El cuento por su autor

“Los discípulos de Saussure” con algunas correcciones pertenece originalmente al libro Mañana solo habrá pasado, y forma parte de una serie de cuentos ligados temáticamente sobre el fin de un período: la juventud y los años de estudios universitarios. Una época donde todo estaba por hacerse y tal vez por eso no nos preocupaba perder tantas horas en un bar compartiendo lecturas, jugando al ajedrez o simplemente tomando innumerables cervezas mientras planeábamos escribir grandes libros epopéyicos, enamorarnos de mujeres imposibles  y viajar por el mundo. Muchas veces, cuando regreso del trabajo, luego de un día estéril y absurdo en el que me siento derrotado o, más que derrotado, perdido, colmado hasta el escándalo por el rencoroso despecho, tomo conciencia durante un instante  de que sigo viviendo de una manera equivocada, o, como diría Pavese en su agónico Oficio de vivir: “viviendo como los hombres que más desprecié en mi juventud”. Entonces, pienso en mis amigos de entonces como quien intenta desentrañar un mensaje cifrado, un indicio que me permita comprender dónde nos equivocamos, en qué punto del relato un lector atento habría adivinado, sin demasiado esfuerzo, que más temprano que tarde nos convertiríamos en una especie de títeres de la Commedia dell’Arte. Por aquel entonces éramos muy jóvenes y teníamos la extraordinaria virtud de no tomarnos en serio, tal vez por eso vivíamos como si realmente hubiéramos estado destinados a grandes cosas. No duró mucho. Pronto nos convertimos en una orquesta desafinada, cada uno tocando a su ritmo por querer salvarse de algún modo, desesperada y egoístamente; madera, metales y arcos dándole la espalda al oboe, tan seguros que arrasamos, incluso, con el gran director de orquesta, en quien, por otra parte, ninguno de nosotros creía. Sea cual fuera el destino que nos esperaba, dependía exclusivamente de nosotros, o eso creíamos al menos: ninguno podía imaginar todavía que, cuanto más nos alejáramos, más rápidamente nos acercaríamos a lo que, inevitablemente,debía ocurrir.


Alejandra Lopez

Estoy esperando que Tavo termine de vestirse para llevarlo al aeropuerto. Son ya las once de la mañana. Anoche, después de la cena de despedida, me llamó por teléfono para recordarme que debía presentarse en el check in dos horas antes del horario fijado para el embarque y, al parecer, su última preocupación era mi famosa impuntualidad. 

“Mirá que no tengo guita para un taxi”, fue lo último que dijo; y no pude evitar sentir que había algo amenazante, áspero, decididamente prepotente, en su voz. Sólo que no iba dirigido a mí: me estaba llamando por tercera vez para recordarme lo mismo y el tono de su voz pertenecía a una discusión que no tenía  relación alguna con nosotros.  

Intenté tranquilizarlo, diciéndole que a las nueve de la mañana estaría tocando el ukelele en la puerta de su departamento. Además, ¿cuándo te fallé yo? Pregunta que tuvo el efecto de hundir a mi amigo en un silencio analítico. 

Durante varios segundos, lo imaginé haciendo el gesto de pedir un cigarrillo antes de responder, al igual que ese personaje de Salinger que tanto le gustaba: el corrosivo abogado de pelo entrecano. Mi voz de falsete no dejó lugar a dudas:

–Quisiera meterte algunas cosas en la cabeza, muchacho, eso es lo que me gustaría. ¡No olvides que pereció Pompeya cuando irritó al Vesubio! 

–Dejate de joder –me contestó–. Mirá que no tengo guita para el taxi.

Y cortó. 

Nueve y diez de la mañana, estacioné el auto en doble fila y corrí a  tocar el timbre del departamento al mejor estilo Duques de Hazzard con aire a Starsky y Hutch, pero versión pronto Conduciendo a Miss Daisy. Corrí como quien ha logrado huir de todas las intrincadas asperezas de la madrugada. Y en cierto modo fue así. Sólo que a mi amigo le importa un carajo que yo tuviera  que faltar al trabajo para llevarlo al aeropuerto.  

Dos timbres breves y filosos hicieron escala en mi imaginación para representarse a Tavo envuelto en un cálido gesto de complicidad. Esperé. No respondió nadie. Consulté mi reloj y, por un instante, temí lo peor. Insistí. Remota, la voz de mujer resultó inconfundible: 

–¿Sí? 

