Una estela rubia partiendo en dos la oscuridad. A la distancia, poniéndose un poco poéticos, puede parecer eso. Aunque la situación –un incidente a punto de ocurrir, ¡peligro!– no sería como para ponerse poéticos. Es sábado a la noche y El Zaguán, enclave under de los últimos años, está hasta las manos de la mano de un festival. Sobre el escenario, Prietto Viaja al Cosmos con Mariano –el dúo de guitarra, batería y voces que nació de casualidad, casi como un juego, durante el tiempo muerto de un recital ajeno y terminó cautivando con su música hecha de ecos, revelaciones y ensueño– empieza a convertir el tema que acaban de tocar en otra cosa, lo que viene. Tal vez una plegaria astral como “Rezan”. O una deriva existencialista como “Avenida Corrientes”. O un rock incinerado como “El bombero”. Es uno de sus rasgos fuertes: tratar su música como si fuera una arcilla de artesano en constante mutación. Nunca dejar de tocar. Lo hacen siempre y aquella vez también. ¿También? 

“Quiero cantar”, escucha Maxi Prietto que casi le ordenan desde el borde del escenario. Como toca de perfil, mirando a Mariano Castro, no se da cuenta de lo que ocurrió recién: una mujer cruzando de punta a punta El Zaguán para decirle que ya está, que ahora es su turno; el mar de cabecitas del público que deja de mirarlos para empezar mirarla a ella. ¿Quién es? Sin dejar de zapar (Mariano lo sigue con silbidos rítmicos y algunos golpes de batería mientras pispea la situación), Maxi se inclina y trata de identificarla: rubia casi platinada corte Marta Minujín, campera de cuero tipo Pappo o Vitico... No, no la conoce. No sabe que es Lolo, la mujer de Alejandro Medina, legendario bajista de Manal, que también tiene previsto tocar con su trío (y su esposa), sólo que más tarde. Lolo está impaciente y quiere que ese momento sea ahora. “Quiero cantar”, exige y gesticula por si no queda claro (sí, podría ser Minujín). Y aunque el barullo del Zaguán no ayuda, en la mente de los presentes se hace un silencio. ¿Peligro?

Tres opciones se despliegan en el mundo acartonado del rock (ése que pone más libido en planear campañas de prensa y hacer amigos entre promotores de megafestivales que en crear canciones): 1) seguir como si nada; 2) interrumpir el recital; 3) llamar al de seguridad. No son las opciones de Prietto (ni de Mariano). “Vení, subí”, le dice y provoca la primera sorpresa de Lolo. Que quiere cantar, por supuesto. Ya lo dejó en claro. Pero no necesariamente con ellos, ¿quiénes son ellos? Lolo llegó exaltada, casi enojada, y todavía lo está. Pero algo –tal vez la zapada que el dúo mantiene en segundo plano pero ya va tomando forma de un rock bluseado– empieza a hacerle efecto. “¡Presentame y subo!”, le contesta a ese negrito entrador que parece tener el poder de apaciguarla. Y que a su vez se da cuenta de que está ante una mujer que requiere ser presentada, aunque todavía no sepa quién es. Ninguno sabe nada del otro y eso a Maxi lo divierte. 

“Presentate vos”, le retruca para hacerle revelar su nombre mientras la ayuda a subir. “¡No! ¡No puedo hablar! ¡Puedo cantar!”, le replica ella, que se apodera del micrófono apenas pisa tierra firme y se pone a improvisar sobre la zapada en curso. Y entonces ahí sí, Prietto –que cinco años después todavía le resulta graciosa esa última respuesta (“Si la analizás no tiene sentido: si no podés hablar, tampoco podés cantar. Pero dicha así, en esa situación, tuvo todo el sentido del mundo”, se entusiasma)–, no la contradice más. Lolo ganó. Ellos también. Y los minutos que siguen (la mujer de Medina cantando y bailando frente al público de Prietto y Mariano con temas que nacen y mueren ahí, no vuelven a escucharse) se convierte en el happening inesperado de aquella noche y de aquel festival.

