Desde Barcelona

UNO J. Robert Oppenheimer se arrepintió (sin manifestar del todo su arrepentimiento) de lo de la bomba atómica. Rodríguez --mucho más humilde-- ahora anda arrepentido por no haber ido a votar en las pasadas elecciones generales y degeneradas. Lleva más de una semana en/con eso. Fusionado y fisionado, radiactivo y contaminado. Está claro que su voto no hubiese cambiado nada. Pero lo cierto es que algo se ha roto y atomizado dentro suyo. Sí: se le pasó la hora porque estaba con la última temporada de Peaky Blinders, protagonizada por Cillian Murphy. Actor de rostro casi de reptil quemado quien interpreta al físico norteamericano en la biopic dirigida por Christopher Nolan. Y la película le gustó mucho y le devolvió a uno de los personajes históricos que más le fascinan con eso de sentirse (guiño al Bhagavad Gita) como la muerte/ destructor de mundos y con el corazón pesado por estos "affairs". Y Rodríguez se sentía muerto y destruido y con el corazón aplastado. Y Oppenheimer (revisitando a Frankenstein y eso del creador atormentado por su criatura) trataba acerca del hombre directamente responsable del momento en que el hombre alcanza el poder de borrarse de la faz de una Tierra con muy mala cara. Y de la paradoja de alguien que crea algo que destruye todo acaso convencido que con ello pondrá fin a todas las guerras, pero a la vez sabiendo que la próxima bien/mal podría ser la última de todas.

DOS Y como todos los de su edad, Rodríguez tuvo infancia marcada por el alunizaje en roca esférica y vacía y por la posibilidad de un planeta desorbitado para siempre por haberse puesto a jugar con el átomo y convertirlo --con un bang y no con un gemido-- en la más baldía de las tierras. Desde entonces, la sola visión o invocación de un hongo atómico produce en Rodríguez una rara emoción. En esas películas clase B con monstruos Made in Japan o mutantes Made in USA agigantándose o miniaturizándose. En el nunca del todo desactivado "Incidente de Palomares". En Dr. Strangelove o en Dr. Bloodmoney. En Fail Safe o en The Day After. En Hiroshima de John Hersey y en Hiroshima, Mon Amour de Resnais/Duras. En la hard rain de Bob Dylan y los two suns in the sunset de Pink Floyd. En esa otra película de 1989 con Paul Newman y no Matt Damon en el rol del general Leslie Groves. En esa novela de Lydia Millet en la que la onda expansiva de esa mañana en el (guiño a John Donne) Trinity Camp proyecta a Oppenheimer y a Fermi y a Szilard al año 2003. En mucho de lo de Martin Amis. En el episodio 8 de la última Twin Peaks. En Asteroid City de Wes Anderson. En lo último de Cormac McCarthy. Y en ese cuento de ese escritor argentino con el que se cruza todo el tiempo y a quien no soporta donde se narraba el improbable encuentro de Oppenheimer con un muy joven Glenn Gould quien había llegado a Alamogordo, New Mexico, para escapar de su asma o algo así. Y en, por supuesto, en la formidable biografía ganadora del Pulitzer, Prometeo americano, de Kai Bird y Martin. J. Sherwin.

Y, ay, las siluetas de Little Boy y Fat Man también en una de sus tantas y propias novelas ni siquiera frustradas y que jamás llegó a detonar: El arrepentido. A Rodríguez se le ocurrió novela con Oppenheimer por esos tiempos en que no sólo estaba obsesionado con Thomas Bernhard sino que, además, pensaba que escribir como Bernhard no podía ser tan difícil.

Ja.

