Cuando el siglo XX llegó a su fin, proliferaron los balances. Y el saldo no fue para nada alentador. “Un siglo de matanzas y guerras y en el que fue preciso inventar el término genocidio”, “la época más violenta en la historia humana”, “cien años de soledad, de bastones largos y de madres con pañuelos blancos”, fueron voces recurrentes que se alzaron para dar cuenta de la última centuria. Sin embargo, tal como afirma el antropólogo español Julio Caro Baroja “existe una marcada contradicción entre la trayectoria vital individual -la niñez, la juventud y la vejez han pasado serenamente y sin sobresaltos- y los hechos acaecidos en el siglo XX... los terribles acontecimientos que ha vivido la humanidad”.

A este fenómeno, de vivir, comer, reír, disfrutar de un partido de fútbol o de tener sexo, a pesar de que el horror, la tragedia o la guerra azoten el mundo -y que en Argentina se vivenció particularmente durante la última dictadura militar-,  Milan Kundera lo llamó “insoportable levedad del ser”, es decir, el peso y la levedad de las cuestiones humanas en la fugacidad de la existencia. El escritor checo grafica el concepto en la novela homónima cuando describe un momento en el que, hojeando un libro sobre Hitler y viendo algunas de sus fotografías, se emocionó recordando el tiempo de la infancia: “La viví durante la guerra; algunos de mis parientes murieron en los campos de concentración de Hitler, pero ¿qué eran sus muertes en comparación con el hecho de que las fotografías de Hitler me habían recordado un tiempo pasado de mi vida, un tiempo que no volverá?”

El genial bailarín ruso Vaslav Nijinsky (1888-1950), a quien alguna vez describieron como “un ser con el rostro de un niño, el cuerpo de un efebo y las piernas de un centauro”, no pudo o no quiso hacer esa disociación. Sus extraordinarias dotes para la danza lo hicieron emerger de una niñez acontecida en el contexto de la más oscura pobreza decimonónica en Rusia hasta convertirlo en el dios de la danza capaz de dar larguísimos saltos como si volase (“Es muy fácil”, dijo Nijinsky una vez, “saltas y te paras en el aire un momento”) en su juventud en Paris. Pero, la traumática experiencia de la Gran Guerra (1914-1918) -sumada a la difícil vivencia de su sexualidad- lo derribará sumiéndolo en la oscuridad de la esquizofrenia y la locura. Sus “Cuadernos” escritos durante el lapso de tres décadas mientras permanecía internado en sanatorios suizos y británicos son testimonio de una existencia propia del siglo XX y, en tanto tal, plena de fulgores y de sombras.

Los “Cuadernos” de una vida

Vaslav nació en Kiev, un 28 de febrero de 1890, según el antiguo calendario ruso. Era hijo de bailarines polacos que, por no pertenecer a ningún teatro, viajaban continuamente sin residencia fija. Thomas Nijinsky, el futuro padre de Vaslav, había conocido a la bellísima Eleonora Bereda en una escuela de danza e inmediatamente después de conocerla amenazó con pegarse un tiro en caso de que ella no aceptara casarse con él dando cuenta de que, evidentemente, las pasiones intensas y los arrebatos de locura eran un síndrome familiar.

Tres años después de contraer matrimonio, Thomas y Eleonora tuvieron un hijo rubio y robusto a quien llamaron Stanislav. Cierta vez, el niño Stanislav se asomó al alfeizar de la casa en que se hospedaban y cayó a la calle empedrada desde el tercer piso  que le provocaron lesiones en el cerebro y retraso mental. Entonces se hizo necesario, que la familia, con Vaslav y la pequeña Brosnia -nacida en 1891- incluidos se trasladara a San Petesburgo para asistir a Stanislav. Desde la tragedia de su hermano, la sombra de la locura -y la de volar-, serían una constante en la existencia de Vaslav. Abandonados por el apasionado patriarca que corrió tras una bailarina, lo que restaba de la familia Nijinsky, debió hacer frente a una San Petesburgo miserable en cuyas fábricas explotadoras morían más seres humanos que en la guerra ruso-turca. Pero Eleonora se ocupó de que su hijo escapara a ese destino y decidió inscribirlo en la Escuela Imperial de Ballet, en donde Nijinsky fue admitido a la edad de ocho años.

Cuando Vaslav se metamorfoseó en un musculoso efebo de rostro de tártaro, facciones mongólicas, ojos pardos y fuertes brazos y muslos, su madre lo puso en contacto - previamente y temerosa de que Nijinsky se case con una bailarina  se encargó de romper el romance- con quién sería el primer amante del bailarin: el príncipe Pavel Lvov, miembro de la aristocracia, sumamente adinerado y gustoso de los jóvenes atléticos y mal pagos del Teatro Marinsky. Lvov lo ayudó económicamente y, a su vez, le presentó al hombre que más influiría en la vida de Nijinsky: Sergei Diaghilev (1872-1929), el empresario creador y gran maestro de los Ballets rusos.