Uno de esos momentos que dentro de “la movida” que viene estimulando las fibras más esenciales del rock argentino (y que integran bandas como El Mató a un Policía Motorizado, Mi Amigo Invencible, Bestia Bebé, Viva Elástico, Atrás Hay Truenos, Los Reyes del Falsete y por supuesto Los Espíritus, el actual grupo de Maxi, por nombrar sólo algunas de las más convocantes o rutilantes entre varias) se atesora de manera especial porque ilustra la clase de talento que envuelve a Prietto: cierta capacidad natural y poco frecuente para volver materia musical cualquier escollo o problema que pueda surgir (ejemplo: una extraña interrumpiendo un recital); y esa actitud particular, manera desprendida de tomarse las cosas –tanto de su propia vida como de lo que suele conocerse como “carrera artística”–, que al revés de lo que podrían pensar aquellos acartonados o trepadores que nunca faltan, terminó potenciando aún más el alcance de su mirada y de sus canciones. 

La varita mágica

“A mí lo que me pasó cuando lo conocí a Maxi, siendo ambos adolescentes en el colegio, es que sentí por primera vez que tomaba contacto con un artista. Alguien que no se la daba de tal, pero que ya lo era y te empujaba para que vos también lo fueses”, cuenta Santiago Moraes, socio principal en Los Espíritus (comparten composiciones y voz al frente) y tal vez uno de los amigos que mejor lo conoce. “Yo no sé si me hubiera dedicado a la música si no me hubiese topado a él. De hecho, yo no sabía tocar nada, pero me fue enseñando acorde por acorde hasta hacerme tocar. Y no por generoso, que lo es, sino porque básicamente quería eso: hacer música junto a amigo”, dice y agrega a propósito del carácter fuertemente resolutivo de Prietto: “No es de los que dicen ‘uh, qué bueno que estaría hacer tal cosa’. No: mientras vos estás viendo cómo hacerlo él ya fue y lo hizo”.

Los Espíritus es buen ejemplo de ese rasgo que destaca Moraes: formados de manera bastante casual a principios de 2010 en un periodo en el que Prietto no estaba tocando seguido con Mariano (Maxi no quería presentarse solo y terminó llamando a algunos amigos para presentarse bajo el nombre de “Prietto y Los Espíritus”) fueron encontrando su público y su música –ese caldo embrujado donde se entremezclan los cantos ancestrales, la electricidad rockera y un irresistible groove latino– casi sin proponérselo; más como una manera de descubrirse a sí mismos como grupo humano y las canciones que les iban saliendo de adentro que como “proyecto musical” de alcance masivo, lo que al final ocurrió. “Los primeros ensayos había mucho divague”, cuenta Prietto. “Nos cambiábamos los instrumentos, boludeábamos bastante y aparecían algunas cosas buenas. Pero empecé a darme cuenta de que los momentos en que más nos prendíamos fuego era cuando dejábamos mis temas solistas y nos metíamos entre todos a hacer cosas nuevas. Y así fue que salió ‘Lo echaron del bar’ y después el resto”. 

“Lo echaron del bar”, una zapada mestiza sobre un borracho a quien van echando de cada lugar donde cae, incluyendo la comisaría o su propia casa, se convirtió en un hit viral y obtuvo una inesperada recepción en FM Reactor, famosa radio mexicana. Y “el resto” comprendió los tres discos que sacaron en apenas cuatro años (Los Espíritus, 2013; Gratitud, 2015; y Agua Ardiente, 2017) que transformaron aquellas primeras tentativas sin rumbo definido en la banda más caliente del momento: capaz de agotar varias veces en un mismo fin de semana cuanto teatro se les presente, armar giras constantes a lo largo del país y alrededores, y planear su primer estadio cerrado antes de fin de año, el próximo 2 de diciembre en el Malvinas Argentinas, después de haber viajado por España y Francia. “Será mi primera vez en Europa”, señala Prietto, con expectativa.