TRES Ahora, lo único que permanece de todo aquello, en el escritorio de Rodríguez, es una de sus fotos favoritas. Una de J. Robert Oppenheimer. La que le tomó Philippe Halsman, patentador de la jumpology: eso de hacer saltar a sus fotografiados en el momento exacto del click asegurando que "al saltar, la máscara cae y la verdadera persona se hace visible" (Halsman también fotografió a un Albert Einstein sentado y sin ganas de saltar y con cara de tal-vez-debí-callarme-la-boca-y-no-compartir-algunas-de-las-cosas-que-descubrí-pero-me-temo-que-ya-es-demasiado-tarde). La saltarina foto que Halsman le sacó a Oppenheimer es, también, de después-de-todo: año 1958, ya caído en desgracia por manifestar arrepentimientos presentes, por contar con pasado de simpatizante comunista en su biografía, y por nunca haber sido demasiado popular entre sus colegas. Allí, en la foto, Oppenheimer (vislumbrador primero del colapso de estrellas y sus agujeros negros) está frente a pizarrón con fórmulas y sin su característico sombrero pork-pie. Y más que saltar parece estar emprendiendo vuelo, como si quisiera irse de allí y ya no volver; pero también con el inequívoco aire de que, si alguien aprieta ese botón, nadie sale vivo de aquí.

CUATRO Y Rodríguez ya no sigue demasiado de cerca lo de Rusia/Ucrania, pero no por eso ignora que cualquier atardecer de estos puede caer lluvia dura con dos soles en el horizonte. Así que mejor mirar atrás y releer con gafas de cristales oscuros la biografía de Oppenheimer donde se cuenta que la J. en su nombre no significaba nada pero su padre la puso allí porque Robert Oppenheimer no sonaba suficientemente distinguido. Que caminaba raro y subía escaleras como en cámara lentísima. Que se distraía fácil para concentrarse en lo difícil y que, de pronto, decía cosas muy raras; pero no tan raras como las que dijeron, como auxiliares de campaña, Rajoy ("Hoy estoy aquí y el día 15 a quién quiera acordarse que se acuerde de que yo, aunque no sea físicamente, estoy aquí y con mucha más intensidad que en el día de hoy") y Zapatero ("El infinito es el infinito, el universo es infinito, muy probablemente... Pertenecemos a un planeta, la Tierra, y a una especie que es absolutamente excepcional y que no podemos... advertir. Este es el único lugar del universo donde se puede leer un libro y donde se puede amar"). Que medía 1,80 cm. y no llegaba a los 60 k. Que se peinaba con un cepillo para perros. Que era pésimo para todo deporte pero experto jinete y consumado marinero (bautizó a su balandra Trimethy, abreviatura de compuesto químico "al que le tengo mucho cariño"). Que sus martinis eran obras maestras y que adoraba las gardenias y que su rancho se llamaba --en español-- Perro Caliente. Que adoraba ser famoso, aunque no estaba tan seguro de que lo fuese por los motivos correctos. Que solía afirmar que "cuando un hombre hace algo trascendente, la vida a partir de entonces se convierte en algo un poco extraño". Y --lo más interesante de todo para Rodríguez-- que solía separar sus parrafadas, al conversar o exponer, con un nim-nim-nim. Cosa que nadie entendía, pero que Rodríguez no puede sino entender como sonido/pausa imprescindible para pensar un poco lo siguiente que se va a decirlo y no decirlo, veloz e irreflexivamente, como si se lo x-twitease y que enseguida después, enfrentado a lo expresado, excusarlo con un "está fuera de contexto", como si el contexto no fuese, precisamente, eso que se dice y teclea.

 

Aquí y ahora y yendo para largo, Rodríguez se dice que no sabe muy bien qué decir. Por lo tanto, lo único que dice es nim-nim-nim. Y sale del cine y se pregunta si en las Ramblas --entre tanto sombrero mexicano y gorra logotípica-- no venderán algo que se parezca a un sombrero pork-pie. No para protegerse del sol y de la flamante "ebullición global" sino de la explosión que no deja de explotar y que, por lo tanto, le va a dar/quitar tanto tiempo para, a los saltos, arrepentirse de tantas cosas.