Para Diaghilev significó un enorme acierto obtener los servicios de un hombre atractivo como Vaslav no solamente como integrante de su compañía de ballet, sino también como su amante. Completamente prendado de su belleza se convirtió en su sombra. Como Eleonora antes, lo mimaba y lo dominaba. “Me asustaba la vida... No quería aceptar. Diaghilev se sentó en mi cama e insistió. Me llenó de miedo. Tuve miedo y acepté”, escribiría Vaslav años más tarde en sus “Cuadernos”. Diaghilev colocó un anillo de Cartier en el dedo de Nijinsky, le quitó uno regalado por Lvov y desde entonces vivieron juntos luego de pasar unas vacaciones en el balneario de aguas minerales de Carlsbad y en Venecia. A su vez, lo alejó del mundo exterior. Diághilev intuía que Nijinsky era tan bello, sensible y frágil como el Espectro de la rosa, y que cualquier viento o lluvia que soplara en el mundo podía destruirlo.

La consagración del Ballet Moderno

El 17 de mayo de 1909, de la mano de Diaghilev, en el teatro Châtelet de Paris, Vaslav comenzó a corporizar sus sueños y pesadillas -las personales y las sociales-, vistiendo las ropas que lo llevarían a la felicidad y a la locura, al amor y a la muerte. Ese día hizo su estreno mundial una nueva concepción de la danza que rompe definitivamente con los códigos del siglo XIX. Se trataba de “representar lo menos posible y sentir lo más posible”. El Ballet Clásico con sus rígidos movimientos corporales –que parecen correlato de las técnicas del cuerpo destinadas a adoctrinar el cuerpo de la burguesía- se transmuta en las performances más libres del Ballet Moderno. Los trajes bordados son reemplazados por túnicas amplias y la danza se nutre de los aportes de la pintura, la música, el drama y la poesía a través de artistas como Pablo Picasso, Igor Stravinsky o el poeta Jean Cocteau, entre otros. 

En el verano de 1912, con música de Claude Debussy, y coreografía propia, Nijinsky interpretará el papel principal del Preludio a la siesta de un fauno. Un ser mitad hombre mitad animal, -como un estudiante en una tarde bochornosa que está despertando a su sexualidad y no sabe cómo satisfacerla-, que, al observar siete ninfas bañándose estalla de pasión. En el momento en que quiere acariciar a una de ellas, las muchachas se asustan y huyen. El fauno encuentra un velo que una de las jóvenes ha perdido y lo besa, y de pronto aparece ante su imaginación la muchacha que lo ha perdido y con esas imágenes satisface sus deseos. En la escena cumbre del Ballet, Nijinsky se revolcaba con el velo y simulaba masturbación con orgasmo incluido. Tras el escándalo inicial, la bestialidad erótica, la violencia vital y las posiciones y movimientos manifestados por Nijinsky, - abrieron una página nueva en la historia de la danza.Según la biografía de Romushka, una radiografía del pie de Nijinsky tras doblarse el pie, dio cuenta de que su pie no acusaba la misma estructura anatómica que los de los demás seres humanos sino que parecería ser una transición entre el pie humano y el de los pájaros. “No es extraño que sepa volar; es verdaderamente un pájaro humano”, habría dicho el médico en esa ocasión. Tenía músculos de hierro y el maravilloso don de elevarse.

En mayo de 1913, con La consagración de la primavera de Igor Stravinsky, la orgía de la naturaleza y de los sentidos que representa el comienzo de esa estación representa el punto culminante de esa revolución estética y sexual en el Ballet. Tras la representación Diághilev y Nijinsky, acompañados de Stravinsky y Jean Cocteau, se fueron a descansar al Bosque de Bolonia y no volvieron a sus hospedajes respectivos hasta el alba.

Sin embargo, como no hay más paraísos que los paraísos perdidos, en una gira alrededor de Sudamérica, que realizó sin Diaghilev, Nijinsky conoció a bordo del barco a una bailarina húngara llamada Romushka quien lo perseguía desde hacía varios meses. Después de intercambiar muy pocas palabras por los impedimentos del idioma, decidieron casarse en Buenos Aires, en la Iglesia de San Miguel. Cuando Diághilev se enteró de la noticia, a través de una cariñosa carta de Nijinsky, se desmayó de la consternación. Furioso, le envió un telegrama en donde lo despedía de los Ballet Rusos.

Desde entonces, se sucedieron una serie de encuentros y desencuentros, traiciones y tironeos entre Romushka y Diághilev para disputarse a Nijinsky. Por años, el objetivo de Diághilev fue convertir a Nijinsky nuevamente en su amante y el de Romushka conservar a su flamante marido. Por esos tiempos, Nijinsky fue Petrushka, la marioneta de trapo  que intenta realizar sus propios movimientos sin titiriteros.