Estamos hablando de lo que puede considerarse la última gran figura emergente y ya consolidada del rock argentino que además pisa fuerte en Latinoamérica. En México, por caso, tanto los discos de Prietto Viaja con Mariano como de Los Espíritus se venden de a miles en las ferias populares (muchas veces pirateados) y sus fans hacen metros de cola con tal de conseguir una firma o una foto con él, como si fuera una estrella de rock que viene de muy lejos. Y en cierto modo así es. Por más que obviamente él no lo sienta de ese modo y que la primera vez que experimentó ese trato (en 2009, cuando viajó con Mariano, gracias a las recomendaciones de Julieta Venegas que se enganchó con “Avenida Corrientes” y “Verano fatal”, temas que sonaron a rabiar allá) no supiera bien qué hacer. “Nos tomó por sorpresa”, recuerda Mariano. “Nosotros habíamos ido tocar como tantos otros grupos y de repente nos encontramos con todo el mundo cantando las canciones”.

En Colombia, Chile, Uruguay y otros países de Latinoamérica, en tanto, la atracción es más repartida con Los Espíritus, banda a través de la cual está consiguiendo el reconocimiento general que en el under ya tiene desde hace rato, incluso de colegas mayores de gran trayectoria y que admira como Ariel Minimal de Pez, Juan Pablo Fernández de Acorazado Potemkin o Manza Esaín de Valle de Muñecas (que acuñó la frase: “Prietto nos pasa el trapo a todos”), y que se sintetiza en la visión compartida de reconocerlo como “un distinto”. Alguien tocado por la varita mágica. Un chamán de la canción espiritual no exenta de rabia, sexo o humor que gusta nutrirse de los sonidos de la tierra así como los de la ciudad. Y que sabe fluir en palabras y músicas que luego cantan literalmente miles en todo el continente. 

¿Quién es entonces Maxi Prietto? ¿De dónde vino, cómo llegó hasta acá? ¿Cómo es que siempre parece saber qué hacer con lo que le toca en suerte? ¿Cuál es su genealogía vital?  

Descubriendo la pólvora

Cuando tenía entre once y trece años, Prietto se encerraba durante tantas horas a escuchar sus bandas favoritas (“salía sólo para comer”) que por momentos se quedaba mirando fijo la casetera plateada que tenía al lado de la cama y se preguntaba cómo sería vivir ahí: dentro de un radiograbador. “Lo llegaba a sentir”, rememora hoy, los ojos en blanco, volviendo a atrapar por unos segundos ese momento. Las cosas con la pareja de su madre estaban tensas (“Había muchas discusiones, un malhumor constante en la casa”) y el remedio que había encontrado era refugiarse en esos casettes de Led Zeppelin o Hermética, bandas tal vez algo pesadas para un niño de su edad, pero que a él sin duda lo salvaban. 

“Estaba en cuarto o quinto grado y no había otros pibitos en la misma. Ya usaba el pelo largo y compraba remeras de bandas metaleras aunque no hubiera para mi talle porque mi vieja después las cortaba y me las adaptaba. Había descubierto el rock y me metí a fondo”, detalla Maxi, que vivía en el primer piso de un departamento sobre Warnes esquina Juan B Justo, Villa Crespo, donde años atrás su madre lo había introducido –a su manera– en la experiencia profunda de escuchar un disco. Ese momento iniciático que suele quedar grabado. “Ella siempre escuchó música a un volumen fuerte. Y uno de mis primeros recuerdos que tengo es ella limpiando la casa un domingo y poniendo Chico Buarque en castellano, “Yo te avisé” de Los Cadillacs o Parte de la religión de Charly García a todo lo que da. Yo entonces me quedaba ahí, en la típica situación de tener que levantar las piernas o ir moverme por el cuarto para que pudiera trapear o pasar la escoba, pero también concentrado en lo que sonaba. Sintiéndome parte”.