–Soy yo –dije–. Hoke Colburn.

–¿Quién es?

–Lautaro.

–Todavía nos faltan unos minutos -dijo ella–. Pasá. 

De modo que viene con nosotros, pensé; y me quedé mirando cómo mi fiat 600  vibraba tan electrizante como la puerta del edificio en el momento exacto en que un colectivo arremetió limpiamente contra el espejito izquierdo con la misma impunidad que un adolescente se adueña de la sortija, subido a una calesita que ya lo desprecia y le teme.

–¿Abrió?  

Y temiendo que otro colectivero no fuera capaz de evitar imprimir su sello  en algún lugar de mi autito, entré por última vez en el edificio donde aún vivía mi querido amigo.

–¡Ave, Caesar, morituri te salutant! –entré gritando, lleno de esa euforia que tanto despreciaba Tavo, porque le recordaba que, ni siquiera, teníamos un título universitario para sentirnos unos auténticos fracasados. 

 Hay uno de nosotros que todavía podía sentirse un verdadero amante de las letras, sí, señor. Sólo que, a esta hora, Chico debía estar saboreando un jugoso coco a la sombra de una palmera bahiana, y no permitiría que nos mofáramos tan libremente de nuestra sólida y prestigiosa formación clásica.

Julia sonrió y cerró la puerta, como excluida. Busqué con la mirada a mi camarada, pero sólo me llegó su voz rebotando entre las paredes con la contundente festividad  de un corcho navideño: 

–¡Iacta alea est, hermano! –contestó con otro grito Tavo.

Me asomé y lo vi. 

–Tu amigo está ocupado –dijo Julia, ligeramente avergonzada–, ya viene. Sentate. ¿Querés un café?

Es increíble lo que este hombre es capaz de gritar sentado en el inodoro, asomando la cabeza con el  pantalón ceñido hasta las rodillas. Voy a extrañar todo esto, me dije, mientras aceptaba el café recalentado de Julia, su silencio escrutador de estudiante de medicina, que no espera mi respuesta porque da por hecho que llegué con ocho horas de ayuno.

–Pensé en comprar medialunas pero tenía miedo de llegar tarde –dije para congraciarme con su ojo clínico: siempre da resultado con ellos. 

–No te preocupes –respondió desde la cocina–. ¿Azúcar o edulcorante?

Si Tavo no se apresura a salir del baño, terminaré envuelto en otra de sus tediosas conversaciones. ¡Qué insoportables son estos estudiantes de medicina! Una vez que extienden sus redes, ya no hay modo de librarse. Y, lo peor de todo, es que saben hacerlo; al principio puede resultar interesante, después ya no. Y de tanto sonreír en falso, la contractura te genera un terrible dolor de cabeza. 

 

 Anoche, durante la cena de despedida, cometí el error de preguntarle cómo se sentía ahora que ya no tenía que cursar. Estuvo quince minutos martirizándome con la unidad hospitalaria y no sé qué materia imposible a la que denominan fármaco o algo parecido. Por suerte, cuando estaba a punto de darme el golpe de gracia con otra materia, a la que, aparentemente, todo el mundo conoce por semio, Tavo se acercó sonriendo con su copa vacía en la mano y, con elegancia, le dijo que, por favor, no perdiera el tiempo con un salvaje como yo.

–Cada vez que decís semio, este animal se representa un tipo llamado Saussure, en cuatro y desnudo, mientras el gran Bajtín, fusta en mano, le susurra al oído: ¿Cómo es eso, querido Ferdi, de que el habla no es sistematizable para los cornudos de tus alumnos?

Y yo me reí, nos reímos, tan cultos nosotros, especialistas en conocimientos inútiles. Estábamos en una cantina piojosa en San Telmo, con música imposible, celebrando la partida de Tavo, que ya estaba borracho como una cuba y se divertía bastante contando las tardes enteras que sacrificó para explicarme el concepto de signo lingüístico. 

Acepté que era verdad; si no hubiera sido por él, jamás habría comprendido el bendito Curso de lingüística general y, frunciendo la nariz para evitar que resbalaran mis imaginarios y anacrónicos anteojos de intelectual marxista en su primer año de universidad, llené dos copas de extra brut. 

Brindamos, bebimos y, luego, nos abrazamos como dos borrachines de feria, tan nostálgicos que, incluso,  Lucio, el primo de Tavo, que hasta ese momento había sonreído a cada una de nuestras palabras, dio vuelta la cara con verdadero asco.  

