El cuento por su autor

Hace rato que intento escribir cuentos con mujeres. Me gusta escribir cuentos con mujeres. Una razón simple residiría en el dicho flaubertiano: “Madame Bovary soy yo”. Podría ser. Pero además de Emma hay otra clase de mujeres. Por ejemplo, la faulkneriana Lena, la de Luz de agosto. Cada vez que vuelvo al arranque de esa novela, la muchacha embarazada en un carro, quedo hipnotizado. Digamos, esta sería una posible explicación literaria. Pero, me digo, las citas confunden más de lo que aportan. Y uno no suele estar jamás a la altura de las mismas. Explicar la razón de ser de un cuento - si uno es el autor - es restarle misterio. Los cuentos que me gustan son aquellos que encierran alguna forma de misterio. Ignoro si lo logré en el que van a leer. Más simple: me atraen esos seres en superficie débiles que, de pronto, en una situación extrema, prueban una fortaleza inesperada. No puedo explicar mucho más acerca de porqué escribí el cuento que van a leer. A veces parto de una situación real, recorto algún elemento de la realidad y, a partir de ahí, empiezo a urdir una trama. Pero no siempre es así. A veces, para empezar, me basta sólo una imagen: una mujer en la nieve. Perdida en el sur blanco. Sola. De dónde viene, qué le pasa, qué siente, a dónde va. El destino, eso que puede ser determinación o elección. Me pregunto si trata de esto la historia que escribí. Y, a la vez, me pregunto si tiene sentido explicar más. Podría arriesgar: el blanco de la nieve, el blanco de la página. Pero estas hipótesis, conjeturas, no creo que aporten demasiado. En todo caso, ese blanco, corresponde a la incertidumbre que me causa toda historia por escribir. El blanco, la nada. El vértigo que la nada inspira. Hace bastante que dejé de creer que uno escribe de lo que sabe. Esa certeza me funcionaba. Pero la perdí. Y estoy convencido –aunque cada día me cuesta más escribir– que fue una suerte acceder a la incertidumbre. En lo personal, escribo para averiguar. Escribo para averiguar quién soy. Una vez escrito este cuento me digo que no sólo la escribí a ella. Ella, que tiene algo de mí. 


Familia en la nieve

Por Guillermo Saccomanno

 

Leandro Teysseire

1

nEn esta época del año, a esta hora, los días son más cortos, anochece más temprano y nieva, todo el tiempo nieva. El auto avanza a toda velocidad por la ruta. A los costados, cada tanto, una torre de petróleo. Pará, le pide ella. Pero él no le hace caso. No lo quiero tener, dice ella, no quiero. El auto aumenta la velocidad. Pará, grita ella. Pará o me tiro. Y él empieza a frenar: Hablemos. Chau, me bajo, dice ella. Estás loca. Ella le da la espalda. Camina bajo la nieve. El tira su bolso, rueda banquina abajo. Pero ella no se vuelve a recogerlo. Camina hacia el campo blanco. No se da vuelta. Oye el motor del auto. El sonido se apaga lejos. Y ella sigue caminando. Sus pasos se hunden en la nieve.

2

La noche la agarra perdida en la nieve. Ni idea dónde se encuentra. Una hendidura en la nieve, un camino parece. Lo sigue. No estoy sola, piensa. Y se toca. No estamos solas, dice. Y tiembla. Porque le gustaría que fuera nena. Al menos ella está abrigada, tiembla. Si se detiene, tiembla más. Le conviene seguir. Y sigue. Sigue hasta que tropieza y se cae. La nieve amortigua su caída. Abre la boca, traga nieve. Se incorpora. Una luz titila lejos.

3

El perro, un ovejero, surge de la oscuridad. Se detiene ante ella, le gruñe. No debe mostrar el miedo aunque lo siente. Inocultable. Los perros sienten la adrenalina. Por más que ella piense lo que no tiene que sentir, lo siente. Porque lo que se siente es más fuerte que lo que se piensa, el perro le gruñe y ella permanece inmóvil, los brazos pegados al cuerpo, las manos en el vientre. Paralizada. El perro la huele. Después da la vuelta en torno a ella. La noche tiene el aliento de un gruñido.

4

Alguien sale de la casa. Una sombra en la nieve llama al perro. La voz del hombre, ronca. Y el perro le obedece. Si el tipo parece corpulento se debe a la campera. Trae una carabina. Está perdida, le dice. Ella no atina a contestar. Tirita. En la casa tenemos sopa, dice el hombre. Tenemos, piensa ella. Hombres solos, piensa. Obreros del petróleo. Y ella sola. No obstante, camina detrás del hombre y el perro. Le vamos a hacer un lugar hasta mañana, le dice él. Y ella desconfía. Cuánto hará que estos no tienen una mujer, se pregunta.