¿Y cómo a empezaste con la guitarra, a hacer música?

  –Tenía la habitación llena de pósters y lo único que hacía era pedir plata. Un nene de once, doce años que sólo pedía plata y que cuando se la daban se iba directo a Musimundo, a gastarla ahí. Una vez caí con un manojo de monedas y billetes y pedí que me dieran todo eso pero en discos de Led Zeppelin. Y ahí conseguí los volúmenes 1, 2, 3 y 4. Volví feliz, pensando que tenía oro puro en las manos. Mi vieja, entonces, que estaba un poco preocupada por cuál orientación iba a seguir después de la primaria, pero que también le gustaba verme tan copado con la música, me preguntó si no quería tomar clases de guitarra. Y de una le dije que sí.

Sin embargo, el día en que la cabeza le hizo click respecto a lo que quería para su futuro y tal vez también en relación al carácter y la seguridad que mostraría después sobre sus gustos y pareceres, fue el de su cumpleaños número once. “Había organizado el festejo en mi casa pero no había venido nadie. Estaba la gaseosa servida, los chicitos, la torta, pero cada vez que sonaba el teléfono era para enterarme que alguien más no podía venir. Entonces cayó Oscar mi hermano mayor que venía de muy lejos porque vivía con mi viejo y me dijo ‘ey, che, qué pasa’. Empezó a animarme y terminamos yendo a la fiesta de la revista Madhouse, él con su remera de Anthrax y yo con la de Nirvana, que desde los que los había conocido me habían enganchado por su angustia más existencial”.

Apenas llegaron, el cumpleañero tomó nota del clima previo. “Estaban todos los amigos de mi hermano tomando cerveza del pico, haciéndose chistes, pasándola bien. Vi que la gente que iba a los recitales era muy despreocupada. Y yo quería esa liviandad también para mí. Quería pertenecer”, describe lo que fue el principio de una larga noche. “El recital no empezaba y ya eran como las dos de la mañana. ‘Se está haciendo re tarde’, pensé, preocupado”. La dinámica que habían establecido era que mientras Oscar se iba adelante a hacer pogo con sus amigos, Maxi lo esperaba en un costado. “En un momento un par de metaleros me cuestionaron la remera que llevaba: ‘Pibe, eso es cualquier cosa’. ‘Uy, capaz que tendría que haber venido con la remera de una banda más pesada. Qué boludo’, pensé. Pero después no sé qué pasó y me dije: ‘No. Que se la banquen. Aguante Nirvana’. Y me vi el resto del recital sin conflictuarme”. ¿Conclusión? Con once años recién cumplidos, Maxi Prietto terminó volviendo a las ocho de la mañana a su casa donde lo aguardaban desvelados su madre y su pareja. “‘¿Qué pasó? ¿dónde estabas?’, me retaron. Pero yo me fui a dormir y ya era otra persona. Había descubierto la pólvora”.

Xavier Martín

El pibe de las golosinas

Varios años después, Prietto está viajando en el Roca, enfrascado con un disco de The Vaselines en sus auriculares luego de una larga jornada en un mayorista de golosinas cuando algo lo interrumpe. “El tren se detiene de golpe porque hay un piquete: protesta, fuego, quilombo. Me saco los auriculares, empiezo a prestar atención y me doy cuenta de que me interesaba más lo que pasaba ahí que lo que estaba escuchando. ‘Hay algo de esto que no tiene nada que ver’, recuerdo que pensé. Lo contrario a cuando por ejemplo ponía Tangos bajos de Melingo. Ahí entonces empiezo a hacer canciones con eso que vivía todos los días: piquetes, trenes, calles, veredas rotas, vendedores ambulantes”. 

