Pocas veces el título de un libro es capaz de interpelar un momento presente de manera radical: El conflicto no es abuso, contra la sobredimensión del daño (Paidós), de Sara Schulman es ese texto recientemente editado que va al corazón de discusiones cotidianas. Enfrentamientos virtuales en redes sociales que escalan a la vía judicial o se corporizan en amenazas y lágrimas materiales, las denuncias que adolescentes realizan contra otres adolescentes por sus propias experimentaciones sexuales -o incluso entre adultxs aun cuando no haya asimetrías de poder que pudieran justificar la consideración de un abuso-, chicanas cruzadas al aire televisivo que son leídas como maltrato sólo porque hay una mujer ahí; los ejemplos de conflictos que se narran como abusos y parecen inapelables sobran. Pero ¿qué estamos diciendo? ¿que un político le grite a una conductora al aire no alcanza para decir que hay violencia de género? ¿acaso vamos a poner en duda que "no es no" siempre? El texto de Sara Schulman se mete en las sombras de esos contrastes que parecían nítidos. Y por eso desde el título es incómodo y por lo tanto necesario. Porque propone abrir como un hojaldre cada situación, desde las íntimas hasta las que involucran a los Estados en busca de una práctica de reparación que resignifique también la idea de justicia como equivalente a castigo como si hubiera consuelo en la distribución del dolor -cita a Nils Christie que se escuchó en boca de la abogada Claudia Cesaroni durante la presentación del libro esta semana.

Aun con esta actualidad, El conflicto no es abuso... fue escrito en 2014. Tal como narran los traductores -Nicolás Cuello y Diego del Valle Ríos, que hicieron un trabajo minucioso entre Buenos Aires (el primero) y México (el segundo-, es "un libro que germina en el contexto cultural y político de Estados Unidos alimentado por la experiencia de su autora, una figura lésbica clave en el activismo por los derechos reproductivos de las mujeres, por sus intervenciones en las llamadas 'guerras del sexo' durante la década de los ochenta y, principalmente, por su participación en ACT-UP, organización histórica en respuesta a la crisis del vih-sida". El texto fue rechazado en varias editoriales hasta ser editado por primera vez en 2016 por un sello pequeño de Vancouver. Su mayor circulación fue de boca en boca, de conversación en conversación, sin reseñas en medios de comunicación en plena era del #metoo, con el riesgo siempre latente de que -para simplificar- hablar de la "sobredimensión del daño" fuera entendido como minimización del daño; y además porque en su apuesta teórica es capaz de leer en un continuo la confusión entre conflicto y daño tanto en una relación afectiva, como en la estigmatización de las personas viviendo con vih durante la crisis del sida y luego criminalizadas -aquí en Argentina, en Mendoza, está en curso un juicio contra un varón por haber "infectado" a una mujer-, hasta en las agresiones genocidas de Israel hacia Palestina sostenidas por los Estados Unidos, Alemania y justificadas por los países más poderosos del norte global.

Lo que Schulman plantea -y que se puede atisbar en el adelanto que ofrecemos a continuación, parte de "Un manifiesto de la reparación"- es que la institucionalización de la crueldad y su derrame en zonas más opacas como la sexualidad y el afecto encuentran su justificación en la "mala escucha" de un conflicto en el que no hay razones, no hay pasado, no hay posibilidades más que la cristalización de sujetos (o pueblos) peligrosos a los que se puede cancelar o agredir por poner en riesgo el confort de las supremacías. Y que la única posibilidad de detectar si hay conflicto o abuso y cómo desarticularlo para poder reparar es a través de la intervención comunitaria que necesariamente tiene que tomar el riesgo de involucrarse, de habilitar la palabra, de encontrar las razones de por qué se actúa como se actúa. El libro y su autora están situados en su geografía y su geopolítica, sin embargo el trabajo de traducción y, en todo caso, la buena escucha, lo convierten en una herramienta útil para desafiar la propuesta establecida de que encontrando y castigando a algunxs culpables se puede mantener a salvo a la misma sociedad que se niega a revisar como las estructuras de poder -y la misma supremacía de quiénes se sienten propietarios de "valores" auténticos- producen a esos culplables. "Mi tesis -escribe Schulman- es que en muchos niveles de la interacción humana existe la oportunidad de combinar la incomodidad con la amenaza, confundir la ansiedad interna con el peligro exterior y, a su vez, escalar en lugar de resolver".

Tal vez esta sea una introducción simple para una discusión compleja y, otra vez, incómoda. Incómoda porque en el devenir de la masividad de las luchas feministas y la puesta en el terreno político de la violencia machista y patriarcal -en su doble caracterización de quienes la ejecutan y de la estructura que la propicia y sostiene-, también empezó a afianzarse esa razón punitiva que se viene describiendo, que deja de ver la opresión de la supremacía androcéntrica, blanca, capitalista, conservadora y se centra en la sed de castigo de unos culpables, mientras condena las prácticas sexuales no hegemónicas, captura las experimentaciones en la zona del riesgo y la amenaza permanente y se niega a abrir el perfil de las buenas víctimas que enfrente sólo tendrán perfectos agresores ¿A quién le sirve que tengamos miedo de no volver a casa? ¿Acaso el movimiento no es un gigantesco abrazo feminista que hace del dolor acción política? ¿En que momento se opacó la denuncia que es en la casa donde más riesgo corren las mujeres, las lesbianas, les trans, las travestis? ¿Por qué se asume la victimización como verdad inapelable aun cuando la encarnan voces dominantes? Repudios colectivos, cancelaciones, pedidos de penas de por vida, puritanismo, condena al trabajo sexual, empoderamiento individual como respuesta a todo, ese es el "feminismo" que captura la derecha. Homologar el reclamo de penas máximas para los ejecutores de una de las formas más crueles de la violencia patriarcal, el femicidio, al pedido de Justicia obtura que es la misma Justicia que no duda en imponer penas crueles la que desprotege a víctimas como María Isabel Speratti, quien denunció, reclamó a la Justicia, y pasó lo que ella advirtió que iba a pasar: la mataron. El texto de Sara Schulman tira abajo la idea de las buenas víctimas y de los victimarios perfectos. Cuestiona sobre todo al redoble de la crueldad como respuesta al dolor. Propone abrir los conflictos, sus razones, antecedentes; entablar conversaciones que puedan reparar en todos los casos. Parece -al modo de ver de quien escribe- demasiado. Pero ahí está para discutirlo, para encontrar en la crueldad el límite de nuestras luchas feministas, para seguir abriendo preguntas en lugar de clausurarlas.