5

Al entrar ve a la mujer y a los chicos, una nena y un nene. Mellizos. Sentados a la mesa, con una sopera de porcelana humeante en el centro. Son rubios, parecen alemanes. O nórdicos. Rubios y pálidos. Son hermosos. Pero su belleza es enfermiza. Cuando el hombre, con una sonrisa, la hace pasar, la madre y los hijos también sonríen. La madre, con esos lentes que le confieren un aire de catequista, la recibe: Bienvenida a nuestra mesa, le dice. Y sonríe. Los chicos la imitan. Todos con la misma sonrisa, una expresión que no es fría sino como prestada. Los chicos deben tener entre ocho y diez años. El chico con flequillo y la nena con trenzas. Tienen un defecto, pero no el mismo. El nene es miope y la nena estrábica. No habíamos empezado a cenar, dice el padre. El chico alarga la mano hacia el pan, pero el padre lo detiene. Atrapa su mano antes de que toque el pan. Ella nota la presión de esa mano dura, huesuda. El padre mira al hijo con esa sonrisa. El chico baja la cabeza. Vamos a darle las gracias al Señor, dice. Y la mujer asiente. Bajan la cabeza. El padre empieza la oración. La madre y los chicos repiten las palabras que el hombre pronuncia. Ella también. Aunque no se acuerda la oración, la repite, se suma al rito. La madre sirve la sopa. Recién cuando el padre prueba la sopa y asiente la toman. Comen en silencio. Ella se preocupa por pensar una historia, explicar cómo vino hasta acá. Pero ellos no le preguntan. En la mesa hay una jarra con agua, toman agua. El perro se le acerca, la husmea. Ella intenta una caricia. Después de la sopa la mujer se levanta, va hacia la cocina y vuelve con una fuente con cordero y papas. El viento silba en la noche. En la mesa se oye el sonido de las mandíbulas. Y el sonido de las gargantas al tomar agua. El hombre termina de roer un hueso y se lo da al perro. Después la mujer trae manzanas. Los dientes muerden las manzanas. El sonido de los mordiscos. Los chicos la observan. La mujer, no. Ella y su marido comen con la vista baja. Después la mujer sirve café. A dormir, dice el hombre. Los chicos se levantan y se retiran hacia la escalera. El hombre y el perro salen. Ella y la mujer quedan solas. Se miran. La mujer sonríe, tiene una sonrisa dócil. Ella le devuelve la sonrisa. Cuando el hombre y el perro vuelven a entrar, la mujer baja otra vez la vista. Se levanta y va hacia la escalera. Vuelve con unas mantas. Las tiende sobre un sillón junto a la salamandra. Hasta mañana, se despide el hombre. La mujer le informa: Si necesita el baño, está arriba. Hasta mañana, repite la mujer. Apagan la luz, se van, suben la escalera.

6

El perro se acomoda a su lado, cerca de la estufa. No le gusta su olor. Pero puede soportarlo. Tarda en dormirse. Debería sentirse a gusto acostada, envuelta en una tibieza que compensa la incomodidad del sillón. Se acuerda de un cuento que leyó hace un tiempo. Un hombre huía de su pasado y buscaba refugio en un bosque nevado. Se perdía en la espesura. Después encontraba unos chicos albinos. Los chicos estaban desnudos en la nieve. Terminaban de cazar un lobo. Lo devoraban. Desnudos, lo devoraban, con las pijitas paradas. Lo atacaban. También lo devoraban. Quiere olvidar las imágenes que conserva del cuento. Unos quejidos en la planta alta la distraen. Los chicos, se da cuenta. Cree oir el chasquido de una correa. Después una puerta que se cierra. Y otra vez el silencio. El viento silba. Tiene ganas de ir al baño. Y tiene miedo. Aguanta hasta que no da más. Las embarazadas mean mucho, se dice. Las ganas pueden más que su voluntad. Se levanta descalza, en puntas de pie. El perro levanta la cabeza, la observa. ´Se aparta del sillón y del perro. Llega a la escalera. Sube descalza. Puntas de pie.

7

Espía por la puerta entreabierta. Las cuchetas se insinúan en la oscuridad. No puede discernir quién ocupa cada cama. Apostaría que el chico duerme en la de arriba, pero no puede afirmarlo. Y que el quejido, ahora más bajo, viene de la cama inferior, de la nena. Pero no puede asegurarlo. Escucha un suspiro, un suspiro en el estertor de un llanto. Quisiera consolar a esa criatura, no sabe cuál. Pero la detiene la luz que sale del dormitorio lateral. Entonces se apura a entrar al baño. Escucha el carraspeo del hombre en el pasillo. También escucha su voz gutural pero no puede descifrar que dice, lo que sí que lo dice en un tono admonitorio. Ella oprime el botón, hace correr el agua en el inodoro. Se enjuaga la cara y se mira en el espejo. Está pálida, ojerosa. Cuando vuelve al pasillo la puerta de los chicos está cerrada y también la de sus padres. Se desliza hacia esta puerta, aunque teme ser descubierta igual trata de escuchar qué pasa del otro lado. El gruñido la sobresalta, el perro detrás, en sus talones. Contiene el grito. Se vuelve despacio hacia la escalera, siempre en puntas de pie. Baja, el perro detrás. Vuelve al sillón. El perro se instala a su lado.