El resultado, sin embargo, no son esas canciones en donde “la realidad” aparece de forma directa y aburrida sino una música porosa y llena de bruma, como de vidrio empañado y con espirales de voces inciertas (ya con esa “errue” pastosa) que condensaba por primera vez esa mirada entre pedestre y alucinada que lo caracterizaría. En este caso, sobre ese Conurbano que, a sus ojos, desbordaba de psicodelia viva y precaria. Estamos en 2002 y el Prietto que conocemos nace ahí. “Se me abrió todo un mundo porque descubrí que no necesitaba imitar a otros músicos y que las letras podía sacarlas de lo que escuchaba en la calle”. Fue una temporada febril y el resultado fueron cinco discos grabados de forma casera en un solo año, de los cuales únicamente el primero (llamado Prietto, con una foto suya de bebé en portada) llegó a publicar años después en su Bandcamp, mientras que del resto (sobre todo Vía Temperley, el más destacado según amigos y allegados que lo escucharon en su momento) sólo quedaron algunas pocas copias físicas. “Están perdidos por ahí”, desliza con misterio.

Antes había pasado bastante agua bajo el puente. “Durante varios años tuve un plan que consistía en repetir en el Nicolás Avellaneda la mayor cantidad de veces posible y así nunca dejar el secundario. Lo hacía más que nada para llevar la contra en mi casa materna, donde les parecía una deshonra que no pasara de año. Pero mi viejo se dio cuenta y me dijo ‘basta, ahora vas a ir una nocturna y de día vas a trabajar conmigo’”. 

El Pibe de las Golosinas se llamaba el mayorista que el padre tenía en Florencio Varela y que hizo que su vida diera un vuelco. “Trabajaba ahí hasta las cinco de la tarde, donde tenía que tratar con todo tipo de gente. Desde buscavidas que se mataban trabajando con mucho ingenio hasta pibes tumberos que me tenían pica porque era el hijo del dueño y ‘la tenía fácil’. De los dos aprendí cosas”. 

Por esa misma época conoce a Santi Moraes, su compañero en Los Espíritus. “Lo vi pasar y me dije: este chabón va a ser mi amigo. Santi iba de traje a la escuela: usaba zapatos, pantalón de vestir, camisita blanca y saco. Mucha gente lo odiaba. Pero para mí tenía algo especial. ¿Viste cuando dicen que algo es sempiterno porque no tiene un fin pero tampoco un comienzo? Para mí la amistad con Santi fue así. Venía de antes. Lo vi y lo reconocí. Me acerqué a hablar y no hubo que aclarar nada, ya estaba. Además cayó con unas datas tremendas: escuchaba Syd Barrett, Tom Waits, Lou Reed”. Obviamente, no pasó mucho tiempo hasta que armaron una primera banda juntos (“muy influenciada por Velvet Underground”) que tocaban sin anunciarse o difundir demasiado en los patios de San Telmo. “No nos iba mal: la gente terminaba aplaudiendo y bailando en fechas que ni anunciábamos. Pero básicamente éramos un grupo de bebedores y no duramos demasiado”. 

La experiencia, sin embargo, además de hacerle ver lo mucho que le gustaba tocar, le permitió conocer casi por azar a la primera persona que lo empujó a otro plano. El baterista con el que entablaría una relación simbiótica sobre el escenario que lo haría redescubrirse a si mismo a nivel musical. “Fue una noche en que compartimos fecha con la banda de Mariano (Castro). En el interín, casi sin conocernos, nos pusimos a probar sonido, a zapar un poco. Y nos copamos. Cuando terminamos vimos que todos empezaron a festejarnos, a aplaudir. ‘¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Es para tanto?’, nos preguntamos”. Resultó que sí.