Cada uno de estos hechos encuentra su correlato en los “Cuadernos”. Divididos en dos grandes apartados, "Vida" y "Muerte",  escritos con el ruido y la furia de un alocado, en algunos fragmentos el estilo de Nijinsky parece recuperar la poesía, los ritmos y la cadencia que caracterizaban su danza. A su vez tal como en el teatro clásico, las frases del "Loco" expresan no solo lucidez sino la verdad de su tiempo, aquella que nadie quiere decir. Así, pionero de la ecología Nijinsky observa que “El globo terrestre se descompone. La tierra se asfixia. Los hombres la cubren de cenizas”. Subversivo como pocos denuncia: “La Bolsa es un burdel. Yo no soy un burdel. Yo soy la vida y la vida es el amor por la gente. La Bolsa es la muerte. Yo no soy un cadáver. La Bolsa despluma a los pobres”.

Bailar la guerra 

Todas las esquizofrenias y oscilaciones (¿bailes?) de Nijinsky estallaron con la catástrofe de la primera guerra mundial. Su oscilación entre el amor de los hombres y el de las mujeres, sus desvaneos entre Diághilev, Romushka y su madre, sus dilemas entre creerse Dios (él hizo sonreir a Dios con su arte) o el más miserable de los mortales, sus dudas politicas entre el zar y los bolcheviques revolucionarios. Como señala Hobsbawn la primera guerra mundial fue la “gran guerra” mucho más terrible y traumática que la segunda, ya que el mundo jamás había vivido una. Las imágenes que desde entonces se hicieron comunes de jóvenes muriendo en las trincheras, de cuerpos estallando, de bayonetas en el vientre de embarazadas o de regresos con rostros desfigurados y miembros mutilados no lo eran antes de 1914.  La conciencia de Nijinsky fue correlato de la conciencia de un mundo enloquecido.

Enero de 1919. En el hotel Suvreta House, en Suiza, Nijinsky bailará ante una concurrencia de doscientas personas. “Ahora os bailaré la guerra: sus sufrimientos, sus destrucciones, sus muertes. La guerra que no habéis impedido y de la cual también habréis de responder”, expresó como única explicación. Entre piezas de terciopelo blanco, formando una cruz de trapos, Nijinsky bailó brillantemente, pero de un modo espeluznante, el crimen contra la humanidad. Parecía flotar por encima de los cadáveres. “Y bailaba, bailaba sin cesar, girando vertiginosamente en el espacio, arrastrando a su público con él a la guerra, a la destrucción, mirando de frente al sufrimiento y al horror, luchando con toda la fuerza de sus acerados miembros, apoyándose en su agilidad, en su rapidez fulminante, en su naturaleza etérea para eludir el fin inevitable. Era la danza por la vida, contra la muerte”, nos relata Romushka en su Vida de Nijinsky.

“Todos esos jóvenes van a la guerra ¿por qué?” se pregunta Vaslav en sus Cuadernos. “Amo a todo el mundo y quiero el amor para todo el mundo. No quiero que se peleen. Todos se pelean porque no comprenden. Soy la paz, no la guerra, quiero la paz para todos... No quiero frontera entre los Estados... Mi locura es el amor por la humanidad”. 

Desde la noche en que bailó la guerra, Nijinsky se sumergió en la noche de la locura. Los siguientes treinta y un años hasta su muerte lo pasó internado en distintas clínicas de Suiza y Londres, siempre acompañado de Romushka que jamás lo abandonó y lo atendió con paciencia infinita. Una vez Diághilev fue a visitarlo y al ver su deterioro físico y mental se echó a llorar gritando “Es culpa mía ¿qué debo hacer?“. En todos esos años, de vez en cuando, saltaba y daba una voltereta o pirueta como si hubiera terminado El Espectro de la Rosa. Se dice que en la clínica de Londres fue torturado por los nazis. Si el hecho fue real o no es anecdótico. Es seguro que sintió la “esvástica entre las tripas”, porque su destino trágico fue cargar con los hechos más terribles de la historia occidental. Pero, quizás fue también el hecho de cargar con ellos lo que lo hizo elevarse por encima de los hombres.

Como expresa Milan Kundera en la obra mencionada: “La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será. Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes”.

Si los seres humanos vivimos oscilando entre la levedad y el peso. ¿Qué pasa cuando un hombre como Vaslav carga con todo el peso de la humanidad, con todo el horror de la primera guerra mundial? Nijinsky bailó la primera guerra mundial y así denunció el horror del mundo. Su legado permanece. En diciembre de 1990, en plena epidemia y cuando moría una persona cada diez minutos por complicaciones causadas por el sida, el coreógrafo Paul Timothy Díaz se enfundó un traje de lycra rosa para bailar al son de la canción “Perséfone” del grupo Dead Can Dance en el marco de la obra One AIDS Death. De esa manera, el cuerpo infectado seguía bailando. Como en Stonewall, como en cada marcha del orgullo, como en diferentes momentos de la historia de la comunidad LGTBIQ+, aquella frase con la que finaliza “Hable con Ella”, la película de Almodóvar, puede ser el eslogan de resistencia de las disidencias sexuales frente a las encrucijadas de la política argentina actual: “Bailemos, bailemos, sino estamos perdidos”,

“Cuadernos” Vaslav Nijinsky. Rara Avis, 2022.