El balneario se llama La Boca, no porque tenga una filiación xeneixe, sino por la desembocadura del río Coronda en el Paraná. En esa geografía, un torrente marrón abraza al otro y el agua cambia de nombre. Ahí mismo también nace el Arroyo Monje, un curso angosto que va de este a oeste. En la Boca, a los tres años aprendí a nadar.

Por entonces el río Coronda tenía una playita que alguna vez, antes de mí, había conocido el esplendor de fiestas multitudinarias en las que habían cantado artistas de la talla de Sergio Denis. Había fotos que retrataban esos rutilantes años 60'.

Para cuando yo pude nadar allí, había corrido mucha agua bajo el puente. Una dictadura. El regreso de la democracia. Fosas comunes olvidadas. Los que seguían allí tendiendo sus redes mansas eran los pescadores. Sus casas asomaban a la ribera de un camino polvoriento que recibía nuevas generaciones de bañistas amantes de la naturaleza. El poblado de un centenar de habitantes era amigable siempre.

Adentrarse en el río era pisar barro, sentirlo escurridizo y pegajoso entre los dedos. Pero la sensación era compensada por la libertad de chapotear sin miedo. Algo que entonces, tal vez, no valoraba lo suficiente. No sentir miedo. Ninguno. Muchos años después, durante mi vida adulta, padecería una sucesión de panics attacks. Pero entonces no lo sabía. La infancia y la adolescencia son tiempos en que pensamos que estamos estrenando todo. Incluso ese río frondoso y gigante que está ahí desde el comienzo de los tiempos.

Los recuerdos de mis tres años de edad son difusos, pero este es persistente. Mi padre, un hombre muy joven, solía ponerme la mano en la panza para sostenerme mientras yo pataleaba boca abajo. Entonces, un día sin avisarme retiró su mano. "Ahora vos", me dijo corriéndose. No recuerdo si me hundí, si trague agua... pero pocos segundos después estaba nadando sola en medio del río marrón de La Boca de Monje. Feliz. Libre. Él me dejó al cuidado de mi madre y comenzó a nadar sin pausa hacia la otra orilla. Esa era la tradición: papá iba a bracear desde el continente hasta la isla ida y vuelta al menos una vez todos los años. Así lo había hecho su padre antes de él. Así se esperaba que lo hiciera mi hermano, que en cambio prefería la pesca.

A veces tenemos la fortuna de incumplir algunos mandatos, construir un camino propio, no hacer lo que se espera de nosotros. Solo a veces. En algunos detalles.

Y el río era libertad convertida en agua: la correntada podía cambiar en cualquier momento y además bajo su manto oscuro se apareaban los peces, se ahogaban los hombres, surcaban las hélices, nacían especies. Poco sabíamos de lo que palpitaban y palpitan sus cavidades oscuras. Tal vez por eso aunque el curso del agua sea el mismo, la libertad se intuye en cada tramo. Desde siempre y hasta siempre.

Hay frases que lo resumen de un modo sublime: Heraclito dice que "ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos". La trova rosarina afirma que simples mortales podamos sentir la suave danza del río en el corazón.

Y esa es la sensación que guardo de aquellos días en los que el mundo era un puñado de tierra, una casa blanca junto a un tanque enorme, y una Boca gigante de agua dispuesta a entregarme sin reservas sus secretos. Es imposible ahora no percibir la diferencia. Todo se empequeñece cuando nos salen canas. O simplemente desaparecen. El ombú, que estaba a treinta metros del almacén, un árbol enorme en el que me escondía siempre, sencillamente ya no existe. Y cuando regreso, los rostros son desconocidos, extraños. Solo el río es el mismo. Y no.

Ya no queda nada en tu casa natal, resume el tango.

Escribo esto porque afortunadamente durante todos estos años La Boca se llenó de murales, de encuentros, de arte, de poesía. Y se me ocurre pensar que ese había sido siempre su destino. Es que en ese rincón del mundo donde parecía que nunca pasaba nada, a muchos nos ha pasado algo vital. Cuando la vida se inicia, la libertad es el único camino posible. Y el recuerdo nítido de ese momento sigue ahí, titilando en la costa.

Y Felix Grande advierte: "Donde fuiste feliz alguna vez, no debieras volver jamás".