8

En esta época del año, acá en el sur, las noches son más largas. Y esta noche, piensa, debe ser la más larga de todas. La quietud de la casa no es necesariamente silencio. Además de los embates del viento, sus golpes y aullidos, en la casa hay un sinfín de sonidos. La respiración del perro, un jadeo intermitente. El perro no duerme, permanece alerta. Y si ella se da vuelta o busca cambiar de posición, el suspiro de los almohadones lo alerta. No quiere acordarse del cuento de los albinos, pero la memoria no la deja en paz. La memoria nunca hace lo que una quiere. Además está el crepitar de los leños en la estufa, el movimiento de un tronco que, al consumirse, provoca la caída de otro, un chisporroteo. También está esa canilla de la cocina, las gotas que chorrean a un ritmo parejo. A veces el crujido de la madera. También su propia respiración. Al reacomodarse, una agitación que sólo ella percibe. Suspira, le cuesta normalizar la respiración. La noche, piensa, esta noche, la más larga. Cree haber oído una tos arriba, pero no. No es tanto una tos como un lamento lo que oyó. Presta atención. La tienta la idea de subir la escalera, avanzar sigilosa y escuchar a través de la puerta del dormitorio de la pareja. La intimida repetir la subida, que el ovejero la siga con sus gruñidos. Se anima a estirar un brazo, tocar la cabeza del perro, rascársela. Aplaca al perro, emite unos chasquidos suaves. Lentamente se va incorporando hasta sentarse y se para, siempre despacio, muy despacio. Vuelve a caminar sigilosa con el perro detrás. Sube los peldaños. Avanza por el pasillo, llega a la puerta y entonces escucha. La mujer llora. El viento golpea un postigón. Y es un estruendo que la aterra. Retrocede, tropieza con el perro y regresa a la escalera. Se precipita en el descenso. Y escucha una puerta que se abre. Sortea la mesa, se acuesta. Se cubre con las mantas. Puede ver la sombra del hombre acercándose. El hombre se para. Ella sufre unas ganas inaguantables, resiste. Pero se mea encima. El hombre permanece ahí parado, quieto, atento. Ella simula dormir, cierra los ojos, aprieta los párpados como si encerrándose en su propia oscuridad se tornara invisible.

9

En la luzde la mañana está sentada a la mesa. En la misma silla que le ofrecieron cuando llegó. Sobre la mesa hay una carpeta tejida. Y sobre la carpeta un jarrón con flores artificiales. Piensa en la familia arriba. La primera en bajar es la mujer. Le pregunta si durmió bien. Ella le dice que muy bien. La mujer calienta agua para el té. Hierve leche. Pone el pan en la tostadora. Después baja el hombre. El hombre también le pregunta si durmió bien. Y ella vuelve a mentir. Después bajan los mellizos. El nene miope y la nena estrábica. Ella los mira como si los viera por primera vez. No soporta sus miradas. La mujer le sirve té y le pregunta si lo quiere con leche. Ella asiente y agradece. La mujer sirve las tostadas, manteca y miel. El pan es casero, dice. Todo es casero. El hombre le ofrece acercarla a la ruta. Ella agradece. Toma el té con leche callada, mirando los chicos. Cuando guste, le dice el hombre. Y sale. El perro detrás. Ella se pone la campera. Se acerca a la mujer, está por despedirse con un beso pero la mujer se retrae y le da la mano. Cuando se arrima a los chicos, también se apartan.

10

El hombre maneja la chata sin apartar la vista del camino nevado. Frena antes de subir al asfalto. Ella le agradece. El hombre la mira: Vaya con Dios, le dice. Pone marcha atrás. Ella ve como la camioneta se aleja.

11

Ya no nieva. Sólo viento. Camina en la ruta. Al rato, en la banquina, está el bolso. Alguien tiene que levantarla. Un camión tanque a lo lejos. Hace dedo. El camión se detiene más allá. Se abre la puerta del acompañante. Del camión viene una cumbia. Ella se apura. El asiento del acompañante está vacío. Ella se trepa a la cabina y lo ocupa. Ella ve los escarpines rosa colgando. El hombre baja la radio. Qué hacés sola en este desierto, le pregunta. Ella no le contesta, toca los escarpines. El hombre le cuenta: Mi reina, le dice. Tengo dos varones también. Pero la nena es mi locura. Me encanta la familia. Y vos, le pregunta.