Un diseño tan fino y enigmático, tan austero y tan en las antípodas de la ilustración, que difícilmente, a primera vista, se puede deducir a qué alude. Con qué elegancia se evitó cualquier mención obscena al hecho de que el general Videla fuera encontrado muerto sentado en un inodoro y no brutalmente golpeado por un enemigo sino por una caída en la ducha, tampoco por viejas heridas de guerra –a pesar de sus declaraciones nunca estuvo en ninguna- sino por un cáncer de próstata. En el libro El dolor, Marguerite Duras describe el regreso del escritor Robert Antelme, prisionero en un campo de concentración. Se horroriza ante el color y el olor de sus heces. Los alimentos -él come con voracidad-y los días no las mejoran. Siguen fluyendo extrañas, inhumanas. ¿Eran humanas la del general Videla, sobre el que Página/12 escamoteó, en sus titulares, el chiste fácil de “cagó fuego”? Si lo eran, prueban que, contrariamente al que él ordenó para sus víctimas, se le dio un trato humano. Claro que ni en ese momento, quizás el más íntimo para un hombre, tampoco habló, dejando que fuera la muerte, para su ignominioso alivio, la que sellara sus labios para siempre.