No recordaba lo bello que era Tom Hanks en Filadelfia. Cuando se estrenó, el 2 de diciembre de 1993, él tenía 37 años y parecía mucho más joven en la piel de Andrew Beckett. De hecho, no recordaba haber visto a ninguno de esos actores de jóvenes: Denzel Washington (Joe Miller, el abogado de Hanks), Mary Steenburgen (Belinda Conine, la abogada que representa la firma a la que acusan de despido por discriminación) o Antonio Banderas (Miguel, el “compañero”, como se decía, de Andrew): son actores que conocí en papeles que interpretaron mucho más grandes.

La primera vez que escuché sobre Filadelfia fue en los pasillos de una casa de alquiler de películas. Estaba con mi papá y tendría unos 7 u 8 años. Él disfrutaba mucho de los policiales y los thrillers y quería ver una así, “como las que hace el negro de Hombre en Llamas” —no, mi papá no era el más deconstruido—. En el mostrador recomendaron Filadelfia, entre otras. Entonces me explicó que era aburrida, que es de un tipo que hace un juicio y gana. No me acuerdo qué otra llevamos.

Dos verdades sobre esta película irradian de la simplicidad que caracterizaba a mi progenitor. La primera, que el film no era nada parecido a lo que se esperaba de estos actores. Hanks tenía un historial de películas románticas y Washington solía, como se dijo, estar entre otro tipo de balas. Ésta fue, indudablemente, la primera película comercial en poner al VIH/sida como un tema importante de ser hablado, representado, contado, explicado y una larga lista de necesarias cualidades.

La segunda, que la trama era eso que me explicaban y pasados ya 30 años de su estreno no tengo miedo al spoiler: Andrew contrae HIV; en una confusa situación queda mal en el trabajo y lo despiden; inicia juicio al bufete de abogados del cual era parte con un colega de poca monta especializado en temas laborales; Andrew gana el juicio. Al poco tiempo, Andrew muere. Dura dos horas que podrían ser menos y no es la película que alguien como mi padre alquilaría para pasar el domingo en familia.

Pero el Hollywood del ´93 se resistía a este tipo de historias no por sencillas, sino por inmorales. Jonathan Demme, su director que venía del Oscar por El silencio de los inocentes, no estaba ajeno a lo que sucedía con la explosión de casos de VIH. Un año antes fallecía el pintor y querido amigo del cineasta, Juan Suárez Botas, por causas relacionadas al sida. Para Demme, no sólo era un homenaje a su amigo, sino también una forma de tomar en cuenta las acusaciones de falta de representación positiva de personajes homosexuales que había recibido porque uno de los villanos de su galardonada película era un homosexual obsesionado con ser mujer.

Fue así que una trama bastante sencilla, sin giros inesperados ni demasiada épica se volvió un pilar fundamental en la historia de la representación del colectivo LGBTIQ+ y en especial, de las películas que hablaban sobre el bicho. Si bien no se explica en ningún momento formas de prevención y se hace un gran hincapié en los “riesgos de la forma de vida alternativa”, antes del rewatch que ameritó este texto, no recordaba la pureza pedagógica de Filadelfia que se distancia rotundamente de otras de la misma temática.

No es una historia de litigios épicos contra empresas como puede ser Dark Waters (2019) o Erin Brockovich (2000) como tampoco se centra en el amor, los lazos afectivos y la muerte y el disfrute de la vida como sucede en Holding the Man (2015), Test (2013) The Cure (1995) o It´s My Party (1995); todas acerca de lo mismo, creadas años más tarde, incluso. Se trata de la historia de un precedente para los derechos de las personas que viven con VIH y un acto de justicia en términos de derechos civiles, individuales y colectivos, de los ciudadanos del mundo —o bueno, aquellos mundos que se dignen de libres, republicanos y adheridos a derecho, cabe aclarar—.

El punto fuerte de la peli no es la fotografía, las actuaciones o la música —las últimas dos, razones para ganar un Oscar para Hanks y Bruce Springsteen, respectivamente— sino que es, justamente, una película simple sobre un juicio. Durante densas actuaciones y un guión sin riesgos, vemos cómo un abogado busca convencer a juez, jurado y espectadores de que la discrimación existe, pasa y que está mal. Que vulnera derechos, que el sida mata —es una pandemia que sigue matando—. Convence porque muestra. Muestra a ojos necios. Muestra. “Había un deseo de simplemente ponerles el sida en la cara y decir: ‘Mírenlo, cabrones’”, confesó el director, años atrás, a la revista Rolling Stone.

