Qué tufillo de fin de época se respira. Fin de una forma de entender el mundo, de vivirlo, de las certezas que fueron la base de la vida contemporánea. Incluso el fin de las palabras que nos guiaron durante décadas. Palabras que ya no dicen lo que decían y que ya no quieren ser escuchadas por las mayorías. Por eso, decirle a la gente que no hay que volver al neoliberalismo o no votar al fascismo no causa ningún efecto.

Las épocas se terminan, como todo. Pero ahora está sucediendo frente a nuestros ojos. Es una rápida agonía que se percibe día a día sin que podamos hacer gran cosa. Fin de época es también fin de las utopías, de ciertos sueños. El de la igualdad, por ejemplo. Ni siquiera los países opulentos pueden garantizar una razonable equidad entre sus habitantes. Falta trabajo, la vida es demasiado cara, no hay viviendas, sobran desplazados, falta justicia. O sea: una distopía en tiempo real. Mejor dicho, en fast foward.

Las redes tejidas por las izquierdas o los progresismos (mayormente teóricas), ya no contienen ni entusiasman. O no contienen a las mayorías. La democracia ya no es una garantía de equilibrio. Ya no hay bibliotecas a las que apelar. Bibliotecas que nos dicen lo que queremos oír, pero no lo que quiere oír la mayoría.

A los partidos les cuesta mucho mantener un discurso para reunir a los que piensan parecido. El enemigo se volvió difuso, impalpable, resbaloso. No hay forma de combatirlo; no tiene ni cuerpo ni cara ni domicilio. Se muestra a través de títeres tan patéticos que cuesta creer que despierten entusiasmo.

Y no me estoy refiriendo al resultado de las elecciones de estos días. No es una cuestión de coyuntura ni un problema exclusivamente argentino. El fin de época está a la vuelta de la esquina en todos lados. Para lograr eso estupidizaron a las masas, a ese pueblo que antes nos causaba orgullo y al que les dedicábamos canciones. Desacreditaron la democracia hasta volverla la enemiga preferida de los que no leen libros ni diarios, de los que nunca buscan una segunda opinión.

Quizá, venderle porquerías que la gente no necesitaba fue la prueba piloto del capitalismo para luego venderles con facilidad ideologías vacías, elementales, que garantizaran que la mayoría se plegara a la más sencilla de las formas de pensar: negar lo que se desconoce, se ignora, se teme.

La democracia hizo su parte con sus taras, su sordera, su repetición de nombres y eslóganes hasta hartar. Sus promesas al voleo. Sus dirigentes de poco vuelo. Los gobiernos progresistas repitieron los errores que les achacamos al enemigo: confusión, olvidos, dogmatismo. Todo acompañado de un palabrerío vaciado de sentido frente a un enemigo que aprende, que tiene las todas las armas y que es implacable.

Intentamos reaccionar con las armas de siempre, con la pólvora mojada, sin ideas nuevas. Y nos arrinconamos en un lugar desde el que será difícil salir porque no tenemos poder verdadero, porque apenas logramos entender qué pasa, porque a falta de nuevas ideas repetimos las mismas, lo que no hace otra cosa que alterar más al pueblo.

Deberíamos pensar muy bien cómo es posible que haya tanta gente que prefiera votar a un esperpento, al que nunca invitarían a la mesa del café, a seguir nuestras ideas. Deberíamos pensar cómo es posible que en tanto tiempo no lográramos crear anticuerpos contra el poder económico, comunicacional, judicial, el FMI...

El vacío o el fin de todos los discursos (el sueño húmedo de la posmodernidad), se hace realidad día a día. El terraplanismo dejó de ser una broma. Mientras nos reíamos instalaron diversas formas de terraplanismos, de delirios, en el imaginario colectivo: la democracia es mala, los de la izquierda son vagos o planeros, setenta años de peronismo, el PBI que se robaron y bla bla bla…

Le estamos hablando a un mundo que repite las ideas de las redes y no la de los libros. Un mundo que sabe todo de tik-tok pero casi nada de San Martín, Perón, las revoluciones socialistas y menos de sus pensadores contemporáneos. Nos llevaron en dos años a ser un país que aplaudía a los médicos y enfermeros a odiar a casi todo el mundo. Y lo lograron sin que lo viéramos venir.

Las rebeliones son apenas pataleos individuales. Simulaciones de gente que intenta vivir como en el siglo diecinueve, sembrando rabanitos y construyendo casa de barro. Pero en esta era nueva, que ya está con nosotros, no hay lugar adónde huir. Todo está censado, fotografiado, en Google, tiene un dueño que lo alquila caro y siempre hay que pagar impuestos.

Ustedes dirán que soy demasiado pesimista. Pero no sirve de nada negar lo que se ve a simple vista. Quedan reparos, claro: la familia, los amigos. Los que piensan más o menos como uno. Pero el deterioro va en avión y las soluciones a pie. Se resuelve un problema y aparecen cinco. En el desconcierto, todo lo que hacemos es demonizar al enemigo y culparlo de hacer lo que hacen, como si no fuera lo que vinieron a hacer.

 

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