–Te voy a extrañar, hermano –dijo Tavo, oscilando como un péndulo, su mano derecha ligeramente apoyada sobre mi hombro. Asentí con la cabeza y sonreí. Creo que fue entonces cuando realmente tomé conciencia de que se iba. Era el último en irse. Yo me quedaba.

     

–Solo –dije, sonriendo; porque, mientras me preguntaba cómo sostener la taza de café recalentada en microondas, Julia me preguntó si conocía la diferencia entre la  residencia y la concurrencia. 

–Ahora que vamos a vivir allá…

Intuí la trampa. Estás esperando que te pregunte cuál es la diferencia  para largar tu rollo sobre lo que pensás hacer una vez que Tavo se instale cómodamente en Italia. Pobre, Julia. Si entonces hubiera sabido lo que hoy sé, habría sido más bueno con ella. 

Cuando estuve a punto de responderle, la voz de mi amigo desbarató su plan y la obligó a ir hacia el baño. Si lo que estoy escuchando es la ducha, no veo cómo vamos a llegar a tiempo al aeropuerto, pensé. 

Julia asomó la cabeza por la puerta entreabierta del baño, dijo algo que no alcancé a oír y se rió con ganas. 

–No, no podemos, está tu amigo-creo que dijo, y se reía, realmente divertida. 

De pronto, la mitad del cuerpo de Julia fue absorbida como por efecto de una fuerza centrífuga: vapor y risas nerviosas era todo lo que salía del baño. Julia asomó la cabeza por la puerta entreabierta. 

Yo podía verme sentado en el pequeño sillón de mimbre, rodillas juntas, las manos sosteniendo la pequeña taza. Y, si no era yo, entonces fue otro el que asintió por mí, con la timidez del perverso que no se convence de la morbosa invitación y dije: 

–Sí, claro… 

Y, mientras, lentamente, me inclinaba para apoyar la taza en la pequeña mesa ratona, el “¿Venís?” de Julia, su sorpresiva invitación, rápidamente, degeneró en un “¡Vení!”, mascullado de histeria y, cuando estaba a punto de levantarme, Tavo soltó una carcajada endiablada, un lazo que la sujetó por entero en el momento exacto en que ella dijo lo que, en verdad, había intentado decir desde un principio:

–¡Viene enseguida! 

Entonces, cerraron la puerta, pasaron una vuelta de llave y, durante poco más de una hora, se los oyó reír a carcajadas limpias, gemir, gritar, aullar como animales debajo del agua caliente. Incluso, hasta podría jurar que mi amigo, aprovechando la acústica del baño, entonó solemnemente y, sin complicidad, algunas estrofas del himno uruguayo mientras Julia le enjabonaba la espalda. 

¿Por qué no? Estás feliz, compañero, en unas horas, vas a estar viajando rumbo al viejo continente y ya nunca más volveremos a vernos, pensé o pienso ahora, es lo mismo: nada de lo que sucedió entonces dejará de suceder si puedo escribirlo, a riesgo de estar inventándolo todo y decir, por ejemplo, que Tavo gritó, asomando la cabeza por la puerta entreabierta del baño, algo parecido a esto:

–¡Date vuelta que Julia tiene que pasar a la habitación! 

Hice lo que me pidió y, cuando me di vuelta, estaba encendiendo uno de mis cigarrillos, tapado desprolijamente hasta la cintura con una sábana blanca como un romano después de una de esas sesiones orgiásticas de Calígula. 

Sonreía irónico y complacido.

–Necesito pedirte otro favor –dijo una vez que su novia cerró la puerta de la habitación–. ¿Podrás acompañar a Julia hasta su casa después de que me dejes en en el aeropuerto? No pongas esa cara de estúpido. ¿Qué hora es? En cinco minutos salimos, ya vuelvo.

Me pregunté si todavía quedaría algo de mi pequeño automóvil, alguna pieza reconocible para vender al museo Fiat. No lo quería, es cierto; pero lo necesitaba. A la larga, uno termina queriendo sus necesidades. El auto fue un regalo que me hizo el segundo marido de mi madre cuando cumplí dieciocho años.  Estaba harto de que le robara su Falcon. Un día de estos lo voy a prender fuego en algún pasaje oscuro, en un barrio alejado; pero hoy tengo que llevar a Tavo al aeropuerto y  terminar esta historia: alguien tiene que dar testimonio de que alguna vez existimos. Hasta el final.