Yo nací seis años después del estreno, en 1999. Soy lo que se llama un nativo digital. Es decir, me crié con una computadora medianamente accesible y en mi adolescencia siempre tuve un smartphone en la mano. Mucho de lo que sé del VIH/sida se me recuerda cotidianamente a través de posteos en redes, notas de medios amigos, o mi propio círculo construido a base de militancias. Por eso, este filme me pareció, como es típico de mi generación, un poco inexacto y obtuso con algunas explicaciones. Sin embargo, diez años antes de su estreno, al VIH se lo conocía como GRID, una sigla que se traduce como Enfermedad Relacionada con los Gays; como “cáncer gay” o “cáncer rosa”.

En la película, Denzel Washington interpreta al abogado de Hanks. 


El cáncer rosa

En la época del cáncer rosa mi papá estaba viviendo su adolescencia vacía de smartphones, que terminaría con un casamiento a los 17 años, muy enamorado de la madre de mi hermana. Necesitó la firma de sus viejos porque era un casamiento entre menores de edad. La familia llegó temprano, las redes sociales mucho después.

Él fiscalizaba para Juntos por el Cambio, cada vez que podía arruinaba eventos familiares despotricando contra el kirchnerismo, feminismo, los progres y otros fantasmas. En Facebook —ni por ahí eramos amigos— tiene el muro plagado de comentarios contra el aborto, la ESI y a favor de la dictadura. Lo leí hace dos semanas, un par de meses después de que falleciera. Quería convencerme, después de todo, de que él había vivido como quería hacerlo, incluso si esa forma alternativa de vida era un forma llena de odio y resentimiento que me excluía de ella.

Mi papá pasó la mayor parte de los últimos dos meses en el hospital. Durante 2 años y algo pasó de ser un robusto hombre conservador padre de familiar a lo mismo, pero pesando 60 kilos menos. Al final, rondaba los 45 kg. y yo lo había descrito, a un amigo que me preguntó cómo estaba, como que se parecía “a esas películas viejas donde tienen sida”. Lo de viejas, supongo, tendrá que ver con que veo a diario personas seropositivas que viven vidas plenas, como la que pudo haber tenido mi papá, y que no quiero creer que en el 2023 se hagan diagnósticos tardíos.

Durante esos años a él le dijeron que tenía: un covid “largo”, una cepa poderosa; principio de Alzheimer, principio de Parkinson; una bacteria en el estómago, un parásito en los intestinos; algo neuronal, una infección dermatológica. La serología ocurrió dos semanas antes de morir, luego de haber pasado por más de 10 médicos que, según la carpeta de estudios que cuidadosamente archivó todo, habían descartado un diagnóstico de VIH ciegamente.

Su última esposa contempla una denuncia por mala praxis, con la cual ningún familiar está de acuerdo. ¿Por qué alguien que estudió años, que tiene experiencia, que tiene toda la información, que sabe todo del tema, ignoraría esta posibilidad? Bueno, después de todo, él era un robusto y conservador padre de familia, que no aparentaba el vicio de la infidelidad, que no era homosexual y que tenía los medios y la información para que cualquier ciudadano de bien sepa “cuidarse”.

Pienso en Filadelfia y en los prejuicios de la historia en ese momento. “Existía el miedo de que si hacías de gay te podían identificar con la homosexualidad, pero no me dejé llevar por algo así”, dijo en un programa de la televisión británica Antonio Banderas.

También dijo que no “se preparó para el rol” porque no creyó “que un homosexual sea diferente que yo en ningún aspecto”. Tom Hanks, por su parte, dijo: “Me atrajo la historia de ese hombre cuyos derechos habían sido perjudicados y que reclamaba justicia. Ni venganza ni castigo, solo justicia. Nadie podía dejar de sentirse aludido por una historia así”.

Con la industria audiovisual escupiendo películas y series cada vez menos valorables y con toda la información disponible al alcance de las manos, la pregunta sobre cómo convencer sin guiones militantes ni pedagogías infantiles innecesarias está siempre latente. Creo que la respuesta es mostrar historias que no dejen a nadie de ser aludidos. Acatarse a simplemente develar que el mundo no es muy diferente a hace treinta años. Que mi generación puede interpelar como lo hicieron las anteriores. Que tener cerca a un puto viejo es maravilloso y entender que poder escuchar a una trava sobreviviente es casi un milagro. Que los prejuicios siguen matando, que al igual que en el 83´ mucha gente piensa que el VIH es una enfermedad de putos. Que no importa cuánto sepamos acerca de absolutamente todo, todavía no sabemos la cura.