace un uso muy expresivo de los travellings laterales que dan cuenta de los infinitos tableros de control de la central nuclear, que con su diseño anacrónicamente geométrico remiten al op-art de fines de los años ’60. Y su cámara también se interna –literalmente- en una red de galerías subterráneas de una región de Francia de 500 metros de profundidad en la que se entierran (de ahí el título de la película) los desechos nucleares más peligrosos. Esa instancia del film, que habla sin palabras de un futuro distópico, de un envenenamiento deliberado y consciente de las entrañas de la tierra, lleva a Škarnulytė a vagar por otros cementerios subterráneos de culturas arcaicas, como la necrópolis etrusca de Cerveteri, o la ciudad sepultada bajo el agua de Baia, ambas en las cercanías de Roma.

Esas digresiones no dejan de ser de algún modo pertinentes, pero a la vez dispersan la unidad visual sobre la que venía trabajando Burial. No tanto, sin embargo, como ese caprichoso leitmotiv de una imponente víbora pitón que se arrastra cada tanto por los distintos escenarios de la película como una suerte de omnipresente Leviatán que anunciaría el caos por venir. Se diría que ese detalle es más propio de una artista conceptual que de una cineasta, como si Škarnulytė todavía estuviera escindida entre las dos disciplinas que la ocupan.

  • Junto con el largometraje Burial, la plataforma Mubi también acaba de estrenar el corto Aphotic Zone (16 minutos), de Emilija Škarnulytė, ambos presentados en la edición 2022 del festival suizo Visions du réel.


Entierro - 7 puntos

Kapinynas, Lituania, 2022.

Dirección y guion: Emilija Škarnulytė.

Música: Gaute Barlindhaug.

Fotografía: Audrius Budrys, Eitvydas Doskus, Adam Khalil, Emilija Škarnulytė.

Duración: 60 minutos.

Estreno: en la plataforma Mubi como Burial, con subtítulos en castellano.