Un misterio sin resolver

La rutina meses después era así: Prietto le tocaba el timbre a Mariano, él bajaba y le abría la puerta, subían, y al instante se ponían a tocar. Horas, tardes enteras, noches hasta que asomaba el sol. A veces sólo destapaban una cerveza y charlaban. Pero la mayoría de las veces no: batería y guitarra. Sin plan. Prietto venía “muy pinchado” (en un mismo año se había separado de una chica que quiso mucho, su padre había muerto repentinamente y la banda con Santi Moraes no existía más) y esos encuentros con Mariano funcionaron como una suerte de curación. Hasta que se dieron cuenta de que lo que generaban también estaba bueno. “Marian era el motor, tenía una seguridad total. Creo que no me hubiese animado a jugar con las voces, con los efectos, con todo esa libertad que teníamos sino hubiese sido por él”. Al poco tiempo, siempre por impulso de Mariano, armaron un recital en esa casa y asistió más gente de la esperada. “Tocamos increíble y eso que todavía no teníamos ni un tema. Dos horas zapando y todos encantados”. 

Los recitales empezaron a sucederse y una de esas ocasiones los vio Shaman, que en aquel entonces recién se revelaba como productor de los primeros discos de El Mató a un Policía Motorizado, además de guitarrista de Sr Tomate y autor de su propia música patagónica y espectral que después despuntaría como solista, y quedó encantado. No sólo les propuso grabar su primer disco oficial sino que los contactó con la movida platense y los animó a vivir la creación musical de manera más intensa. “Yo siempre fui manija: de conocer a Jimi Hendrix por ejemplo y no parar de hablar de él. Pero mis amigos me decían pará, aflojá un poco. Allá, en cambio, no: estaban todo el tiempo viendo qué hacer con sus bandas. Vibrando con eso. Grupos como La Patrulla, Sr Tomate, Shaman y los Hombres en Llamas, El Mató. Todos con una energía muy superior”.

Con El Mató, de hecho, vieron un primer atisbo de lo que ocurría cuando se es consecuente con el instinto musical. “Como eran amigos de Shaman fuimos a verlos a La Tribu, en 2005. Y quedamos impactados. Porque además de dar un show buenísimo, cosa que esperábamos porque habían sacado Navidad de Reserva y nos encantaba, estaba lleno y había un agite tremendo. Al rato estábamos compartiendo unas birras en el camarín y recuerdo que pusimos a sonar nuestro primer disco casero (Lou Fai vol.1) y que ellos nos preguntaban: ‘¿Todo este lío son ustedes dos?’. ‘Sí’. ‘¿Y nadie más?’. ‘Sí’. No lo podían creer”. El vínculo entre los integrantes de ambas bandas no dejó de crecer desde entonces, con Prietto y Chango, cantante de El Mató, compartiendo infinidad de momentos arriba y abajo del escenario hasta convertir la foto de ambos en un símbolo de la amistad creadora y musical de la nueva escena. “Compartimos un montón de cosas”, dijo hace poco Santiago Motorizado de Maxi. “Pero sobre todo el haber vivido la música desde el under más under”.

Claramente, una exploración musical sin fronteras que tanto con Mariano como luego con Los Espíritus y como solista (y ahora también se viene un disco con Poli de Sr Tomate; el compositor no se detiene) nunca perdió la escala humana. Cierta indagación en el misterio de la vida sin resolver. Como cuando en “Bahía Rosales” canta: “Viene a mi mente una nueva idea, quizás el tiempo es mucho en realidad”. O como cuando hace poco, en México, soñó que hacía terapia: “El psicólogo me decía: ‘¿para qué venís? ¿qué querés saber?’. ‘Quiero saber cuándo empezó mi dolor’. ‘Ya lo hablamos, a los once, cuando fuiste consciente de que nunca habías visto a tus padres juntos. ¿Querés hablar de ese momento?’. ‘No, no quiero hablar de eso sino de cuando tenía un año y se separaron. Quiero comprender qué me pasó ahí’. Y de golpe me desperté. ‘¿Eh? ¿Qué pasó? ¿Qué fue eso?’, recuerdo que me pregunté. Y a veces me lo sigo preguntando”.